Il n’y a pas d’amour, il n’y a que des preuves d’amour.
«No existe el amor, solo hay pruebas de amor».
Pierre Reverdy
Las historias de amor de gente anónima suelen superar, con creces (o, al menos, a mí siempre me lo ha parecido), las alegrías y/o desavenencias amorosas de las parejas famosas. Y es que tienen una particularidad; no están escondidas detrás del «espectáculo» que el famoseo les puede otorgar. Que sean de verdad o no, las historias de amor de famosos nos hacen llorar, soñar, envidiar, pero siempre hay un rincón en lo más hondo de todos nosotros que nos hace dudar sobre su verosimilitud. Será justo o no, no lo sé, pero sí sé que es inevitable. Además, el filtro de los tabloides y el photoshop «mental» tampoco ayudan.
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Las historias de amor de gente anónima nos hacen pisar el terreno de lo familiar, de «eso ya lo he vivido» o «eso lo podría vivir»; del efecto espejo, de la complicidad que sentimos con los protagonistas. Gente como tú y yo. Historias increíbles de gente corriente que, en su vivir diario y en el amor, tienen una excepcionalidad que no consideramos como tal. Porque son tú y yo…
Esta es una de esas historias; podría ser la mía porque, en el amor, una solo se suele escribir a sí misma.
Un relato de amor infinito, entre fustas y grilletes
N. de la A.: esta historia está basada en hechos reales. Los nombres de los personajes han sido cambiados para proteger su intimidad.
Cuando conocí a Arnold, debo reconocer que me impresionó. No solamente su desnudez lechosa de un metro noventa y cinco, su acento germánico y su voz cavernosa. Tampoco su rostro tapado por una máscara de cuero y los pies y las manos atadas a un potro de castigo. No. Lo que más me llamó la atención fue su gran seguridad, a la par de una serenidad que llenaba el ambiente, sus ganas de pasarlo bien en la mazmorra de una amiga mía dominatrix y su edad avanzada.
En aquella época, yo estaba preparando un libro y, en esa primera fase de creatividad, estaba ávida de historias que pudieran alimentar mi imaginario erótico. Pensé que Arnold sería una gran fuente de inspiración de orden, digamos, sexual. Al final, su historia resultó ser un magnífico relato de ternura y complicidad. La historia de un gran amor que todo lo puede, que está por encima de todas las cosas. Una historia que me encontré en una mazmorra, entre fustas, grilletes y olor a cuerpos sudados.
El amor y el sexo no van necesariamente de la mano. O sí…
A un hombre de setenta años se le supone una gran experiencia de vida, y ese era el caso de Arnold. Llevaba cuarenta años casado. Anteriormente, había tenido las típicas aventuras más o menos afortunadas y ya era padre de tres hijos. Mientras me relataba su historia, se le veía tremendamente feliz y pensé, al principio, que todo eso estaba muy bien pero ¿qué pintaba aquí, en una mazmorra? Ya. Amor y sexo no siempre van de la mano, lo sabemos todos, por mucho que nos cueste imaginarnos al lado de alguien durante cuarenta años y desconociendo sus gustos sexuales. En aquella época, me quedaba un largo camino por recorrer en el mundo de la sexología y algunos conceptos no estaban del todo asentados en mi cabeza. Era un work in progress, como se suele decir ahora. Cuando le hice la pregunta, Arnold me miró con mucha ternura y me respondió con otra:
–¿Qué te hace pensar que mi mujer no sabe nada de mis actividades eróticas fuera de casa?
Touché. No es que no hubiese pensado en ello, sino que había descartado esa posibilidad. Quizá por el tipo de erótica que practicaba Arnold, todavía incomprendida y sepultada bajo un sinfín de prejuicios.
Frente a mi desconcierto, Arnold volvió a tomar la palabra y, de manera pausada, me contó que su mujer sabía perfectamente dónde se encontraba a esa hora, con quién y lo que estaba haciendo. Tenían un pacto y Arnold lo cumplía a rajatabla.
Cuando el amor es grande, las adversidades, sean cuales sean, deberían volatilizarse
Cuando Arnold conoció a Ingrid, la mujer con la que iba a compartir su vida, ya practicaba el BDSM, pero no le dijo nada en un primer momento. No porque se sintiera un pervertido, sino porque temía perder a Ingrid. Se había enamorado locamente de ella y no concebía ni por un momento pasar el resto de sus días sin su sonrisa franca y su mirada celeste, por culpa de sus calentones sadomaso. Me confesó que, en aquella época, subestimaba la capacidad de entendimiento de su mujer y eso es lo que más le hizo sufrir. En el fondo, los prejuicios los tenía él sobre ella. Así que, tomó la decisión de seguir practicando el BDSM, pero a escondidas de Ingrid. El sexo vainilla también le gustaba mucho pero, de vez en cuando, adoraba sentirse sometido por una mujer muchísimo más joven que él. Claro que podía pasar largas temporadas sin acudir a una fiesta femdom, pero su deseo de explorar y conocer sus límites volvía a hacer de las suyas y, cuando ya no podía reprimirse más, volvía a mentir a Ingrid para poder bajar de nuevo a las catacumbas del placer.
El amor es ética
A estas alturas del relato, pensé que Arnold iba a explicarme cómo Ingrid había descubierto el secreto tan bien guardado de su marido. Pero no fue así. Todavía recuerdo el brillo que sus ojos desprendieron cuando me reveló que, un día, harto de mentir a la mujer a la que amaba con locura, de no poder compartir sus preferencias sexuales con su adorable Ingrid, decidió decirle la verdad. Era una locura pero las mentiras y el reprimirse más de lo habitual estaban haciendo más estragos en la pareja que cualquier sesión BDSM hardcore. Además, Arnold estaba totalmente convencido que, tarde o temprano, Ingrid se iba a enterar. Y eso no lo podía permitir. Tenía que enterarse por él.
Arnold se acordaba perfectamente del pequeño restaurante berlinés donde invitó a cenar a Ingrid, aquella noche de niebla. Una noche que, sin duda, iba a marcarle más que todos los fustazos en la piel. Marcas indelebles de pérdida, que se adentran para carcomerte. Que llenan los pulmones y ahogan lentamente. Que asfixian. Ya no era un juego de rol. Esa noche, Arnold tenía una partida de ruleta rusa.
Enganchada a su relato, yo también podía notar cómo se me cerraba la garganta. Entendía la terrible angustia que suponía para él una revelación de esta índole. Lo tenía todo; un matrimonio feliz, tres hijos maravillosos, un estatus social envidiable. Pero Arnold no podía seguir así.
Las palabras salieron de la boca de Arnold a trompicones. No quería parar de hablar, no sabía si luego iba a tener el valor de contarle todo a Ingrid. Así que habló y habló hasta que se quedó sin saliva. Y acto seguido, bajó la mirada.
Ingrid acercó su mano y le levantó la barbilla, como haría una madre a un niño travieso. O bien para besarle o bien para reñirle. Pero le sonrió.
Amar es negociar permanentemente
Ingrid ya lo sabía. Había encontrado en una bolsa de deporte que Arnold había escondido en viejas cajas de mudanza, ataduras varias, ropa de cuero y una pequeña agenda telefónica. Y estaba esperando que su marido tomara la iniciativa de contárselo en un plazo razonable. Y aquel día, Arnold lo había hecho. Por eso le sonreía.
–A mí, el BDSM no me va –le dijo suavemente Ingrid.
Arnold ya lo sabía porque, en una ocasión, preguntó su opinión sobre esta erótica. Ella fue categórica. No le gustaba.
Pero esa noche, ella entendió que muchas veces el amor entre dos personas surgía no por tener, como muchos piensan, los mismos gustos y compartir las mismas actividades, sino por odiar las mismas cosas. Odiaban ambos la mentira y el hacer daño al otro. Así que llegaron a un acuerdo.
–Desde entonces, voy «al teatro» cada quince días –me dijo Arnold, pícaro, mirando a mi amiga.
Le sonreí y le cogí la mano.
–¡Ah! Y por supuesto, Ingrid me compra ahora la ropa de cuero para mis sesiones. Dice que tengo un gusto pésimo en este sentido. Eso sí que nos pone a los dos.
Se levantó, recogió su bolsa de deporte y me dio un beso en la mejilla.
Fue la primera y última vez que me crucé con él.