«Tía, no sé si te has dado cuenta, pero te brillan los ojos cuando hablas de este tipo». Me lo dijo una de mis mejores amigas, estábamos en un parque de Madrid. No pude rebatirle porque era verdad, me brillaban los ojos y se me mojaban las bragas cuando hablaba de él. Era inútil negarlo: me había colgado de ese tipo que había conocido un par de meses atrás y lo peor era que ni siquiera nos habíamos rozado. Yo que era experta en acostarme en la primera noche y, luego, si te he visto no me acuerdo, no había podido dar ni un beso en la mejilla, ni un acercar los cuerpos, nada de nada, solo horas y horas de conversación al teléfono y por mensajería. Palabras y música, mucha música. De hecho, me enamoré de él cuando me descubrió Taro, de los Alt-J, una noche antes de irme a la cama: «Ponte esto antes de dormir», me dijo. ¡Cómo no caer rendida a los pies de un tipo que mostraba semejante gusto musical!
Y luego estaban las palabras, las miles de palabras que intercambiamos en esos meses: él era lingüista, yo, periodista; con estas profesiones era difícil que no nos enganchásemos. Me encantaba su amor por los vocablos, su conocimiento de varios idiomas, su curiosidad sobre las expresiones. Así que, cuando me subí a aquel avión rumbo a Londres, ya era consciente de que estaba enamorada hasta las trancas… ¡Y eso sin que hubiera habido ni un beso! Por supuesto que nuestras conversaciones (hablábamos varias veces al día) subían de tono según caía la noche y era más que evidente que teníamos ganas de acostarnos, pero ni siquiera sabía a qué olía su piel, cómo era el tacto de la yema de sus dedos, cómo tenía la polla, cómo se movía en la cama… ¿Sería un mal amante? ¿Le olerían los pies? ¿Tendría vello en la espalda y las orejas? ¿Barriga cervecera?
Me sentía tan perdida, y eso sin haber intercambiado ni un fluido, que viajaba casi rogando que fuese un mal follador porque si resultaba bueno en la cama, esta aventura iba a resultar mi total perdición. Él me esperaba puntual en Heathrow y el aeropuerto fue el escenario de nuestro primer beso, con lengua, con saliva, apretujados los cuerpos el uno contra el otro… como tienen que ser los besos, sin ganas de despegarse, con ansia.
Había ganas, muchas, así que repetimos unas cuantas veces antes de salir del aeropuerto y luego en el tren camino de la ciudad se fue inventando historias sobre quién era tal o cual persona del vagón. Yo no paraba de reír, qué erótico resulta un hombre que tenga sentido del humor, y no dejaba de pensar que me moría de ganas por tenerle entre mis piernas.
Cuando llegamos a su casa, la típica casita londinense, salimos a tomar un té al jardín. Un té, unos crackers, un poco de queso… todo muy británico. Seguimos hablando largo y tendido, en realidad no habíamos hecho otra cosa desde que nos vimos por primera vez en aquel bar oscuro de la Gran Vía madrileña. Me excitaba su inteligencia, su rapidez neuronal, sus modales y su punto de timidez o, quizá, fuese educación británica, que le impedía atreverse a dar el primer paso. Así que lo di yo: ¿Por qué no te callas ya y me comes la boca?, le dije. Like this? Preguntó mientras agarraba mi cabeza y acercaba su boca a la mía. Like this, sí, pensé. Y ese fue el último pensamiento del que fui consciente.
Me senté encima, y empecé a frotarme contra su bragueta y a restregar mis tetas contra su pecho, mientras nuestras lenguas se abrazaban. Creo recordar que dijo algo sobre que los vecinos iban a estar muy contentos con ese despliegue amatorio. Nos reímos y entramos, buscando la cama.
Nos quitamos la ropa el uno al otro con prisa, aún conservaba el moreno de sus vacaciones en España. Tenía un cuerpo precioso, fibroso, sin ápice de grasa. La polla era perfecta, perfecto tamaño y grosor, generosa, no tardé en metérmela en la boca. Le oí gemir de gusto, me oí gemir de gusto. Nunca me han interesado especialmente los preliminares, tenía prisa por sentirle dentro, ya habría otro momento para recorrer la dermis. Me tiró de mi corto pelo, se puso encima y me penetró, con violencia. Era nuestro primer polvo y follábamos como si nuestros cuerpos ya hubiesen disfrutado antes juntos. Al principio fuimos cautos y echamos mano de condones. Luego, sin intercambiar palabras, solo miradas de vicio, decidimos, sin hablar, que nos apetecía sentirnos sin artificios.
Yo, que daba charlas sobre educación sexual y riesgos, estaba deseando que se corriese en mi coño, en mi boca, en mi culo… que se vaciase entero en cada centímetro de mi piel. Estaba perdida, el tipo follaba de puta madre. Creo que sobre las 23 horas nos percatamos de que llevábamos follando desde las 18 horas sin haber ingerido nada: pletóricos y sudorsos nos fuimos a la ducha y salimos a cenar.
Fue un fin de semana maravilloso, uno de los más bonitos que he tenido en mi vida: no paramos de explorar nuestras pieles y cada recoveco de nuestro cuerpo. Cuando al día siguiente, me dijo que una de las cosas que más le excitaría sería que le atase con una correa y que le sodomizase, tomé conciencia de que yo lo que quería era mudarme a Londres a vivir con aquel inglés de ojos inmensamente azules y piel tostada.
Nunca olvidaré su forma de mirarme al follar: una mirada de bestia, de enajenado mental que lo único que quería era penetrarme más y más fuerte. Me decía que no era consciente y que seguramente era yo quien generaba esa mirada de enajenación mental porque para él, yo era todo un desafío intelectual y eso le excitaba sobremanera. Qué eróticos son los desafíos que nos cortocircuitan el cerebro, ¿verdad? Esos callejones sin salidas de los que no sabemos si saldremos y cómo lo haremos. Malheridos, sin duda.
Nuestra historia duró poco, se acabó pronto y dejó en mí una herida que tardó un tiempo en cicatrizar. No he vuelto a enamorarme desde entonces y ya ha pasado un tiempo, demasiado quizá. No sé siquiera si me acuerdo de cómo se enamora una… Lo que si sé es que si me cruzara con Adrian por la calle, se me mojarían las bragas muy a pesar de mi orgullo, deseando volver a tenerle entre mis piernas. Y eso, queridos, no me ha pasado nunca con ningún otro hombre.