¿Os habéis preguntado alguna vez por qué nos gusta vestirnos especialmente para tener sexo o representar un personaje en la cama? ¿Sabemos lo que hacemos cuando actuamos en la alcoba con trajes, máscaras, antifaces, látigos o teasers? Teatralizar nuestros romances está a la orden del día desde que 50 sombras de Grey viera la luz y, desde entonces, nuestras emociones se desatan con aquellos accesorios BDSM. Pero, ¿por qué tanto alboroto si tan sólo se trata de «ponerse un algo» encima? Probablemente, ese revuelo tiene su motivo en razones más profundas. Para empezar, porque no solo se trata de disfrazarnos, sino de interpretar un papel que esconde tras de sí la liberación de un anhelo propio y/o de la pareja: salimos a escena vestid@s para desnudarnos ante los ojos de nuestro amante; nos convertimos en el amor que hacemos; el que queremos cuando lo queremos, aún pareciendo una fantasía ajena. Somos, en este sentido, actrices y actores de nuestro propio e íntimo guion. ¿Seguimos?
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De las Grandes Dionisias…
En la Grecia Antigua no solo se hacía teatro durante las «Dionisias ciudadanas», si bien estas eran las mejores fiestas, con la meteorología apropiada, para divertirse y gozar de los espectáculos… Y, probablemente, del sexo. Los actores vestían máscaras y cada máscara expresaba un gesto –una emoción– que mostraba género, personalidad y rasgos que convertían al que las portaba en un personaje: lo humanizaban. Para ellos, esa era la forma de «enseñar» al humano: la descripción de un estado anímico en el rostro y el diálogo como fundamentos de ese «ser social». Más allá de los humanos, también se utilizaban trajes que representaban animales y objetos inanimados como, por ejemplo, ranas y nubes. La razón de la vestimenta y sus máscaras era la de desvelar el cosmos: poner sobre la palestra las relaciones mujeres-hombres-cosas-animales para que el espectador entendiese cómo se interactúa en el mundo donde se vive y con todo lo que el mismo contiene. Aparte de la ironía subsecuente al sarcasmo de los dioses, el erotismo también era contenido y continente de las tragedias, donde aparecían todas las formas del amor (por supuesto, incluido el homosexual) y cuya representación exhibía la igualdad de hombres y mujeres ante el sexo (aunque fuera mediante las fantasías masculinas y/o femeninas). ¿Os parece poco?
… a la «pequeña alcoba»
Cuando la «cambrette» o «pequeña alcoba» se convirtió en un cabaret (no confundir con el burlesque), se destapó el tarro de las esencias eróticas que habían quedado enclaustradas unos 2.000 años atrás. Básicamente, el cabaret nace como un espacio de charla literaria que muy pronto se convierte en música y danza. También podemos decir que el alcohol tenía una fuerte presencia, plausiblemente como jugo anti-inhibición. De cualquier modo, está claro que todos son elementos que configuran potenciales encuentros sexuales y potencian otros tantos imaginarios. El humor, la ilusión y la imitación con altas dosis de erotismo se funden en variedades artísticas que nos ponen en situación, mientras nos ponemos a tono. Los espectadores se mezclan en el bar para entretenerse, viendo cómo el espectáculo les muestra lo que no ven a la luz del día, más allá de las puertas de esa taberna…
En algunos países latinoamericanos, como Argentina o Ecuador, la palabra se emplea usualmente como sinónimo de prostíbulo. Casi con toda probabilidad, como herencia del desencanto sufrido tiempo atrás por algún exagerado moralista, cuyas entrañas se removieron al asistir a tamaña perversión… Pues el cabaret, como conjunto de variedades artísticas, se desarrolla con un fuerte componente sexual que, exhibido con sarcasmo, revela ironías de muchas de nuestras actitudes ante el sexo y la sexualidad. Y, en este apartado, hay muchos que se sienten ofendidos o avergonzados.
Del desvelamiento a la revelación
Entonces, ¿qué es lo que ocurre? ¿Por qué nos disfrazamos o pedimos azotes? La máscara no oculta nada, exhibe el gesto que creemos quiere ver nuestro amante; en realidad, es la impresión que queremos darle. Porque solo se quiere ver su cara de satisfacción que es, en gran medida, nuestro propio deseo. Y después llegan la musicalización de la sensualidad y el baile de los cuerpos; con canciones o sin ellas, los movimientos que creemos que no nos pertenecen (¡y son todos nuestros!) se inscriben en un pentagrama perfecto que únicamente se rompe por el diálogo; cómico, suspense, erótico o pornográfico o, lo que es lo mismo, desde guiones enfermera/fontanero hasta el remake casero de una película de Rocco Siffredi. Todo nos vale porque es nuestra privación: nuestra vida íntima liberada en palabras. Nos vestimos en la desnudez para desnudar nuestros deseos; poseemos para ser poseídos, sin intercambiar nada. Actuamos con el egoísmo del actor que solo sabe actuar, sin importarnos lo que nos dijeron sobre el sexo, improvisando sobre un libreto tantas veces rehecho. Pensando que le damos a nuestra pareja lo que quiere cuando, en realidad, queremos someternos para que derroquen nuestra imbatible voluntad o pensamos que somos los directores de un film que jamás nos pertenece. Y, al final, nada fue lo que se pensaba ni parecía ser porque seguimos siendo los mismos: vestimos un antifaz para desenmascarar lo que ya sabemos que nos gusta. O sea, somos personas maduras que gozan de su sexualidad jugando y disfrutando como niños… Como locos. ¿Hay algún otro cambrette que no sea el de las emociones?