No sé si recordaréis mi emoción cuando un estudio español sobre el apareamiento de las anchoas (Engraulis encrasicolus) ganó el Premio Ig Nobel de Física en la XXXIII edición de los Ig Nobel Prize (también conocidos como los Anti-Nobel), organizados por la revista Annals of Improbable Research, con el objetivo de «celebrar lo inusual, honrar lo imaginativo y estimular el interés de las personas en la ciencia, la medicina y la tecnología». Que el frenesí sexual de unos pececillos origine turbulencias en el mar, solo equiparables a las causadas por tormentas, vendavales y las orgías de The Deep, me parecía uno de los hallazgos más fascinantes de la biología, junto con el del tamaño de la polla del Tiranosaurux Rex. Qué equivocada estaba.
Sigue más abajo…
Imagen de Johnny Candor
¡Proteged a los niños y no os acerquéis a los puercoespines!
El artículo How Do Porcupines Make Love?, publicado en 2002 en la revista Annals of Improbable Research, llega a dos conclusiones más relevantes para la humanidad que las de la utilidad de los polvos de las anchoas. Cito literalmente:
- «Se debe prohibir la entrada de niños pequeños a los sótanos de las bibliotecas universitarias».
- «Nunca te pares cerca de una jaula que contenga puercoespines cortejándose».
¿Cómo llegó su autora, Wendy Cooper, a esta revelación? Leyendo dos publicaciones [1] que encontró en el sótano de la Australian National University (Canberra), sobre una colonia de puercoespines americanos (Erethizon dorsatum) sometidos a estudio por el Departamento de Biología de la Universidad de Buffalo (Nueva York), durante la década de 1940.
Las cinco hembras (Maudie, Nightie, Prickles, Snooks y Skeezix), reacias a cualquier contacto cariñoso con los machos (Old Dad, Pinkie y Johnnie), comenzaron a mostrar un curioso comportamiento a medida que se acercaba la época de celo: frotaban sus sexos contra todo lo que pillaban a mano (comederos, palos, alambre de la jaula…), provocaban a los machos y una, incluso, «aceptó la inserción de un termómetro en la vagina» (algo a lo que se había resistido en anteriores ocasiones).
Los puercoespines, por su parte, lloriqueaban, peleaban entre sí, olían todos los objetos sobre los que las hembras habían orinado o frotado sus genitales y estregaban los suyos contra palos y alambres («cuanto más grande era el objeto, más atractivo como lugar de frotamiento») con tal pasión, que los investigadores tuvieron que quitar parte del marco de la jaula porque temían que «el vigoroso roce del animal resultara en la lesión».
Cuando, por fin, los investigadores dejaban que los amantes se encontraran, los machos se erguían sobre sus patas traseras, con el miembro «completamente erecto», «rociaban a la hembra con un fuerte chorro de orina (uno alcanzó dos metros) empapándola de la cabeza a los pies» y ella escogía entre dos opciones: golpearle con las patas delanteras, gruñirle, sacudirse la orina (y, de paso, asustar al macho ya que las púas rígidas y huecas, que cubren su cuerpo desde la parte superior a la inferior, pueden desprenderse y clavarse en su carne) y huir, o ponerse de espaldas y aceptar la cópula.
Aquí viene lo interesante. ¿Cómo demonios no se pinchaba él? Muy sencillo, la hembra aplanaba las púas contra su cuerpo y permitía que la montara, una y otra vez, hasta que «el macho quedaba exhausto». Y si, por el motivo que fuera, alguno no mostraba interés o era muy torpe, la hembra emitía gruñiditos y chillidos de excitación, se frotaba contra su lomo para enseñarle cómo tenía que hacerlo y no cejaba en su empeño hasta que la montaba varias veces (menos el pobre Johnnie, que «nunca tuvo éxito porque era joven e inexperto»).
¿Conclusiones del artículo? Además de las dos primeras, que las hembras de puercoespín americano se masturban compulsivamente cuando están en celo. De hecho, esta ha sido la conclusión más citada en artículos sobre curiosidades sexuales de los animales, gracias a la magia del copia y pega, tan común en Internet. Pero ¿es verdad? Probablemente, no.
Cortejo y reproducción del puercoespín americano
Uldis Roze, biólogo, profesor emérito del Queens College de la Universidad de Nueva York y experto en puercoespines, explica con bastante rigor el apareamiento de los Erethizon dorsatum. Los miembros de esta especie no son sociables, sino solitarios, y suelen vivir en madrigueras ocultas que solo abandonan durante la época del celo. Como se alimentan de hojas y frutos a los que acceden arrastrándose por el tronco, para evitar heridas e infecciones, la vagina de la hembra está sellada por una fina membrana y el pene de los machos, plegado en una cavidad de su cuerpo. Durante la época del apareamiento (finales de verano y comienzo de otoño), la membrana se disuelve y la vagina secreta un líquido acre y untuoso que, mezclado con su orina, resulta un potente afrodisiaco para los machos.
Cuando uno detecta tan embriagador perfume, frotado a conciencia por la hembra sobre las ramitas de su árbol, corre como alma puercoespín que lleva el diablo hacia el torreón donde ella espera, monta guardia en la rama más cercana al suelo y libra cruentas batallas a puazo limpio, contra otros pretendientes, hasta alzarse vencedor.
Que sea agresivo con sus contrincantes no implica que no sea delicado con el objeto de su pasión; y a pesar de que no cuenta con mucho tiempo (el periodo fértil apenas dura 24 horas), no se anda por las ramas y corteja a la hembra durante horas emitiendo lloriqueos y potentes chorros de orina en su dirección (si no, no llega) hasta que se produce el milagro o The Whitten effect (descubierto 10 años después por Wesley K. Whitten): las hormonas masculinas inician el ciclo estral u ovulación femenina.
Vencida toda reserva, la hembra bajará al suelo, mostrará sus cuartos traseros y aplanará las púas para no lastimar a su caballero, que enarbolará su lanza y gozará con ella de un singular combate cuerpo a cuerpo. Aunque este será breve (no como el de las babosas), no será el único, ya que el macho se acicalará, recuperará fuerzas y volverá a montarla hasta que, saciado el deseo femenino, ella trepe de nuevo a la ramita sin mirar atrás. Pero no sintáis pena por él, porque no se marchará rumbo a la puesta de sol, compungido y despechado, sino en pos de otra dama que se rinda a sus quejiditos y chorrazos de orina. Ah, el amor y sus espinas…
Así que, por lo visto, el frenesí sexual de la colonia de la Universidad de Buffalo no era tal, sino el intento de unos inexpertos conejillos de indias puercoespines americanos de aparearse en condiciones, a pesar de la tensión de vivir en una jaula y sentirse observados 24/7; y los chorros de orina no eran un fetichismo por la lluvia dorada, sino un fenómeno evolutivo para inducir el estro.
No obstante, la teoría de la masturbación compulsiva no debe ser totalmente descartada. Muchos animales se frotan contra objetos con el único objetivo de darse placer, y quizá los puercoespines americanos no sean la excepción; pero no he encontrado ninguna referencia fiable al respecto. ¿Hay algún biólogo en la sala que nos saque de dudas?