Se acerca Halloween o la fiesta de los muertos, llámalo como quieras, esos días en los que mola pasar miedo. Que la verdad, no entiendo muy bien por qué en esos días en concreto cuando ya pasamos miedo el resto del año, por ejemplo, si nos toca poner la lavadora en mitad de la semana, así, a lo loco, sabiendo el hostión en la cara que va a ser la factura de la luz. O cuando te meten en el chat de padres del colegio justo cuando están organizando un cumpleaños, que eso sí que da terror, así os lo digo: venga y venga de mensajes, el teléfono ardiendo que te quema las manos. Que si el niño quiere los Pokémon y no los bebés cagones; que si tú no fuiste al otro cumpleaños, ¿cómo vas a ir a este?; que si mira esta qué cínica es, que si lo hacemos en tal o cual sitio. Cagoendios, odio eterno al que inventó los grupos de Whatsapp.
Pero a lo que voy, al tema de pasar miedo y, en este caso, pasar miedo en la cama porque la aventura que te traigas entre manos en ese momento o para ser más exactos, entre piernas, sea terrorífica. Y las hay, ¿eh? Que yo las he tenido espantosas, como la de aquel militar con el que me enrollé (¿quién me mandaría?) que se desnudó él solito y se tendió en la cama, cual sapo culebrero panza arriba, mientras yo iba a buscar el mando del aire acondicionado a la otra habitación. Terrible estampa, lo sé, aún tengo pesadillas.
Los polvos nefastos dan miedo, mucho, y todos tenemos alguno (o muchos) en nuestro haber, pero en este caso no era un mal polvo, sino todo lo contrario. Estaba en Brasil de vacaciones y me había hecho daño en una uña del pie. Hasta ahí nada relevante; cuando vas con chanclas por la calle, es lo que puede pasar. El accidente del pie sucedió al mismo tiempo que mi perrete tenía cagalera y me tocó buscar veterinario por aquellos lares. Y lo encontré, vaya si lo encontré: era como el veterinario ese australiano que parece un Ken rubio. Guapo, fibroso, bronceado, ojos azules… No me sé ni el nombre, solo sé que está rebueno, así de profunda soy. Pero volvamos al brasileño: si a mí aquel hombretón me llega a decir que tengo que dar a mi perro en adopción, lo doy, no os digo más. El caso es que parece que yo también le gusté, vaya usted a saber por qué, y nos acabamos intercambiando teléfonos: «Llámame si se pone peor el perro o lo que necesites».
Lo que necesitaba era follarle bien, y viceversa, pero eso no se lo dije allí, recogiendo al pobre Toby que a duras penas se mantenía en pie tras la cagalinata, pero sí se lo dije unas horas después. Y quedamos a cenar, y blablablá, que si qué guapa eres, que qué haces por aquí, que qué interesante tu trabajo y qué bonito salvar animales. Blablabla… venga, al turrón: a las pocas horas estábamos en su casa. A mí el puñetero dedo gordo del pie, con la uña medio rota, me quemaba: era fuego vivo. Le había puesto una tirita, pero como si nada… ¿Sabes cuándo tienes como una pulsión en el dedo que está todo el rato jodiendo? Pues eso: y aunque la que estaba jodiendo era yo, no dejaba de sentir dolor en la uña de marras. En un momento dado del episodio amatorio, el veterinario, cuyo nombre ya ni recuerdo pero podemos decir que se llamaba Zé, que es un nombre muy de aquellas latitudes, tuvo que parar de meterme la verga e ir a ver qué le pasaba a su perro (sí, también tenía can) que no dejaba de ladrar y de rascar en la puerta mientras nosotros coitábamos. Fodas, se levantó mascullando. A mí no me extrañaba que el animal anduviese tan alborotado porque Zé en la cama hacía mucho ruido: vamos, emitía unos gritos guturales que parecía Nadal jugando un partido de tenis, muy exagerado.
Cuando salió de la habitación, aproveché para mirar mi maltrecho dedo gordo del pie y quedé espantada (os dije que esta historia daba miedo): la uña estaba casi despegada de la carne y aquello sangraba como la peli La Matanza de Texas. Había sangre en la parte inferior de la sábana, en la bajera y en la de encima. Fijo que había traspasado hasta el colchón. Y la puta uña me recomía viva. ¿Qué habrías hecho vosotros en esa situación tan lamentable? Pues seguramente lo que hice yo: me arranqué la uña, lo que quedaba de ella, de cuajo (y sin gritar) y taponé la herida con unos kleenex que había en la mesilla. Lo de la sangre en la sábana no sabía cómo podría explicarlo después, pero yo siempre he sido de pensar que los problemas se abordan en el momento que lleguen, no anticipemos. ¿Qué podía hacer con aquella uña ensangrentada que tenía en la mano y con el gurruño de kleenex ensangrentados? No lo dudé: la ventana de la habitación, que daba a un patio interior, estaba abierta. Lancé todo por allí y me recompuse en la cama como buenamente pude, para seguir gozándome al Zé, el veterinario más caliente de todo Brasil.
Y así fue como una uña ensangrentada del dedo gordo de mi pie acabó en el patio de su vecina de abajo, en la perola de la feijoada que ella había estado preparando amorosamente toda la mañana para disfrutarla por la tarde con la familia.
¿Moraleja? No andes con chanclas por las calles de Brasil ni comas feijoada en casas de vecinas que vivan en plantas bajas.