Me contaron el otro día que lo primero que hacía el CEO de una empresa española antes de ver a alguien que quisiera venderle sus servicios o productos era asomarse por la ventana de la oficina y analizar el vehículo en el que llegaba la visita. Si era un utilitario, el empresario se sentaba a oír su propuesta. Pero ay como llegase en un coche caro: no había nada que hacer. Su filosofía era que ellos, como empresa, no estaban dispuestos a pagarle semejante capricho a nadie.
Lo de los coches caros y de gran cilindrada ha sido siempre termómetro de muchas cosas, no solo en el ámbito de los negocios. Por ejemplo, es de todos sabido que un coche caro es sinónimo de un falo pequeño: la seguridad que no te da la polla la quieres comprar a base de potencia del motor. Por supuesto, la estrategia puede ser más o menos exitosa, más bien, menos, pero ahí va él, pisando acelerador en los semáforos para salir el primero, como un incontinente precoz de gasolina. Me quedó ingeniosa la frase, no diréis que no.
Propongo que lo del coche caro sea señal de alarma para un «No me lo follo». Lo sé, acumulamos ya muchas: no te lo folles si lleva castellanos o náuticos; no te lo folles si no lee; no te lo folles si tiene un cuadro de Miguel Bosé en el dormitorio, si tiene la piel tan fina que ya no tiene ni humor…
La experiencia es un grado y ojalá esa experiencia con los hombres de coches caros me hubiera servido para evitar el polvo con el dueño de aquel Lexus…
No te lo folles si tiene un Lexus
Él era ingeniero de software, si la memoria no me falla, y estaba rebueno: recuerdo que antes de quedar por primera vez, el tío me buscó en todas las redes habidas y por haber, pero ya se sabe, las redes son unas chivatas y LinkedIn me avisó de que Román (en realidad, no recuerdo su nombre, este es el primero que me ha venido a la cabeza) había estado mirando mi perfil. Yo me sentí un poco intimidada, qué queréis que os diga: no me parece normal someter al tercer grado a una cita de Tinder con la que, en principio, vas a ir a tomar una copa y, con algo de suerte y maestría, acabarás en la cama. Aquello me trajo la imagen de Atracción Fatal, con este hombre queriendo saber de mí todo lo que Internet pudiese contarle, que no es ni mucho menos todo y aún menos, verdad.
Pero allí estábamos el rebueno y yo, primero tomando una cerveza. Como os he dicho era la mar de atractivo: piel tostada, bonita sonrisa, alto, buen porte y buenos brazos… que yo siempre he sido de brazos. Además tenía ese olor que a mí me pone, no me preguntéis qué olor es porque no me pasa con todos los machos que me cruzo por la calle, solo con algunos con los que las feromonas entran en acción y me ponen berraca.
Esa noche solo nos magreamos bien, en plena calle, como si fuésemos adolescentes. Yo tenía la regla (sí, lo de que siempre se presenta en los momentos más inoportunos no es un mito) y no estaba por la labor de meterme en la cama con él, sangrando como si aquello fuese la Matanza de Texas. Que no es que me parezca follar mal con la regla, si se disfruta más incluso, pero entendedme, es una mera cuestión de confianza. «Pues lo hacemos por detrás», me dijo él muy resoluto. Yo en ese momento pensé que el mozo en cuestión era político, por aquello de que siempre están dando por culo.
Decliné como pude su propuesta (iba a poner amablemente, pero yo de amable tengo poco) y emplazamos el polvo a otro día, que ya sabéis que mi vida de MILF me obliga a agendarme los polvos como si fueran reuniones. Me volví pues en taxi a casa, donde mis herederas dormían plácidamente, no así mi primo, que estaba doblado como un siete en el sillón. Yo con mi primo tengo un doble tesoro, porque tiene piscina (y eso en Madrid es un plus) y porque ejerce de canguro cuando tengo que salir a mis cosas. Vamos, que todos estos servicios que me hace no se pagan con dinero.
Pero volvamos con Román: como regresé a casa en taxi, no descubrí qué tipo de coche tenía, hasta la cita siguiente que apareció flamante a buscarme en su Lexus. A mí no me fascinó, porque las cosas que me fascinan son las que a primera vista parecen más tontas: que tenga sentido del humor, que sea amable con los camareros, que lleve las uñas limpias… Tras cenar, teníamos que buscar hotel donde echar un polvo y resarcirnos del calentón de la vez anterior. Yo le hablé de una aplicación, muy útil en estas ocasiones, que te permitía encontrar hoteles de cuatro estrellas que alquilaban sus habitaciones por horas y a muy buen precio. Debió pensar que estaba loca porque un hotel de cuatro estrellas era muy caro, así que me habló de unos puntos que le daban por no sé qué y acabamos en una habitación de un hotel de colorines en Vallecas. El hotel, desde la M30, parecía muy moderno. Las habitaciones luego eran otra cosa, parecían de un albergue de estudiantes de Ámsterdam: mobiliario barato, espacio el justo y cero lujos. Lo que recuerdo de aquella noche es que él follaba rápido (es decir, se corría en cero coma) y retomaba a los pocos minutos. O sea, periodo refractario corto (punto para Román) pero polvo más corto si cabe aún (Román pierde todos sus puntos). Recuerdo eso y que cuando le tenía encima se daba con la cabeza en la litera de arriba porque había buscado una habitación tan barata que, de lo económica que era, no había una cama de matrimonio, sino litera.
En un momento de la noche me dijo que tenía una sorpresa para mí y sacó de su mochila un aceite de masaje: «Sabor a fresas y champagne», me dijo. Cuando lo vi me percaté de que ya usado y le pregunté al respecto… «Es que era el que usaba con mi mujer», contestó. En ese momento justo, entendí lo del Lexus: está claro, para ahorrar para el carro tienes que ser rata de cloaca en todo lo demás. Y eso implica serlo con tus polvos de una noche y con tus artículos para el sexo.
No quise preguntar si el aceite de masaje estaba caducado (aquello ni sabía ni olía a champagne, más bien a vinagre) o si aún lo conservaba para recordar a su ex. Como imaginaréis, no volvimos a quedar y, ahora, cada vez que veo un Lexus o similar, huyo como alma que lleva el diablo. Lo sé, soy una rancia.