Vaya por delante que cuando una es madre se le pide lo mismo que cuando no lo es. A saber, que estés estupenda en tu casa, vestida sexi, bien peinada, a ser posible maquillada, con ganas de follar. Delgada (si has parido 3 veces da igual, hay que estar delgada, me pregunto dónde han quedado las mujeres de Botero), sin michelines ni tetas colganderas ni retención de líquidos. Hecha un pincel, vaya, y sobre todo, depiladita. Todo depilado: piernas, ingles y sobacos. Que no quede ahí un pelo afeando la dermis. Muerte al vello, incluso, al púbico.
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Por supuesto, todo lo anterior es difícil de asumir (y puede que no nos convenza ni a nosotras mismas) cuando no tienes hijos, porque una no tiene el tiempo a diario para estar divina a cada rato. Pero imagínate si tienes churumbeles: entre los desayunos, comidas, meriendas y cenas, la mochila, los deberes, las duchas y los cambios de uniforme, la leonera de las habitaciones, la pila de ropa por planchar en la silla… ¿dónde encuentras tú, que trabajas (no se nos pase esa importante información), el tiempo para recomponerte el maquillaje y quitarte el bigote?
No lo hay, ya está, y por eso las MILFs vamos por la vida como podemos: probablemente con los pantalones y la camiseta con alguna mancha de chocolate o de tomate, lo que toque. Y sin depilar: solo nos depilamos cuando se nos salen los pelos por la tela del pantalón. No es que seamos unas dejadas, es que no nos da la vida y nuestras prioridades son otras. Y esta situación de vivir al límite y de no tener tiempo ni de respirar es la que provocó el accidente de Samantha la otra noche.
Samantha es una de mis amigas más pintonas del grupo de madres follables del cole: es monísima de la muerte o, como dijo una vez un operario en la puerta de su casa, tiene un polvo. O dos o tres, está claro. El caso es que habíamos quedado para nuestra salida de rigor y ella, que no es tardona, no llegaba…
Ya habíamos llegado todas menos ella y, cuando llegó, vino haciendo aspavientos, porque ella es muy italiana, habla mucho con las manos. «Ay Dios, que casi tengo que ir a urgencias y no puedo venir», nos soltó nada más sentarnos en la mesa a beber cerveza, en aquel antro donde no había ventilación cruzada y nos íbamos a ir con el ómicron, la delta o la que fuese, puesta. Nosotras, madres que somos, pensamos primero que a lo mejor algún niño se le había puesto malo, pero no…
¿Qué te ha pasado?, le pregunté, y ahí fue cuando comenzó Samantha su relato del horror. Resulta que se le había ido la tarde entre los deberes del mayor y los cuidados de la peque y, cuando quiso mirar el reloj, ya casi era la hora de salir y ella no se había depilado. Claro, tengan en cuenta que las MILFs salimos poco y, cuando lo hacemos, lo damos todo y salimos a matar: y hay que salir sin pelambrera en las piernas, no vaya a ser que pillemos cacho. Porque el pelo no vende, por mucho que comercialicen bragas peludas (sí, han leído bien, bragas con pelamen, para luchar contra la dictadura contra el vello femenino).
El caso es que Samantha, que es muy DIY, o sea, muy Do It Yourself, que lo mismo se tiñe el pelo ella sola que arregla una falda, cogió la cera y se puso a depilarse las piernas en el baño. A ver, dolía un poco porque como ella dice, «de cintura para abajo soy un oso». Y añade, por si no te ha quedado claro: «Salía la cera como una alfombra».
Esa imagen tan sumamente descriptiva me hizo pensar en un tío que vi en una playa de Menorca un verano que fui con mi hija mayor y que tenía el pecho que parecía una manta y a mí me dio por decir, porque soy un poquitín cabrona, «El tapiceroooo, ha llegado el tapicerooo a su playa». Y mi hija mayor lloraba de la risa mientras él nos miraba receloso (eso, oso).
Pero volvamos a la dolorosa historia de Samantha: todo iba bien hasta que llegó a las ingles. Mi amiga se puso las tiras de cera en ambas ingles y en ese momento su hijo mayor empezó a aporrear la puerta: me meo mamá, me meo. Porque otra cosa no, pero los hijos son siempre muy oportunos y se mean y se cagan en los momentos más adecuados: por ejemplo, cuando vas a salir por la puerta para irte al colegio que ya vas justa. O, y esto no falla, cuando te va a tocar en el médico, que eres la siguiente y en ese momento te dicen «mamá, pis». Y te toca correr por el pasillo arrastrando al desgraciado y rogando que por favor, no se pase tu turno.
Pues eso, ahí estaba Alfonso aporreando la puerta cual energúmeno y esta pobre con sus tiras de cera en las ingles: y claro, tuvo que dejar entrar al muchacho y ella moverse cual pingüino sin dignidad ninguna. Cuando el chaval salió del servicio, ella quiso retomar su labor, pero aquella cera se había quedado más seca que la mojama. Se había convertido aquello en una tira de hormigón armado con pelos y no salía. Nada, no salía por mucho que la pobre tirase (y os recuerdo que la piel de las ingles es muy delicada y fina y, pupa, vaya…). En los bordes se rompieron algunos trocitos y cayeron al suelo, junto con su orgullo herido. Pero el resto de las tiras ahí seguían y las manecillas del reloj corriendo, ella agobiadísima claro, porque no llegaba, no llegaba…
¿Si me pongo aceite de oliva saldrá mejor? Se puso aceite de oliva, que no de girasol que ahora está muy escaso. Y se hizo un mejunje de cera, pelos y aceite… Y nada. ¿Y si me doy calor con el secador? Y ahí se puso en el suelo del baño, como pudo, con el chichi al aire, las piernas abiertas y las puñeteras tiras de cera: imaginaos a mi amiga, tuvo que poner el cerrojo en la puerta claro, piernas abiertas con el secador a tope de calor apuntando a sus partes, mientras al otro lado de la puerta llegaba la pequeña de sus hijos, «Mamá, ¿qué haces?». Morirse de asco hacía.
El caso es que el secador no sirvió de nada, pero le dio calorcito y gustirrinín y se apuntó ella mentalmente, así nos lo confesó con el primer mojito, que iba a combinar el Satisfyer con el secador. Porque le parecía una combinación interesante…
«¿Qué ha pasado con la cera entonces?», preguntamos intrigadísimas y muertas de la risa. «Pues que me la he dejado puesta, porque si no, no llegaba. Era esa opción o irme a urgencias. Lo peor es cuando se me engancha al pantalón, que tira mucho», confesó riendo.
El momento delicado llegó después, cuando se llevó al camarero buenorro al baño con intención de pasar un buen rato: al parecer, cuando él le echó la mano al coño, por encima de la braga, ella le dijo «No, no, déjate de toqueteos y vamos al turrón. Tú mete, no toques». Pensándolo bien, siempre podría haberle dicho que esa cosa rígida al lado del coño era el chip de la tercera dosis de la vacuna del Covid…
En todo caso, todas aprendimos varias lecciones esa noche. No te depiles nunca si vas pillada de tiempo, mejor salir con pelo. Y la más importante, las ingles, mejor en el salón de estética: deja el DIY para las manualidades infantiles.