Iba a escribir sobre una cosa profunda en este mi primer post de noviembre: profunda, carnal y mística, aunque estos dos últimos vocablos juntos parezcan oxímoron. Una temática que os iba a permitir daros cuenta de la delicadeza de mi ser, que bien sé yo que os soléis quedar en la epidermis, la superficie de mi lenguaje procaz y soez. En realidad soy una flor delicada y no un cardo borriquero como pueda parecer, pero la actualidad me impide demostrároslo con una prosa y lirismo que dejarían muñeco a Bécquer. O al otro, el de los 20 poemas de amor y una canción desesperada, que yo debí empezar por la canción desesperada porque me pareció un tostón.
¿De qué actualidad hablo? Vamos con el titular: Fiesta ilegal de intercambio de parejas en la estación del Ave de Zaragoza. La noticia me deja atónita mientras me hallo sentada en el trono, que es el único sitio de mi palacete en el que puedo mirar los titulares en Twitter, a ver si os creéis que a una MILF soltera y autónoma residente en Madrid, el dinero le cae del cielo. No, no, me lo gano con el sudor de mi frente y por eso mismo carezco de tiempo para andar discutiendo en redes sociales como muchos de vosotros. Pero vamos al lío: en mi TL me encuentro a la gente discutiendo sobres si los penes pequeños hacen que los hombres sean violentos (lo que os decía, gente que se aburre) y, de repente, el anterior titular acapara toda mi atención. Fiesta. Intercambio de parejas. Estación de Zaragoza.
Poco nos pasa en este año de pandemia: yo aquí diciéndoles a mis polvos de fondo de armario que mejor follamos en otra década, mis amigas ídem de ídem, media España y medio globo terráqueo «pasando hambre» porque no te puedes ni dar un beso en la mejilla sin riesgo de contraer el coronavirus y, entre tanto, gente dándose al fornicio en estaciones de tren. Joder, la alegría va por barrios y, desde luego, en Zaragoza, en el barrio de la estación, andan mucho más felices que en el de Ventas, a la sazón, el barrio que habita servidora.
A ver, lo primero que debo decir es que menudo papelón el de la policía que intervino en aquel Sodoma y Gomorra a lo maño: no será la primera vez ni la última que me sirvo de este blog para ensalzar el trabajo de la policía. Que siempre que leo algo de este cariz me acuerdo de aquellos otros policías que intervinieron en una casa en Bélgica y hallaron 3.000 penes sin sus dueños, es decir, 3.000 falos amputados. Que resultó además que luego era una fake news, pero ¡qué queréis que os diga! Yo me recreo imaginándome al policía contando los penes, puestos en fila o en montoncitos de a cinco y al ir por la polla número 1.975, equivocarse y tener que volver a empezar. Pobres miembros de Seguridad del Estado, en qué situaciones se ven a veces… qué cuadro.
Pero al mismo tiempo que entiendo a los cuerpos represores, también empatizo con los swingers de Zaragoza y no me extraña que se dieran al coito en la estación del AVE porque es que está como muy desangelada y te pide roce: esa estación pide a gritos que haya sexo en los rincones. Es de esas obras faraónicas en las que uno se pierde de lo puro grande que es, como la del AVE de Cuenca, que no tiene que envidiar nada a Sants, si no fuera porque ¡quién cojones va a Cuenca, ¿eh?! Pues eso: en Zaragoza pasa lo mismo, que aquello es enorme porque se hizo con dinero público y había que justificar en hormigón y cemento las comisiones que algunos se meten en los bolsillos. Yo una vez tuve que devolver un coche de alquiler en la estación de Zaragoza y casi perdí el tren porque aquello estaba tan mal indicado y la estación es tan descomunal, que no dejaba de recorrer, en balde, el perímetro de la misma. A punto estuve de abandonar el vehículo en cualquier esquina, harta ya de conducir en bucle como si estuviese en una rotonda eterna… Así que no me extraña que los swingers se hayan dado cita en esas instalaciones a darse amor, intercambiarse fluidos y quién sabe si quizá algunos aerosoles contaminados por la Covid-19. La gente está ávida de cariño, hay que entenderlo y, frente a eso, no hay coronavirus que valga. Que se lo digan si no a los que también se dieron al fornicio en una sauna de Madrid hace un par de meses: los vecinos, policías todos de balcón, llamaron a los policías de verdad que, cuando se presentaron, encontraron de todo menos mascarillas. Eso al menos decía el periodista que transmitía una imagen de cierta candidez con sus descripciones: «73 hombres (en otros sitios he leído cien, será que se reproducían como los panes y los peces) desalojados, la mayoría sin mascarilla, de una fiesta ilegal en una sauna…». A ver, si tú quedas para una fiesta en una sauna lo que menos te vas a poner es mascarilla, es más, al que se presentase allí con mascarilla seguro que le dieron collejas: ya me sorprendería que se protegiesen otras partes de su cuerpo, cuanto más, la boca…
El ser humano, frente a una muerte inminente, (y no me digáis que este 2020 no nos ha enviado ya un buen número de señales como para darnos a entender claramente que a Navidades NO LLEGAMOS), siente dos necesidades muy primarias: comer (de ahí lo del confinamiento, que el virus nos pille pero que nos pille gordos) y follar. Y por eso la gente queda en estaciones inhóspitas, en saunas húmedas donde proliferan hongos, pies de atleta (y otras cosas) y en cualquier lugar que se tercie con tal de echar un último quiqui. Que la muerte nos pille con los pantalones bajados, pero que sea por una buena causa.
Tengo una amiga que, al principio del estado de alarma, estaba liada con dos tipos de Tinder. Resulta que uno follaba muy bien y el otro no tanto, pero sin embargo, pintaba ser mejor pareja a medio-largo plazo. Nótese aquí la psique femenina: «Zutanito me empotra que da gusto, pero Menganito me tapa con la manta en el sillón y trata con cariño a mi madre. Todo indica que será buen padre de nuestra futura prole». Puto Hollywood. Pero volvamos con mi amiga: mientras me lo contaba le pregunté cómo hizo para tomar una decisión. «¿Qué cómo me decidí cuando nos encerraron? Valoré quién no iba a tener ningún problema, por su profesión, en venir a verme a pesar del estado de alarma», me contó. Así que se quedó con el que era policía, que no era el mejor follador, pero podía moverse libremente en los meses de encierro y venir a empotrarla durante el confinamiento. Porque no poder salir es mal, pero si al menos te la meten bien metida, pues oye, el encierro se ve diferente…
Mi amiga oye, hay que reconocerle que fue muy práctica y el policía, ya lo he dicho más arriba, pues al servicio del pueblo.
Sigan follando mientras puedan, en Zaragoza o en la huerta murciana. Y cuídense.