Relatos eróticos

Océano – Relato lésbico

Océano es otro ingenioso y elegante relato erótico lésbico de Thais Duthie, donde su protagonista describe su primera experiencia sumisa, su primera toma de contacto con el BDSM. Disfrutad.

Relatos eróticos

Océano

—No te muevas.

Doy un brinco, asustada, y me quedo inmóvil, obedeciendo a la voz que ha aparecido tras de mí. Noto los latidos de mi corazón frenético y temo que también los oiga ella. Suelto las bolsas del supermercado de golpe, que colisionan contra el suelo. Todo mi cuerpo está en alerta y mis sentidos más receptivos que nunca. Oigo algo romperse, quizá la botella de vino blanco que había comprado para la cena o el bote de tomate frito. Sea lo que sea, ahora no es importante.

La voz femenina deja de ser solo una voz: noto sus manos bajando por mi cintura. Se detiene en mi trasero, apretujándolo. Un leve temblor se instala en mi cuerpo y es entonces cuando empiezo a sentir el miedo.

«Océano», las letras llegan en un fuerte oleaje por mi mente.

—Abre la puerta. Y date prisa —me ordena, con una tranquilidad que me desconcierta.

Introduzco una mano en el bolso y rebusco entre móvil, cargador, pintalabios, bolígrafos y tickets viejos, intentando encontrar las llaves, apresurada. Ella sigue recorriendo mi cuerpo de forma violenta, provocándome escalofríos. Doy con ellas y hago varios intentos para meterla en la cerradura, hasta que me las arranca de las manos y abre la puerta en apenas unos segundos. Me empuja adentro y cierra de un portazo.

Quiero gritar, muy fuerte, pero noto un nudo en la garganta que me lo impide. «Océano», oigo en mi cabeza. Solo puedo pensar en el puto «océano».

Me arrincona contra la pared, pegándose a mí, y se encarga de deshacerse de la poca ropa que llevo puesta. Cierro los ojos con fuerza y cuando los abro mi vestido está en el suelo, roto. Era uno de mis favoritos. Ella va de negro y no puedo verle la cara. La tiene cubierta por una máscara de cuero. Lo que sí aprecio con claridad son sus penetrantes ojos grises.

«Océano».

Mi agresora toma un poco de distancia para observar con detenimiento mi cuerpo desnudo. Siento vergüenza. Las bragas están en la otra punta del recibidor, casi en el salón. Intento cubrir mis zonas más íntimas con las manos, pero ella vuelve a acercarse y las aparta de un manotazo. Me agarra del cuello, haciéndome girar la cabeza hacia un lado y comienza a morderlo con fuerza. Jadeo, ya no sé si por la vergüenza, por angustia, por miedo o… por una casi imperceptible excitación que comienzo a sentir.

«Océano».

Trato de zafarme tan pronto como tengo oportunidad, pero ella coge mis muñecas y las agarra con firmeza. Las coloca por encima de mi cabeza y aprovecha que mis brazos ya no molestan para lamer y mordisquear mis senos.

Poco después, me fija las muñecas con una sola mano y, con la que le queda libre, me introduce dos dedos de golpe. Una marea de calambres inunda mi cerebro, y oscila y se propaga por mis nervios, bajo mi piel. Dos dedos, fuertes, tan solo dos, muchos, de un tsunami de ardor a la arbolada, que se resiste a decaer. Cierro los ojos por el sobresalto y la dureza de sus movimientos. Oigo una risita y me preguntó qué demonios debe de estar pasando por su cabeza.

—Para no gustarte estás empapada —murmura en mi oído y vuelve a reírse.

Puedo percibir cómo mis mejillas se tiñen de rojo y arqueo la espalda en señal de protesta. «Océano».

—Quieta… Ahora voy a soltarte y no vas a moverte. Si lo haces —Hace una pausa y clava sus ojos en los míos—, tendrás un castigo ejemplar y te aseguro que te arrepentirás.

«Océano», «océano», «océano».

Trago saliva y procuro quedarme lo más quieta posible. Nada más soltarme, se agacha, separa mis piernas y da un lametón a mi sexo. Se me escapa un gemido y no me doy cuenta hasta que lo oigo.

Mierda, mierda, mierda… «Va a pensar que me gusta», me digo.

Su lengua recorre mi vulva con una habilidad inesperada, explorando los pliegues que no sabía ni que tenía. Hace que me retuerza y separe las piernas casi sin querer.

«Creerá que me gusta», me repito, dejando que mi voz resuene en mi cabeza. «Océano». Pero lo cierto es que sí, me encanta, aunque no soy capaz de expresarlo con palabras. Me dejo someter a las órdenes de mi desconocida, bajando la guardia.

Dejo que, unos segundos después, me coja del brazo y me lleve a la cocina. Que me suba a la encimera y meta los dedos de nuevo, esta vez tres… Su lengua vuelve a la carga sin darme tregua.

También dejo que mi cuerpo deje escapar los jadeos y gemidos que nacen en lo más profundo de mi ser con cada embestida. Dejo que sus expertas manos se muevan más rápido y penetren más hondo. Dejo que su lengua haga movimientos más atrevidos, enroscándose y desenroscándose, abriéndose paso. Dejo que, con otra mano, clave las uñas en mi glúteo y apriete con fuerza acercándome todavía más.

Lentamente, dejo que mis manos bajen despacio, con algo de miedo. Que, desde arriba, agarren el pelo de ella con fuerza atrayéndola, fusionando su lengua con mi sexo, una cercanía casi imposible.

Ya no soy consciente de dónde empieza mi cuerpo y dónde acaba el suyo, por eso dejo que se abandone por completo a los lametones, los arañazos, las embestidas.

Mi cuerpo se corre. Se lo he permitido.

El orgasmo es tan intenso que, cuando lo alcanzo, apenas soy consciente de lo que está pasando. Creo que me está llevando a la cama, no lo sé… Que sigue tocándome bajo las sábanas y vuelvo a subir a la cresta de otra ola de pasión húmeda. Estoy en éxtasis y en calma, agotada y temerosa, excitada y complacida. Mareada, no me ubico, pero disfruto de esta pizca de paz que siento por primera vez en minutos, horas, eones, ¡qué sé yo!

Me parece que fuera está lloviendo.

***

Despego los párpados poco a poco, abro los ojos lentamente, como si la luz de la estancia fuera a cegarme. Antes de poder ver algo, lo recuerdo todo. La recuerdo a ella. Me sobresalto y la busco en la habitación con la mirada, hasta que por fin doy con sus ojos color ceniza, que parecen interrogarme. Está envuelta en una toalla blanca, acaba de salir de la ducha.

No era lluvia.

—Ha habido un momento en el que he estado a punto de decir la palabra de seguridad —musita antes de hacer una pausa, con una voz distinta a la de antes. Ahora me transmite calma y calidez, aunque sigue manteniéndose a una distancia que me infunde respeto—. Te he visto demasiado metida en el papel.

Me estremezco. Yo también he estado a punto de decirla. Era tan fácil como decir «Océano», pero ni mi mente ni mi cuerpo querían.

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