Deléitate con esta original historia erótica de Thais Duthie. Un relato lésbico que navega entre dos aguas: el presente de dos mujeres que trabajan en un barco turístico por el Támesis, y el oculto affair de dos amantes en el antiguo Londres.
Aria y las amantes de la Torre – Relato erótico lésbico
Proa, popa, babor, estribor. No importaba dónde estuviera porque, fuera donde fuese, seguía oyendo su voz por el sistema de megafonía del barco.
El primer día me fijé en qué decía, aunque era lo mismo que explicaba cualquier guía turístico a bordo de un barco que baja por el Támesis. El segundo, me concentré en cómo lo decía: gastaba bromas a los pasajeros, arrancándoles más de una carcajada. Y aunque al principio sus chistes no me hacían ninguna gracia, acabé riéndome con ella mientras me aseguraba de que todo estuviera en orden en cubierta.
Al final, empecé a conocer su voz. No me había fijado hasta entonces, lo cual había sido un gravísimo error, porque era bonita y aterciopelada. Tanto es así que no importaba lo que dijera, parecía cercana. Su tono era firme, seguro, y, siempre que hablaba de la ciudad, lo hacía de forma apasionada, como si estuviera completamente enamorada de la City.
Habíamos subido y bajado unas cuantas veces por el río, aunque hasta el momento no habíamos coincidido. Tan solo hacía unos días que trabajaba en la empresa, pero podía hacerme una idea de cuáles eran sus horarios. Ella llegaba más tarde, casi justo cuando el barco zarpaba ―una vez oí a un par de compañeros quejarse porque siempre era la última―, y se iba antes de que yo hubiera terminado de contar los billetes de los pasajeros; el tedioso conteo para asegurarme de que no había polizones. Además, ella trabajaba en la caseta del capitán, junto al timón, y yo sentada en cubierta o deambulando por el resto del barco. Era imposible verla desde allí, de modo que había intentado acercarme a la caseta para poder conocer su rostro de una vez por todas, pero siempre que lo intentaba el capitán me llamaba por el walkie-talkie para pedirme que hiciera algo en la otra punta del barco. Aun así, compartíamos muchas cosas: treinta metros de eslora, un capitán cascarrabias e incluso la fina lluvia que caía incesante sobre Londres.
Lo cierto es que, después de tantas excursiones entre Westminster Pier y Tower Pier, había perdido la cuenta de las ocasiones en las que me había distraído recreándome con aquella voz. Es verdad que, al principio, me había parecido odiosa y entonces, poco a poco, me había familiarizado con ella hasta el punto en el que se me hacía raro no oírla, si los motores del buque estaban en marcha. Odiaba reconocerlo, aunque fuera para mí misma, pero me moría por saber quién era la dueña de aquellos sermones que cada vez se me antojaban más agradables… y que provocaban que la humedad hiciese acto de presencia en mis muslos.
Era una tarde de abril cuando por fin le puse cara. Acababa de revisar el anemómetro, que marcaba 13 kilómetros por hora, una pequeña brisa, perfecto para navegar. Estaba atardeciendo y hacía un poco de frío, aunque las vistas del sol escondiéndose tras los edificios altos eran maravillosas. Los pasajeros ya habían tomado asiento y estaba todo listo para zarpar en el último tour del día. El capitán hizo sonar la bocina que indicaba que salíamos enseguida, así que me dirigí a estribor para retirar la pasarela.
―¡Espera, espera!
Detuve mis movimientos, helada, porque habría podido reconocer su voz en cualquier sitio y bajo cualquier circunstancia. Levanté la vista de la pasarela y me fijé, por primera vez, en todo su cuerpo mientras corría en dirección a mí. No era demasiado alta, ni tenía muchas curvas. De hecho, la chaqueta de cuero que llevaba le quedaba entallada. Su rostro, con unos labios que destacaban por encima de todo, quedaba enmarcado por su melena larga y chocolate. En un intento por disimular mi atrevimiento y ser cortés, le tendí la mano. Nada más agarrarla cruzó la pasarela con prisa y se fue directamente hacia la caseta del capitán. Apenas un minuto después, mientras levaba, su voz comenzó a inundar el buque, dando la bienvenida a los pasajeros.
La guía, mi guía, mi voz
Durante todo el trayecto no fui capaz de sacarme la imagen de la cabeza. Hasta recordaba a la perfección cuán cálida y suave era su piel, y su voz que, en aquellos instantes, contaba que cuando hablamos de Big Ben en realidad nos estamos refiriendo a la campana de la torre del reloj. Sin embargo, esta vez se equivocó, nunca antes lo había hecho. Dijo que el TATE estaba a la izquierda, cuando en realidad estaba a la derecha. Decidí no darle importancia, todos cometemos errores.
Cuando pasábamos por Bankside Pier me permití fantasear unos minutos con ella, preguntándome si sus palabras sonarían igual de bien en mi oído, desnudas, amaneciendo exhaustas entre las mismas sábanas empapadas, tras una noche de pasión. Estaba tan distraída que me olvidé de fondear cuando llegamos al puerto y el capitán tuvo que recordármelo por megafonía. Me disculpé varias veces una vez lo vi, pero no fue suficiente: tuve que quedarme un rato más a recoger, en vez de volver a casa.
Resignada, comencé a fijar los cabos en los norayes, escuchando de fondo la discusión en la que se había enzarzado con la guía, mi guía, mi voz. Al menos una de las dos era lo suficientemente valiente como para plantarle cara. Luego, silencio, salvo por el sonido de mis pasos en cubierta.
Aria, un cuerpo huracanado
―Parece que hoy no se ha ido muy contento con nosotras ―dijo.
Su voz, sin megafonía de por medio, era mucho más sensual. Más sutil, casi etérea. Me di la vuelta porque no podría haber hecho otra cosa. Ni siquiera lo pensé, fue un gesto automático. Sonreí a modo de respuesta, asintiendo, y volví a lo mío antes de que mis ojos volvieran a recorrerla descaradamente de arriba abajo.
―Gracias por lo de antes.
―¿La pasarela? ―pregunté, y me volví para observarla fingiendo inocencia―. No hay de qué ―Y sentí cómo la sangre ponía rubor en mis mejillas. Pero me recompuse y continué―. Si no hubieras llegado a tiempo te puedes imaginar a quién le habría tocado explicar la ruta, ¿verdad?
Soltó una carcajada, que no tenía nada que ver con su risa que creía conocer. La verdad es que yo no intentaba ser graciosa, era cierto: si no había guía era yo quien se ocuparía de enseñar Londres a los turistas. Desde luego, con mucha menos labia y desparpajo que ella.
―Me llamo Aria, por cierto ―Cogió un paquete de cigarrillos del bolsillo y se encendió uno sin dejar de mirarme.
Yo no pude evitar corresponder aquella mirada con una sonrisa socarrona, que desapareció tan pronto como me di cuenta de que su nombre, en italiano, significaba aire. Justo lo que era ella: aire. Y su voz, brisa. Aquella mujer era trece kilómetros por hora. Once, si apuraba.
―Nora… Me llamo Nora ―dije, no sé si para romper ese largo silencio o para que sus ojos pusieran nombre al cuerpo que desnudaban.
Le dio una calada al cigarrillo, todavía recorriéndome con sus ojos oscuros. Aproveché para fijarme en sus pantalones negros ajustados y chaqueta de cuero. En mi mente, la había imaginado con vestidos color pastel, quizá unas bailarinas… En cambio, lo que llevaba le daba un aspecto mucho más agresivo que, odiaba reconocer, pero me excitaba casi tanto como su voz.
Me deleité con el repiqueteo de sus botines sobre el suelo de madera de cubierta cada vez más cerca. Se apoyó en la barandilla, de espaldas a mí.
―Sé quién eres, el capitán te menciona cada dos por tres ―susurró observando las vistas del anochecer que se cernía poco a poco sobre nosotras―. Te tengo vista, además.
¿Me tenía vista? ¿Sabía quién era yo antes de que yo pudiera saberlo? Interesante. Reí y volví la vista para observarla.
―¿Ah, sí?
Sonrió evitando mi mirada y soltó el humo. Acortó un poco la distancia entre ambas hasta que su brazo apoyado en la barandilla tocó mi cintura.
―Eres disciplinada, obediente, perfeccionista. Me resulta divertido observar, entre trayecto y trayecto, cómo levantas las boyas y haces esas muecas tan graciosas cuando se atascan las poleas.
Me dejó sin palabras. Yo me habría encaprichado con su voz, pero según parecía ella también lo había hecho conmigo, desde la distancia. Porque ella sí que podía verme desde la caseta del capitán, mientras contaba anécdotas por megafonía. Quizá… ¿por eso se había equivocado con el TATE? ¿Porque estaba viendo cómo cargaba las cajas de aperitivos para llevarlas al minibar? Traté de apartar esa idea de mi mente, resultaba demasiado peligrosa por reveladora o por engreída.
―Pareciera que me conoces de siempre ―bromeé, en tono juguetón, aprovechando la posición para fijarme en su trasero. Lo adoraría durante horas.
Me resultó imposible no preguntarme si le gustaría recibir azotes tanto como a mí darlos. ¿Cómo sonaría su voz en esas circunstancias, contándolos uno a uno? Seguro que todavía más sexy de lo que era capaz de imaginarme.
Las amantes de la Torre
No le bastó con hacer caso omiso a mis miradas indiscretas ―estaba convencida de que sabía de su existencia―, sino que ignoró también mi último comentario. Era parte de su estrategia. En vez de contestarlo, volvió su rostro hacia mí y señaló con su índice la Torre de Londres, que se veía a lo lejos.
―¿Te suena la historia de las amantes de la Torre?
Negué, demasiado concentrada en la cadencia de su voz.
―Solo sé la historia de Ana Bolena. Dicen que se pasea por la Torre con su cabeza bajo el brazo, aunque yo nunca la he visto ―sonreí, diciendo esto último más bajo para conseguir su complicidad.
Rio y, tras darle una última calada al cigarro, lo tiró al suelo y lo apagó con la suela de uno de sus botines. Me hizo un gesto para que imitara su posición, aunque me costó mucho desviar mi mirada a la Torre y abandonar su cuerpo.
―Fue en el siglo decimosexto. Enrique VIII había conseguido llevar a cabo la Reforma Anglicana, y su heredero siguió sus pasos. Pero cuando este murió, su hermana María subió al trono. Ella era católica y mandó a la Torre a varias personas que no estaban de acuerdo con sus ideales ―hizo una pausa y buscó mis ojos―. Entre ellas estaba la joven Scarlett, cuya familia apoyaba firmemente a la Iglesia de Inglaterra.
Apenas había tenido que pronunciar dos palabras para que yo me metiera de lleno en la historia que estaba contando. Me vi envuelta por su voz una vez más, aunque en esta ocasión era una historia inédita y Aria había conseguido captar mi atención desde el principio. Y, por si no fuera suficiente, con cada frase me excitaba más y más. Asentí y ella continuó:
―Fue encarcelada, una experiencia nada agradable. Aunque tuvo compañía… ―añadió alzando una ceja―. Había una mujer que se encargaba de alimentar a los presos, Jane. La miré con sorpresa. No sabía nada sobre aquella época y era evidente que había despertado mi curiosidad.
―¿Qué crees que hubo? ―pregunté, observando ahora la Torre.
―Por su procedencia, Scarlett no compartía celda con nadie, lo cual era muy poco común. Creo que Jane sintió compasión y fue más generosa de lo habitual con ella. Quizá alguna vez robara las llaves a los guardas, entrara en su celda y pasaran un rato juntas. ¿Tú qué piensas que pudo ocurrir después?
Medité la respuesta durante unos segundos y preferí no mojarme esta vez.
―Puede que entablaran una amistad, ¿no?
―Se besaron, eso seguro: hay una carta que lo demuestra. Mucha gente conoce esa parte de la historia. Sin embargo, no termina ahí. Hay una segunda carta donde se relata lo que aconteció una tarde entre ambas.
Asentí, mirándola interesada. No me había hecho falta pedirle que se explicara mejor, pues enseguida retomó la historia:
―«Mi amada: todavía siento tus manos de fuego recorriendo mi cuerpo», así empieza. Claro que, una carta así, debía permanecer oculta para no alterar la paz y la moral del pueblo. Se encontró hace solo unos años, pero sigue siendo un secreto.
―¿Y qué más decía esa carta? ―Conecté mis ojos con los de Aria, con ganas de averiguar de qué iba todo aquello―. ¿Es tan obscena como para seguir escondiéndola?
―Depende de los ojos que la lean. En la carta se relata una escena de pasión. Imagínatelas: a solas, en una celda iluminada solo por un candelabro. Scarlett seguro que necesitaba un poco de atención después de tanto tiempo retenida. Jane era consciente de ello y la atracción era evidente. Al parecer, se besaron de forma apasionada como la primera vez, mientras la que estaba presa desnudaba poco a poco a la carcelera ―dijo, en un tono mucho más sensual.
Pero lo más importante de su intervención fue la forma en que recorrió mi cuerpo mientras lo decía, como si realmente sus ojos pudieran desnudarme, como Scarlett a Jane. Nuestras miradas seguían hablando entre ellas, ignorando los centímetros que nos separaban. Había unos cuantos por medio, pero era como si no estuvieran. De pronto, la distancia no existía entre ambas y fue cuando comencé a perder la vergüenza y cualquier atisbo de duda.
―Jane… seguro que no se quejó cuando Scarlett la desnudó. De hecho, hizo lo mismo con ella, y la tocó como nadie la había tocado antes ―hablaba despacio, observando con detalle cada una de mis reacciones. Yo no era consciente de ellas, pero debían ser suficientes para que continuara con el relato―: su mano viajó a la intimidad de la más joven, acariciándola sin descanso, entre suspiros y gemidos acallados contra sus propios labios.
Aquello había sido demasiado. Reproduje la historia en mi cabeza, solo que en vez de imaginarme rostros cualesquiera utilicé el suyo y el mío. Scarlett y Jane éramos nosotras, Aria y Nora. Lo intenté, pero no pude quedarme quieta. Me coloqué detrás de ella y acaricié su cuello levemente.
―¿Y en la carta dice si a Scarlett le gustó?
Me respondió con un leve suspiro, y luego declaró:
―No lo dudes. Se estremeció bajo su tacto, una y otra vez.
«¿Como acabas de hacer tú?», quise preguntarle.
―Scarlett fue quien escribió la carta. También decía que llevaba tanto tiempo deseándolo que sentía una indiscreta humedad entre sus muslos cuando la mujer la tocó ―añadió.
Sonreí distraída, retirando algunos mechones de pelo cubrían su cuello. No supe si seguía hablando de Scarlett o se refería a ella misma. Tampoco me quedaba ya mucha paciencia para averiguarlo. Hice que nuestros cuerpos se unieran por completo. Temí que notara los latidos de mi corazón en su espalda por lo que iba a hacer a continuación, porque me moría por probar sus labios, degustarla por completo y hacerla gemir con esa voz tan especial y sensual que me tentaba de aquella manera.
Ya puedes continuar con la segunda parte aquí: Atando cabos (2): Te vas a quemar, Aria – Relato erótico lésbico
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