Relatos eróticos

Una historia bondage (III): La venganza – Relato erótico

Estás a punto de leer un refinado relato cuckold, es decir, una historia de sexo cuyo estilo se aparta de esos clásicos «relatos de cornudos», para explorar con sensualidad las mieles de la conducta voyeur, asociada con el candaulismo y el juego bondage consentido.

Si deseas comenzar por los relatos previos de esta serie, puedes hacerlo aquí:
Una historia bondage (I): las consecuencias – Relato erótico
Una historia bondage (II): el castigo – Relato erótico

En La venganza, Carolina y Miguel se siguen recreando en sus fantasías.

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Relatos eróticos

Una historia bondage (III): La venganza

Carolina lanzó una mirada insinuante por encima de la pantalla del ordenador hacia su jefe. Martín había encontrado mil y una excusas para acercarse a visitarla aquella semana. El coqueteo subía de nivel a medida que pasaban los días, y las ganas de devolverle la jugada a Miguel, tras la sesión del fin de semana, le dieron alas para ser más audaz y directa.

Cada noche, había recordado la sensación de impotencia y deseo frustrado. Cada vez que se masturbaba, revivía una y otra vez el brutal orgasmo con el que había acabado la sesión de bondage. Le debía a Miguel un poco de sufrimiento. Una pequeña venganza.

Ahora sería cuestión de tiempo y algo de suerte poder llevar a cabo su plan: tenía a Martín justo donde quería, y estaba segura de que no tendría reparos en participar en el juego. Siempre existió buena química entre ellos, pero Carolina había mantenido una distancia prudencial. No solo por respetar la vieja y útil política de no mezclar trabajo y placer, sino porque Martín contaba con cierta… reputación.

Carolina no necesitó demasiado tiempo para mostrar sus cartas.

La noche del miércoles tuvo que quedarse trabajando en unos diseños hasta bien entrada la noche. Pensaba que no quedaría nadie en la oficina cuando Martín se acercó con un par de cafés. Faltó muy poco para que acabaran follando encima de la mesa de su despacho, pero ella lo detuvo en el momento justo.

—Sabes que tengo pareja.

Martín se había encogido de hombros.

—No soy celoso —le contestó, arrastrando la falda por encima de sus muslos hasta descubrir los enganches de su liguero.

Estaba intrigada por el modo en que Martín la había tocado. Un tacto de porcelana, suave y delicado sobre su piel, tan diferente del de las manos firmes de Miguel. Sería interesante poder compararlos al mismo tiempo.

—Entonces no te importará que, si follamos, Miguel esté presente.

La actitud directa de Carolina desconcertó a Martín, pero tan solo durante un segundo. La observó detenidamente con los ojos azules, como para esperar confirmación sobre la veracidad de sus palabras. Ella le sostuvo la mirada sin vacilación y abrió las piernas, invitadora, mostrando su sexo. No llevaba ropa interior, tal y como Miguel le había ordenado. Martin esbozó una sonrisa torcida que implicaba haber entendido a la perfección: el juego sería a tres bandas. No la tocó más, y asintió sin decir nada. Bebió el café lentamente, con la vista fijada entre sus muslos, y solo lanzó una pregunta.

—¿Cuándo?

—El viernes—contestó ella.

No necesitaron más. Después de aquello, Martín dejó de buscar excusas para ir a verla. A base de miradas y pequeños roces, ambos confirmaban que la invitación seguía en pie.

Miguel se mostró de acuerdo en incluirlo, era algo que ya habían hablado entre ellos. Una de las muchas fantasías que planeaban cumplir juntos. Solo quedaba esperar.

El viernes fueron a la copa después del trabajo. No había ninguna prisa y Martín charló con todos como siempre. De manera magistral, les dedicó un poco de su tiempo buscando dejar a Carolina para el final. Ya se habían ido casi todos cuando Miguel los encontró apoyados en la barra.

—Eres Miguel, ¿no? —Martín mostraba una seguridad apabullante, y Carolina escondió una sonrisa al ver el choque de aquellos dos machos alfa. Miguel le estrechó la mano con decisión y deslizó los dedos, posesivo, sobre la cadera de Carolina.

—Hola, Martín.

Ninguno de los tres tenía demasiadas ganas de charla. Carolina percibía la tensión de Miguel, que irradiaba esa extraña energía sexual de siempre. A Martín lo conocía poco en ese aspecto, pero mientras iban en el taxi de camino a su apartamento, quedó patente que estaba excitado. Lo comprobó al posar la mano sobre su bragueta. Aquello prometía.

Los hizo entrar en su pequeño estudio. Su mano de decoradora  se podía ver en el ambiente. Líneas puras y colores muy claros, que sin embargo daban una sensación de calidez.

—¿Otra copa? —ofreció, deshaciéndose de su chaqueta y de los tacones de camino a la cocina. Los dos hombres asintieron. Carolina les señaló el sofá. Martín se sentó, apoyando el talón en una rodilla y extendiendo los brazos sobre el respaldo. Miguel se quedó de pie. Parecía estudiar la situación.

Carolina le tendió un whisky con hielo a Miguel y le dio un beso en los labios. Rozó con la lengua su boca, saboreando el amargor de la malta, y deslizó los dedos por su camisa y hasta el pantalón. También estaba en erección, pero se dirigió hacia Martín, dejó su vaso sobre la mesa auxiliar y se sentó sobre sus muslos.

—Continúa donde lo dejaste el miércoles —le retó. Sentía los ojos de Miguel clavados en su nuca y se volvió hacia él.

—Ven, Miguel.

—Prefiero mirar —respondió él, pasando el dedo por el filo del vaso de cristal.  Carolina sonrió. Miguel era un voyeur por excelencia. Juntos habían visto varias veces a otras parejas tener sexo y sabía que eso lo excitaba, pero Carolina quería ir un paso más allá. Además, tenía que llevar a cabo su pequeña venganza.

—¿Solo mirar? De acuerdo —concedió, levantándose del regazo de Martín para coger su bolso—. Pero lo harás desde aquí.

Le señaló una de las sillas de cuero que acompañaban al sofá. Miguel se sentó en ella, y le hizo una seña para que volviese junto a Martín. Pero Carolina negó lentamente con la cabeza. Faltaba algo importante.

—No Miguel. Tengo que asegurarme de que solo miras, ¿recuerdas? —Sacó de su bolso unas esposas de bisagra. Hacía mucho tiempo que no las usaban. Miguel sonrió al recordar sus primeros encuentros y adoptó la posición habitual con las manos atrás, rodeando el respaldo.

Carolina lo esposó, pero ahora no tenía por qué cumplir la otra regla con la que habían empezado a jugar: nada de tocarse. Así que deslizó los dedos por los brazos de Miguel, le abrió los botones de la camisa, y comenzó  a acariciar sus pectorales. Hundió las yemas en sus músculos. Era adictivo. Martín hizo el amago de levantarse para unirse a ellos, pero Carolina lo fulminó con la mirada.

—Quédate donde estás. Ahora me ocupo de ti.

Primero tenía que dejar a Miguel al borde del orgasmo. Se sentó a horcajadas en sus piernas y se pegó a él. Su vestido ascendió por sus caderas, dejando al descubierto su sexo.

—Has cumplido —murmuró Miguel, al sentir su entrepierna desnuda.

—Todos los días —confirmó Carolina.

—El aroma era para volverse loco —declaró Martín, sorprendiéndolos a ambos—. Podía identificar la mezcla de tu perfume y tu sexo en cualquier rincón de la oficina.

Carolina se volvió hacia él. Martín la miraba con los ojos azules entornados, los labios entreabiertos en un gesto decadente, y las manos entretenidas en desabrocharse los pantalones. Ella empezó a moverse sobre la erección de Miguel, pero no podía apartar los ojos de Martín, que mostró su pene erecto y comenzó a masturbarse delante de ambos. Carolina estaba fascinada con la visión de los movimientos rítmicos de su mano y se dio cuenta de que se estaba moviendo con la misma cadencia sobre Miguel, que jadeaba excitado.

Le costó apartar los ojos de Martin, pero tenía que ocuparse del hombre que esperaba entre sus muslos. Desabrochó uno a uno los botones de los vaqueros de Miguel, rozando de manera deliberada con los nudillos su pene en tensión, paseó los dedos por encima, presionando y tanteando, y encontró por debajo de la tela del bóxer el glande lubricado. Apretó hasta hacerlo gemir de nuevo, y Miguel adelantó el tórax hacia ella, buscando el contacto. Esa era la señal que Carolina había esperado. Se metió los dedos en su boca para limpiar la humedad, y negó con la cabeza.

—No, Miguel. Prefieres mirar. Pues mira.

Él apretó los labios y Carolina sonrió, perversa. Miguel moriría antes de aceptar que se había equivocado en su elección, lo conocía muy bien, así que se levantó, y a pocos centímetros de él, dándole la espalda y mirando hacia Martín, se quitó el sencillo vestido negro. Quedó desnuda frente a ellos.

—No pierdes el tiempo —observó Martin, que no había parado en ningún momento de masturbarse mientras disfrutaba del espectáculo entre Miguel y Carolina. Él también apreciaba mirar, pero ahora prefería pasar a la acción.

Carolina no contestó, pero le dio la razón volviendo junto a él. Desabrochó su camisa con curiosidad, descubriendo un tórax potente, marcado y depilado. Le bajó los pantalones y el bóxer, y comprobó que el resto de su cuerpo estaba igual de trabajado. Disfrutó de la sensación de la piel suave, tan distinta de la de Miguel.

Martín se dejaba hacer, pero de pronto, Carolina sintió el deslizar de sus dedos, lentos y pausados, sobre su espalda. Un escalofrío la recorrió de arriba abajo: su cuerpo desconocía y a la vez reaccionaba ante la caricia. Sin saber por qué, se excitó más de lo que pudo imaginar. Intentó precipitar un beso, pero Martín controló el contacto con suavidad, llevándola a saborear su boca mezclada con whisky, y Carolina se perdió en ella.  Sus caricias la hicieron ser más consciente del roce de su pene entre sus labios vaginales, ya hinchados y lubricados, del dorso de sus manos rozando sus pezones, y de los movimientos sinuosos, casi felinos, que buscaban penetrarla. Ya se había puesto un condón y Carolina agradeció el gesto. Estaba tan excitada que no se vía capaz de parar, intrigada por la enloquecedora cadencia de su pelvis.

Miguel, por unos minutos, quedó olvidado.

Carolina se entregó al vaivén hipnotizador de Martín, que pese a estar bajo ella, llevaba la voz cantante. La penetró tan solo un par de centímetros e insistió en presionar sobre la zona más sensible de su interior. Carolina se aferró a sus bíceps, mientras se dejaba llevar. Martín la empujó con suavidad hasta que se hundió en ella por completo. Ella se quedó quieta, acomodándose a su envergadura, con los ojos clavados en los azules y serenos de Martín, que la sujetaba de las caderas con fuerza. Comenzó a moverse lentamente y Carolina sintió su clítoris palpitar. Su interior comenzó a contraerse, abrazando la erección de Martín, que protestó con un gruñido. Fue la señal para aumentar el ritmo. Las caderas de Martín comenzaron a moverse a mayor velocidad, pero en círculos amplios y controlados, y Carolina exhaló un grito. Un pulgar de Martín llegó hasta su clítoris y lo frotó con delicadeza.

Carolina ronroneó al dejarse caer en un orgasmo intenso, largo y lento. El placer se derramó en su cuerpo en oleadas de lava caliente. Casi no se dio cuenta de que él se había corrido al mismo tiempo y que ahora la sostenía entre sus brazos. La dulzura del gesto la sorprendió también. No se lo había esperado. La intimidad del momento la abrumó y se separó de Martín, recordando que Miguel los miraba.

Caminó hacia él. La erección lucía rabiosa y hercúlea sobre su abdomen. Tuvo que reprimir  el impulso de cabalgar sobre él y aliviarlo. Pero no. Su venganza recién empezaba y le quitó las esposas, sin tocarlo.

Martín había terminado de abrocharse la camisa y subirse los pantalones, y se bebía el resto del whisky a sorbos. Para él había sido suficiente.

Carolina se volvió hacia ambos desde la puerta del cuarto de baño.

—Ha sido un auténtico placer, Martín.

—El placer ha sido todo mío —respondió él, con una satisfacción lánguida todavía bailando en su voz—. Miguel —dijo a modo de despedida, acompañado de un gesto cómplice de la cabeza. Se marchó sin decir nada más, tras darle a Carolina un beso en los labios. Era un experto en el juego. No exigía nada ni confundía las cosas. No era frialdad: era conveniencia. Un tercero perfecto para incluir en próximos juegos.

En la ducha, Carolina sonrió cuando sintió el picaporte del cuarto de baño. Había cerrado la puerta con pestillo. Un cuarto de hora después, no pudo evitar una risita triunfante cuando escuchó la puerta de entrada cerrarse. Miguel por fin se había marchado.

Ya puedes continuar con la última parte aquí: Una historia bondage (IV): Tablas – Relato erótico