Relatos eróticos

Una historia bondage (II): El castigo – Relato erótico

El mundo de Carolina y Miguel se amplía en este segundo relato erótico, en el que Mimmi Kass nos conduce hacia los tortuosos placeres del edging y el bondage. El castigo no es una simple continuación de la elegante historia erótica Las consecuencias, es también un relato de dominación donde descubriréis la complicidad y apetitos que despiertan los juegos eróticos en pareja. Y es que una de las mejores cosas que tiene la madurez sexual es saber jugar… a dominar y ser dominados.

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Una historia bondage (II): El castigo

Nunca antes la habían atado.

Carolina estaba a punto de abrirle la puerta de su sumisión, una cesión de poder que ella apenas conocía. Miguel disfrutaba haciéndola esperar. Jugaba con su voluntad de la misma manera que jugueteaba con las cintas de seda entre sus dedos. Ella saboreaba la incertidumbre, arqueada en la posición indicada. Aguardaba con impaciencia el momento en que él la inmovilizara.

Lanzó una mirada hacia la escalera, ansiosa por subir ya a la habitación, pero no se movieron de donde estaban.

Sin darle tregua, Miguel volvió a estrecharla contra la puerta de entrada. Por un momento, sólo existieron las respiraciones entrecortadas, la humedad de sus lenguas batallando en un duelo de titanes, y la erección presionando su abdomen. Un beso lánguido, lascivo, provocó que Carolina jadeara sin control.

De pronto, todo resquicio de igualdad en la guerra despareció. Miguel la agarró con fuerza de las muñecas y le lanzó una mirada de advertencia, inclinando la balanza a su favor.

—Sabes que te has ganado un castigo.

Carolina permaneció en silencio y se mordió el labio en un intento de ocultar el placer, tintado de cierto temor, que le causaban sus palabras. Asintió sin decir nada, clavando sus ojos verdes en los de Miguel, que la miraban oscuros y llenos de determinación.

—Quédate quieta —ordenó.

Su voz se vistió de esa autoridad que empezaba a generar en ella el impulso irracional de complacerlo. Y obedeció. Se esforzó en permanecer inmóvil pese a que él ya la había soltado, pese a que sus manos clamaban por acariciar su cuerpo y su sexo anhelaba sentirse penetrado.

El tacto casi líquido de la seda fría sobre sus muslos le erizó la piel. Miguel deslizó la suave tela por su monte de Venus, con lentitud premeditada. Ascendió por su abdomen, y rozó sus pezones. Después, siguió por su cuello y Carolina ladeó la cabeza, suspirando excitada, a la espera de su próximo movimiento.

—Quieta —insistió Miguel, al ver que temblaba. Continuó su camino por el delicado interior de sus brazos, y le rodeó las muñecas con las cintas. Carolina forcejeó, intentó separar las manos, pero la tela se clavó en su piel. Miguel esbozó una sonrisa torcida al comprobar su lucha y tiró de los extremos de las cintas para acercarla a él.

Carolina inhaló con violencia cuando, inesperadamente, él abrió la puerta de entrada. Una bocanada de aire gélido colisionó en un contraste brutal con el calor de su cuerpo. Se preguntó, atemorizada por un segundo, dónde pensaba llevarla. Ni siquiera habían salido del vestíbulo. Pero Miguel volvió a cerrar y las ataduras quedaron enganchadas entre el marco y la puerta. Ahora, los brazos de Carolina colgaban de ellas y, sorprendida, volvió a forcejear. No consiguió nada. La adrenalina inundó su torrente sanguíneo. Estaba inmovilizada por completo.

—No vas a ir a ninguna parte —susurró Miguel.

El saberse indefensa, junto a la voz de terciopelo y la sonrisa perversa de Miguel la excitaron aún más. Frotó sus muslos uno contra otro en un intento de calmar el deseo. Él percibió el gesto y deslizó una mano cálida por su piel hasta curvarla con fuerza contra su entrepierna. Carolina exhaló un gemido de alivio y cerró los ojos. Era exactamente lo que necesitaba.

—Me fascina ver lo mojada que estás. Pero ahora vas a sufrir —murmuró, acariciando con dedos firmes y suaves su entrada húmeda, y apoyando el talón de la mano sobre su clítoris—. Antes de que termine contigo vas a suplicar, Carolina.  Antes de que se acabe la noche, te aseguro que vas a rogar que te folle. —Miguel hizo una pausa, intensificando el trabajo de su mano, para recalcar el significado de sus palabras. Sus labios adquirieron un gesto depredador—. Vas a pagar muy caros esos arañazos.

Ella ignoró la amenaza. Estaba demasiado pendiente de esa mano en su sexo y arqueó la espalda, sujetándose de las cintas. Era delicioso. Las yemas de los masculinos dedos de Miguel acariciaban con dedicación la hendidura entre sus pliegues, con cadencia, haciendo que su pelvis se convirtiera en miel caliente. Con la otra mano, recorrió su abdomen, dibujó el contorno de sus costillas y llegó a un pezón.

—Ah… cabrón… —jadeó Carolina al sentir el pellizco sobre la sensible cima. El dolor, mezclado con el placer, la inundaron en una corriente eléctrica.

Él sonrió, masajeando la zona dolorida con la palma hasta que ella volvió a gemir, extasiada. Tener los brazos en alto exponía aún más sus pechos, y Miguel sabía aprovechar bien todas las ventajas. Añadió otro punto más de placer cuando le selló los labios con su boca tibia. Por un momento, la sobrecarga de estímulos fue demasiado. Carolina creyó que perdería el sentido: la mano infatigable sobre su sexo, la otra castigando sus pezones, y la lengua y los labios laxos, pero exigentes, sobre la boca. El orgasmo se acercaba de manera violenta y gimió, moviendo las caderas para aumentar la fricción. Solo necesitaba un poco más. Unos segundos más, un roce más, unos milímetros más para dejarse caer y liberar toda la contención de aquella semana, en la que tuvo prohibido tocarse.

Pero un castigo es un castigo.

Miguel rompió el contacto de manera brusca, arrancándose de ella. Carolina masculló una protesta e intentó avanzar hacia él, hambrienta, en un movimiento involuntario que se vio retenido por las ataduras.

—Cabrón… —repitió, sin fuerzas, clamando por un clímax y el sudor brotando de su piel.

Miguel volvió a acercarse y esbozó una sonrisa tenue, casi condescendiente. Deslizó las manos por el contorno de su silueta y se detuvo en su cintura, fijándola contra la puerta. Ella volvió a cerrar los muslos en otro intento desesperado por aliviarse, pero él, de nuevo, descubrió sus intenciones.

—Niña malcriada… te he dicho que no te muevas. —Carolina volvió a gemir, su voz era adictiva. Casi podía sentir la lengua en su interior. Dejarse caer en la autoridad de sus palabras la excitaba aún más—. Abre las piernas.

Miguel se alejó y ella abrió los ojos, sorprendida por su abandono. No fue muy lejos. Lo vio traer una barra separadora de la que pendían dos tobilleras.

—¡No! —protestó, en un intento inútil de detenerlo. Pero Miguel se arrodilló frente a ella y fijó sus tobillos sin dificultad, separándolos alrededor de un metro. Ahora no podía cerrar las piernas y se sentía más expuesta que nunca. Carolina percibió la humedad caliente descender por la piel sensible del interior de sus muslos y se retorció al sentir el aliento cálido de la boca masculina, situada a tan solo unos milímetros de su sexo.

—¡Miguel! —gritó, cuando él hundió la cara entre sus piernas.

Carolina se tensó como la cuerda de un arco. La lengua recorrió sus labios  y lamió su hendidura de camino hacia el clítoris, libando una y otra vez con lentitud enloquecedora. Ella tiró de las cintas, ansiando enterrar los dedos en su pelo, pero las ataduras frustraban sus esfuerzos. Miguel la aferró del trasero, inmovilizándola aún más,  para dejarla completamente a su merced mientras su lengua la penetraba de manera infatigable. Carolina cerró los ojos, conteniendo los jadeos. Intentaba controlar su instinto con todos los medios a su alcance, racionalizar la excitación y las sensaciones para evitar la carrera desesperada hacia el orgasmo, pero Miguel no le permitía pensar. Cuando sintió los dedos incursionar entre sus glúteos, dejó escapar un grito. Él empapó las yemas en su humedad y tanteó en su orificio anal, recrudeciendo la placentera tortura. La penetró tan sólo unos centímetros, mientras su entrada vaginal era paladeada por la lengua. El orgasmo pendía de nuevo de un delgado hilo de voluntad y el gruñir excitado de Miguel la hizo retorcerse hasta el dolor.

—Fóllame…—dejó escapar Carolina. Se mordió los labios con fuerza al escuchar su propia voz, sin reconocerse. Ella jamás pedía nada. Jamás se rebajaba. Miguel hundió dos dedos en su sexo, mientras la lengua seguía lamiendo su clítoris, y buscó la pared anterior de la vagina, acariciando con pericia el punto más sensible de su interior—. ¡Miguel! —gritó de nuevo, incapaz de resistirse, y enroscando las manos en la seda, desesperada por encontrar un asidero.

Él se apartó ligeramente y, con voz ronca, la impelió a suplicar.

—Quiero que ruegues, Carolina.

—¡Estás loco! —escupió ella—. ¡Ah! —volvió a gemir con fuerza, cuando él intensificó el trabajo en su interior.

—Pídemelo, Carolina, o te juro que te voy a dejar a medias.

Ella soltó un bufido de desdén, pero no pudo hacer nada por ocultar su lucha. Miguel apoyó de nuevo la boca sobre su sexo y succionó su clítoris con fruición. Carolina se envaró entre sollozos. Las lágrimas se deslizaban por sus sienes, sus piernas apenas podían sostenerla, y su interior se contrajo rítmicamente de manera involuntaria. Necesitaba esa liberación.

—Fóllame… —dijo en un susurro casi imperceptible. Miguel se retiró de su cuerpo de nuevo, y Carolina gimió, presa de la desesperación.

—¿Qué quieres, Carolina? Dímelo.

—Fóllame. Ahora. Fóllame, fóllame, fóllame… —murmuró en un estacato agónico.

Miguel se incorporó con esa sonrisa que la condenaría al infierno, y se desabrochó el pantalón con brusquedad. La visión de su erección, que brotó sobre el bóxer negro como un regalo, hizo que Carolina se deshiciera en deseo.

—Así no se piden las cosas, Carolina —dijo él, casi cruel, acariciándola con el glande por encima de su clítoris. Muy cerca, pero sin llegar a tocarlo. Ella se estremeció entre gemidos—. Pídelo por favor.

—Por favor, Miguel. Por favor. Por favor —obedeció ella, ahora sin ningún reparo. Había perdido toda contención. Cualquier atisbo de vergüenza había desaparecido. Necesitaba sentirlo dentro. Necesitaba esa liberación.

Miguel se puso un condón y, sin piedad, se enterró en ella en un solo y certero movimiento. El grito de alivio mezclado con dolor, que Carolina exhaló, le hizo perder el control. Comenzó a moverse en su interior como un salvaje, levantándola sobre las puntas de los pies, y golpeando su cuerpo contra la puerta. Carolina sentía que el mundo desparecía bajo sus pies. Estaba entregada. Haría cualquier cosa que él le pidiera. Sus gritos llamándolo por su nombre y pidiendo más se mezclaban con los gruñidos primitivos de él, cuando ambos se vieron arrastrados por la furia de un clímax abrasador.

Por un momento, se desconectaron de la realidad y se volvieron instinto, dos animales exhaustos a merced de la pasión. El depredador y su presa. El ganador y la vencida.

Carolina ni siquiera percibió que Miguel ya había liberado sus tobillos y manos. Desmadejada como una muñeca de trapo, se dejó caer entre sus brazos masculinos, que la cargaron en dirección a la habitación. Miguel no dijo ni una sola palabra. Había conseguido su rendición y los arañazos de su espalda habían sido redimidos con creces. Ahora, sonreía vencedor mientras la llevaba hasta la cama. Todavía quedaba mucha noche por delante.

Ya puedes continuar con la tercera parte aquí: Una historia bondage (III): La venganza – Relatos eróticos

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