20 de enero de 1961. Un sorprendente candidato demócrata accede a la presidencia de la Casa Blanca. El discurso de investidura que pronunció ese día es estudiado en todas las facultades de ciencias políticas del mundo entero. En él, destaca una frase memorable que pronuncia hacia el final del mismo y que ha quedado, como aquellas que se grababan en el frontispicio del oráculo de Delfos, en la memoria de todos nosotros: «No te preguntes qué puede hacer tu país por ti, pregúntate qué puedes hacer tú por tu país». Era el joven John Fitzgerald Kennedy y, como es sabido, menos de tres años después sería asesinado en plena vía pública por un francotirador. La sentencia se las trae por varios motivos. El primero de ellos es que hay algo, debe haber algo, que trascienda la pequeña parcela de nuestros egoístas intereses, de nuestras apetencias individualistas, de nuestro siempre minúsculo pero siempre soberbio ego. En esta reflexión, eso que debe estar más allá de mi individual parcela es «el país», pero esto vale como una metáfora de lo que debe anteponerse a nuestro beneficio inmediato y que exige, cuando es el caso, nuestro sacrificio individual; el bien común. Este puede ser concretado en una causa (como la libertad), en un valor (como la honestidad), en un colectivo que nos englobe a todos (la humanidad)… Esto se lo debería aplicar no solo un religioso o un político, sino cualquiera de nosotros. Vivimos tiempos en que la cosa suele funcionar al revés; nuestro esfuerzo se dirige siempre a nuestro beneficio individual, con lo que la causa «trascendente» es una mera excusa, algo que queda supeditado a lo anterior. Tiempos en los que lo verdaderamente importante que deben exigir nuestros esfuerzos está supeditado, descarnado, manipulado por el que yo consiga lo que quiero, sin preocuparme por lo que me trasciende más que como una espuria excusa para medrar y beneficiarme, por más que me llene la boca de que todo lo que hago lo hago por eso «superior».
Betty Dodson y la liberación sexual femenina
Betty Dodson (1929-2020) tuvo eso muy claro cuando, a mediados de los sesenta, detecta lo importante en una causa auténticamente revolucionaria en esos momentos, la liberación sexual femenina, y se pregunta qué puede hacer por ella y no cómo puede comer y «colocarse» aprovechándose de ella. Son años benditamente confusos y que generan por primera vez en mucho tiempo una esperanza; la de que las restricciones, sanciones, condicionantes morales y la radical ignorancia que han mantenido a la sexualidad femenina en tiempos de las cavernas, pueden ser superadas. Es hora de que la mujer adquiera una autonomía sobre su sexualidad, gracias, por ejemplo, al control sobre su propia sexualidad con la aparición de métodos anticonceptivos sobre los que ella tiene el dominio; gracias a la mayor información que puede obtener sobre la operatividad de su anatomía sexual y su lógica deseante; gracias a que, por primera vez, puede mostrarse al mundo como un sujeto diferenciado pero solidario y sentirse además orgullosa de ello, La Segunda Ola Feminista, quizá la más sensata, conciliadora, crítica y universal que hemos conocido hasta ahora, reivindica a la mujer como mujer, no como aquello subsidiario de lo masculino, pero tampoco como aquello antónimo y oposicional del hombre; es aquella que busca que seamos todos los humanos desde nuestras particularidades los que convivamos en paz e igualdad. Betty ve ahí la necesidad de contribuir sinceramente y tiene dos elementos aparentemente sencillos que la hacen extraordinariamente efectiva; sabe tener un orgasmo y no tiene ningún pudor, ninguna cobardía en decirlo y en demostrarlo.
¿Quién era Betty?
Nacida en una población de Kansas en 1929 (nos imaginamos lo que era un pueblo de Kansas en 1929) en una familia sin grandes medios ni aspiraciones pero con una madre que entendió el sexo como un valor de desarrollo de la persona y no como un problema moral, su vida transcurrió sin mucho que reseñar, más allá de sus inclinaciones artísticas y su traslado a Nueva York en 1950, hasta su divorcio en 1965. Es entonces cuando, además de dar rienda a sus libidinales apetencias, empieza su activismo feminista en lo que hoy se conoce como el «feminismo pro-sex», ese que entiende que nuestra condición sexuada en cuanto mujeres, ejercida de manera autónoma, no es una rendición a los dictados patriarcales, sino un valor emancipatorio por el que debe pasar nuestra toma real de posición en la sociedad y que nuestra libertad sexual es un eje sobre el que debe pivotar nuestra libertad social. Así que, sin grandes estudios, diplomas o tesis, Betty se arma con un legendario vibrador Hitachi y sus cuadros, en los que representa la infinita variedad de vulvas, para arremeter como un toro enardecido contra los convencionalismos que han mantenido nuestra sexualidad femenina en el mayor de los oscurantismos. Su método: el que las mujeres aprendan a reconocer, mirar y apreciar sus genitales como algo digno, liberador y hedónico. Su objetivo: el orgasmo. Y así conseguir que el mayor número posible de mujeres puedan y tengan capacidad y conocimientos suficientes como para permitirse obtener un orgasmo. Es en 1968 cuando, tras una exposición en una galería de arte neoyorquina, en la que no solo muestra a los asistentes sus pinturas, sino también su vulva, su vagina y cómo estimularse convenientemente, se inicia el escándalo y se muestra la sorprendente eficacia revolucionaria de su determinación. A partir de ahí, y durante décadas, hasta su fallecimiento en 2020, impartirá talleres en los que se reúnen un grupo de mujeres, se les provee de un espejito para verse los bajos y un estimulador genital y, bajo la supervisión de Betty y los aportes de las distintas participantes, podrán aprender en grupo a procurarse un orgasmo. Dodson deviene una celebridad, sus talleres están a rebosar y los medios se la disputan.
El cuerpo de Betty: Su mejor arma
Alguien podría pensar que, con eso, lo único que se consigue es algo así como una «cofradía de pajilleras» y que el autoerotismo deviene una cumbre discriminatoria e individualista de la sexualidad femenina, pero ese «alguien» ni sabe mucho del hecho sexual humano ni es sexólogo. Cincuenta años desde la iniciativa de Betty, los sexólogos seguimos teniendo las consultas llenas de mujeres de todas las edades que, pese a la ingente cháchara sobre la «liberación» que circula, siguen teniendo dificultades para abrir esa primera puerta del desarrollo de su sexualidad. Nuestro proceso de atención sigue siendo el mismo de antaño, aunque sin el descaro de ver y tocar de Betty; aprende desde ti misma a conocer tu cuerpo y tus reacciones, localiza las áreas inductoras del placer, provéete de un estimulador conveniente a tu desarrollo, relájate y mastúrbate sin marcar más finalidad que el proceso.
El orgasmo se desplegará, tarde o temprano, por sí solo. Y todas las sexólogas lo hacemos porque entre nuestras funciones, y más allá de la retribución de la consulta o de nuestra reputación como terapeutas, está algo que creemos mucho más importante que nosotras mismas; el que un ser humano viva en plenitud. Lo mismo que creyó esa mujer que, un día, armada no de un Kaláshnikov, sino de su cuerpo, de su arrojo y de un complementario estimulador, pensó que lo importante no era lo que la causa podía hacer por ella sino lo que ella podía aportar a la causa. Un pensamiento revolucionario que, para el bien de todos, no acabó esta vez de un tiro.
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