Relatos eróticos

Sus fantasías swinger o de cómo nos convertimos en una pareja liberal

Estabas a estilo perrito, rodeada por amigos que me preguntaban cómo te llamabas.

–Raquel. Se llama Raquel. ¿Veis cómo se mueve? Es toda una amazona… –les decía–.

Todos desnudos formando un corro, masturbándonos alrededor del show. Y esos dos extraños te penetraban a la vez, mientras asías otra enorme y dura verga. Casi no podías continuar del placer que estabas recibiendo y, en ese momento, aparté a todos y terminé penetrándote y masturbándome sobre tu espalda –confesó mi marido al despertarse con una erección–.

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Relatos eróticos

Yo soy esa Raquel que estaba siendo compartida en los sueños húmedos de mi esposo. Eso no me molestaba, de hecho, me ponía a cien. Aunque, en aquel momento, no era consciente de lo que me iba a excitar que nos convirtiéramos en una pareja liberal. Y tampoco sabía todo lo que habría de ocurrir antes de ponernos orgullosamente la etiqueta swinger.

Cuando una mujer casada y con hijos pasa los 35 años, se enfrenta a un arsenal de fantasías que no ha llevado a cabo. No sólo soy yo; mis amigas me cuentan relatos de sus fantasías eróticas que no son sino una lucha constante por congelar el tiempo para hacer todo lo que tenían que haber hecho con aquel, con ese y con el que nunca se atrevieron a cruzar una palabra. Es una batalla que todas lidiamos contra el pasado, y frente a nuestras presentes y depravadas ensoñaciones. Y por si esa lucha fuera poca, ahora descubro que mi marido tiene fantasías mucho más pervertidas que las mías.

–¿En serio? ¿Te has excitado con un sueño en el que tu mujer tenía sexo con extraños mientras tus amigos y tú os masturbabais alrededor? –pregunté indignada… y enormemente excitada–.

Guille calló por vergüenza, creo. Pero así empezó todo. Porque las mujeres somos persistentes. Porque la mayoría sabemos buscar lo que queremos y compartirlo con quienes queremos. Y porque cuando alcanzamos una edad, perdemos esa maldita vergüenza que nos ha perseguido toda la vida, enganchándose al alma durante años vacíos de nuevas sensaciones íntimas… y repletos en tierna dedicación con nuestras familias. Es la válvula de escape de la olla exprés de los sentimientos de madres que quieren follar como adolescentes, con nuestros sensualmente ausentes maridos.

Guille no iba a mover un dedo. Su natural introversión y su artificial vergüenza anquilosaban nuestro matrimonio. Tuve que ser yo la que propusiera y organizara escapadas sexuales. Cada dos fines de semana, huíamos de Madrid a casas rurales en Ávila y Segovia, donde intentábamos dar rienda suelta a nuestras pulsiones. Era una tarea hercúlea. Una vez que estás acostumbrada a hacer las cosas de una forma, cambiar el chip es casi imposible. Podría culparle; por sus miedos, por sus paralizantes y estúpidos complejos. Pero lo cierto es que yo también estaba hecha a un modo de romanticismo que, en el fondo, en mi pereza erótica, no quería abandonar. Y era en esos momentos en los que me odiaba; por no decirle a viva voz que no me importaba el tamaño de su pene; que me encantaba hacerlo con él; que disfrutaba desde que nos conocimos. Y, en vez de hacerlo, me ataba a la compasión maternal y reprimía las ansías de desnudarle en un sitio público y lamer con devoción su pequeño sexo… Pero, nos amamos. Y eso hizo que siguiéramos intentándolo, a pesar de que ninguna huida estuviera realmente funcionando.

–En vez de Logroño, el próximo finde podríamos ir a un pueblecito de La Rioja que se llama Tricio… He visto que hay casas rurales muy apetecibles en los alrededores, baratas y con jacuzzi. ¿Qué te parece? –le propuse–.

–Bien, vale –respondió lacónico e indolente mientras jugaba una partida de ajedrez online–.

–¿Vamos en coche o cogemos tren y autobús? –inquirí para saber si me estaba prestando atención–.

–Bien, vale –respondió mecánicamente confirmando mi sospecha–.

–Si vamos en bus, ¡me voy a follar a todos los pasajeros y, si me quedan fuerzas, al conductor también! –grité desde el dormitorio–.

Se hizo el silencio. Creo que ahora sí había escuchado lo que había dicho. Siempre me reservaba estas pequeñas puyas para reírme en silencio de su desidia y darle un toque de sarcasmo a su vida contemplativa.

–¿Cariño? –me llamó a los pocos segundos–.

–¿Sí? ¿Quieres algo? –pregunté como si no hubiera dicho nada ofensivo–.

–¿Qué decías de trenes y autobuses? Vamos en coche, ¿no?

Parece que, al menos, ya había logrado captar su atención.

–Sí, Guille. Vamos en coche –dije mientras volvía a su despacho–. La cuestión no es esa, la pregunta es ¿vamos a salir de la monotonía? ¿Vamos a relajar nuestra tensión sexual?

–Bien, vale… –respondió con la impenitente dejadez que nos estaba carcomiendo–. Y antes de que pudiera dar un portazo, continuó: –pero, Sara y Angelito vienen con nosotros.

Por resumir, sé que Sara ha estado engañando a Ángel, al menos, durante los últimos tres años de matrimonio. Y lo sé porque se ha tirado a dos amigos solteros de mi marido. Y ahora, él me estaba diciendo que íbamos a compartir con ellos ¡un fin de semana reservado para nuestro sexo!

–¿Qué? –pregunté mientras la temperatura de la sangre decaía hasta entumecer todo mi cuerpo–.

–Me llamó anteayer, se me olvidó comentártelo… –añadió de soslayo–.

Me giré y sin mediar palabra fui al salón a hacer como si leyese. Cogí un libro y dirigí mi mente hacia otros lares, pero también eran páramos. Por unos instantes, esta vida ya no me pertenecía, ausentándome fríamente del frío mundo, como las esposas decimonónicas semi-vírgenes, casualmente violadas por sus maridos. De repente, mi instinto había desaparecido, se había evaporado durante el proceso de congelación de mi corazón. Pasó un tiempo. No sé cuánto. Y Guille entró en el salón. Se sentó enfrente y me miró fijamente.

–Cariño, confía en mí –me dijo con una seguridad inaudita–. Sé que tenemos que mejorar nuestra relación sexual… Y mucho. Por eso no quiero engañarte. Necesito confesar… –aseveró, haciendo una interminable pausa, para tomar un breve respiro y armarse de fuerzas–. Lo cierto es que siempre he tenido esos sueños. Esas fantasías en las que te imagino gozando con varios hombres, me ofrecen más excitación que el hecho de tener sexo directamente contigo. Sólo cuando te imagino sudorosa y exhausta tras haber tenido innumerables orgasmos con otros hombres, es cuando quiero poseer tu cuerpo…

Continuó narrando todas sus ensoñaciones durante media hora. Yo estaba petrificada. No sabía que decir. No tenía palabras pero, poco a poco, empecé a recuperar mi capacidad racional. Y rompí a llorar…

–¿Es que no te das cuenta de todos los esfuerzos que hago a diario para cuidar nuestro matrimonio? –reproduje el lastimoso cliché entre llantos–.

En realidad, no me daba cuenta de que esa no era la rabia que quería expresar. Deseaba decirle que le amaba pero que tenía que darme más sexo. Que mi cuerpo había cambiado. Que mis sensaciones eran distintas. Que mis anhelos eran, probablemente, más depravados que los suyos y que él debía colmarlos. Pero estaba agotada. Necesitaba descansar.

Recuerdo que al día siguiente no fui a trabajar. Las ideas más extremas se sucedían en mi cabeza; desde un razonable divorcio, hasta un abandono del hogar sin previo aviso. Guille no paraba de llamarme al móvil para saber cómo estaba. Jamás se había preocupado tanto por mí, justo cuando nunca me había importado tan poco que lo hiciera.

Pasaron dos meses en los que hablamos lo justo para que los niños no notasen nada extraño. Por supuesto, la escapada al pueblecito riojano se había cancelado y el sexo sólo hacía acto de presencia en nuestros sueños y en sus erecciones matutinas.

Fue precisamente por la mañana, recién levantada y mientras observaba el pequeño bulto que sobresalía de la sábana, cuando me noté mojada. Mi cuerpo me estaba pidiendo algo para lo que mi mente quizás no estuviera preparada, pero tampoco tenía muchas fuerzas para pensarlo. Analizarme requería un esfuerzo titánico. No iba a pensar.

–Simple y llanamente, actúa… –me dije a mí misma–.

Me bajé las bragas y salté a horcajadas sobre su pecho, despertándole de súbito. Abrí mi sexo frente a su cara y comencé a masturbarme compulsivamente, como si de una tortura se tratara. Creo que tardé 10 segundos en correrme…

–¿Estás bien? –me preguntó mientras recostaba mi cuerpo a su lado, cogiéndome de las caderas con ternura–.

–Sí… Eh… Perdona. No sé qué me ha pasado. He perdido la cabeza –dije realmente avergonzada–.

–¡No te pongas roja! –me dijo esbozando media sonrisa–. ¡Esto es perfecto! ¿No te das cuenta de que has enterrado todos los tabúes en un minuto?

–¿Un minuto? ¿Tanto tiempo ha pasado? –le dije entre risas, mientras intentaba recuperar el resuello–.

Era cierto. Por primera vez, a mis 35 años y aunque sólo fuera durante 10 segundos (¡o un minuto!), había borrado todas las ataduras mentales de un plumazo. O la locura me poseía o yo me había apoderado de mis deseos. Y también parecía que había provocado algo placentero en Guille…

–¿Eso es lo que creo? –le pregunté señalando una mancha líquida que empezaba a dibujarse en la sábana–.

–Ups, parece que sí es lo que crees… –dijo mientras comprobaba que había eyaculado–.

–¡Eres un voyeur!

–Eso es lo que intentaba decirte hace dos meses. ¿Lo entiendes ahora?

–De verdad, ¿no quieres follarte a Sara? Porque eso es lo que pensé cuando me dijiste que los habías invitado sin consultarme. No puedes negarme que ella estará más que dispuesta…

–Sí, Sara estaría más que dispuesta –aseveró, sin dejarme continuar con la retahíla de insultos que iba a proferir sobre ella–. En verdad, Sara no es lo que tú piensas…

–¿Qué pienso?

–Tú crees que ella es una puta o algo así porque se ha acostado con Lilo y Víctor. Pero no es así. Ellos presumen de haberlo hecho, pero no cuentan que fue porque Angelito deseaba observar cómo lo hacían.

–¿Qué? ¿Él es como tú? –pregunté anonadada–.

–Más o menos. Ángel y Sara son una pareja liberal… Swingers, cariño. Y, antes de que digas nada, la respuesta es sí. Sí quiero que probemos a intercambiar parejas…

Por un momento, volví a sentir aquellos escalofríos que había tenido dos meses atrás. Pero, en esta ocasión, la sensación era más placentera. Incluso el vello se erizaba, con efímeras y prontas imágenes que se representaban en mi cabeza.

–¡Vale, hagámoslo! –dije sin ni siquiera tener tiempo para liarme la manta a la cabeza–.

–¡Guau! ¿Segura? No quiero que…

–¿Qué es lo que no quieres? ¿Hay algo que pueda ir peor en nuestro matrimonio? ¡Hagámoslo! Nos amamos. Confiamos el uno en el otro y, sin embargo, no sabemos cómo deleitarnos sexualmente. ¡Hagámoslo!

Guille consiguió organizarlo todo en tan sólo una semana. Y lo hizo por todo lo alto; alquiló una pequeña villa en un pueblecito costero de Ibiza, con un único dormitorio para los cuatro.

A lo largo del viaje, me abrazaba constante e inconscientemente a él. Me sentía indefensa. Al abrir las puertas del chalet, los nervios se habían apoderado de mí y eran totalmente visibles.

–Tranquila –me susurró Sara, cogiéndome del brazo para separarme sutilmente de Guille–. Yo pasé más vergüenza que la que estás pasando tú. Y ya tengo mucha experiencia en esto. Así que no te preocupes, nos lo vamos a pasar muy bien.

Entramos a la casa y soltamos las maletas en el salón. Excepto Sara, que llevó la suya al dormitorio. Nuestros respectivos esposos se habían encargado de comprar unos buenos vinos y ella sirvió dos copas, mientras me empujaba hacia la habitación.

Al parecer, había dedicado la última semana a pasearse por tiendas de lencería para que ambas estuviéramos a la altura de la situación. Comenzó a sacar medias y ligueros de todos los colores, y hasta un par de corsés rojo burdeos. ¡Y yo vistiendo unas braguitas blancas estampadas a juego con el sujetador!

–A ver, desnúdate –me dijo con la copa de vino en la mano–.

–¿Qué? ¿Ahora? –la verdad es que me estaba dando vergüenza después de haber visto aquel despliegue de lencería erótica de primera calidad–.

–Sí tía, quiero ver qué llevas de ropa interior…

No me hice rogar más y me quité el vestido.

–Bueno… –dijo entre dientes y algo decepcionada–. No es muy sexy, pero si te sientes cómoda así, reservaremos las prendas picantes para mañana. ¿Te parece?

–No sé, lo que tú digas –dije como una niña miedosa mientras me intentaba beber los nervios con el vino–.

–Relájate –respondió suavemente para tranquilizarme, al tiempo que se desnudaba–.

Se quedó con los zapatos puestos. Tenía un cuerpo extraño. Era un poco rechoncha y con el pecho pequeño y caído. Pero al tiempo, tenía un gran atractivo físico. No sé si se trataba de ese tinte rosa fucsia del pelo que contrastaba con el moreno de su piel, o simplemente es que ya me la imaginaba como una fiera en la cama.

Me volvió coger del brazo y salimos juntas para decirles que podían entrar al dormitorio.

–Uuuuu… –exclamó Ángel al vernos–. Esto se merece otro vino, ¿no crees Guille?

Entraron al dormitorio y sonrientes me pidieron que me tumbara boca abajo en la cama, de espaldas al escritorio. Era como si ya hubieran concertado lo que se iba a hacer y cómo se iba a producir.

Me inspiró confianza, así que me tumbé mirando de reojo. Mi marido se sentó en una silla con la copa en la mano, mientras Sara se ponía de rodillas a su lado y le abría la bragueta. Ángel se desnudaba en la otra esquina, colgando sus prendas sobre una silla. Pronto, vi su pene erguido. Una sensación sublimemente lasciva recorría mi interior, quemando mis venas, mojando mis braguitas. Volví a girar la cabeza para ver qué estaba pasando con Guille. La melena rosa de Sara se movía incansablemente sobre su entrepierna. Él miraba mi trasero. Cogí un poco más de vino, sin perder la postura.

Bebí un sorbo, pero Ángel recogió mi copa para dejarla sobre la mesilla de noche, dejándome ver de cerca su verga. Estaba muy dura y torcida. Era bastante más grande que la de Guille.

–¿Vas a empezar tú o tengo que hacerlo todo yo? –me preguntó acercando su pene a mi cara–.

–Hazlo tú, Ángel –ordenó mi marido desde la silla del escritorio–.

Me giré para verles. Sonreían, Sara también nos miraba al tiempo que agitaba suavemente su pene…

Perdimos la noción del tiempo. Ángel me folló mientras Guille disfrutaba de la escena. Después se unió y me penetraron a la vez, mientras Sara se masturbaba a nuestro lado. Era lo que mi marido siempre quiso hacer. Lo que nunca pude imaginar es que yo me deleitaría más que él.