Relatos eróticos

La historia de sexo duro de una psicóloga (Parte IV): La orgía – Relato erótico

Como os dijimos, esta serie contiene escenas pornográficas. En especial, esta entrega describe una orgía con elementos porno, al menos, en una cuarta parte del escrito. Pero como muchos lectores y muchas más seguidoras ya han leído, en su conjunto es una historia erótica de sexo en grupo.

Si os habéis perdido las precedentes, podéis retomarlas aquí:
La historia de sexo duro de una psicóloga (Parte I): Voyeur
La historia de sexo duro de una psicóloga (Parte II): El coche
La historia de sexo duro de una psicóloga (Parte III): Mamadas
Antes de que os adentréis en esta bacanal, queremos daros las gracias porque ya habéis convertido esta serie en uno de los relatos eróticos más populares en España, México, Estados Unidos, Colombia, Chile y Argentina. Y esperamos que disfrutéis con este final apoteósico.

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Relatos eróticos

La orgía

Probablemente, soy la más caliente de las mujeres calientes de mi generación. Al menos, de las que conozco. Pero, ahora que he llegado a los 36 años, sé que no soy una de esas maduras desesperadas por probarlo todo. Y lo sé cada vez que recuerdo esta historia y lo que ocurrió en mi apartamento. Aunque, antes de llegar allí tuvimos que librarnos de Ricardo y su amiguita Eva…
–¡Elsa! –exclamaron Raúl y José a la vez.

–Son Ricardo y… –señalaba un asustadizo Ángel.

–Lo sé, tranquilos –les dije, mientras me levantaba acariciando con mimo sus penes–. Voy a vestirme. Distraedles un poco, no tardo nada…

Los dos se unieron a nosotros con los licores prometidos. Pero, había algo raro en las conversaciones. Se nos notaba. Se respiraba sexo en el ambiente y eso les cohibía. De cualquier modo, todos nos comportamos como socialmente se requiere y como nuestra sagrada educación española nos manda: fingiendo que no había ocurrido nada.

La verdad es que no importan los minutos que pasamos con ellos. Quizás fue media, quizás fue algo más de una hora. La cuestión es que yo había superado mi límite de alcoholemia. Al menos, lo suficiente como para pensar que invitar a todos a una orgía en mi casa era una buena idea…

Años después, Raúl me contó que llegué a proponer un striptease con cunnilingus a Eva como colofón. Y que, en ese instante, ella casi se atraganta con la copa, ante el enfado de un Ricardo que rogó que parase con “la broma”. Pero yo no albergo recuerdos nítidos de aquello, ni de las conversaciones posteriores.

Lo que no se borra de mi memoria es el momento en que agarré a Raúl y a José de la entrepierna, para dirigirlos a coger un taxi.

El tiempo que pasamos esperando y mis constantes negativas a que José fuera a recoger su coche, me despabilaron. Y también me bajaron la libido… Hasta que, al fin, noté el calor de sus cuerpos en el taxi que nos conducía a mi apartamento.

Debían ser las seis y pico de la mañana cuando llegamos al portal de mi casa. Ya se notaba cierta claridad. Bajé del taxi y me quedé paralizada. Esa extraña sensación que se tiene a la vuelta de una larga noche de marcha, estaba tremendamente amplificada por todo lo que había acaecido. ¿Cuáles son las probabilidades de que una mujer dé con las personas adecuadas para su primera orgía, justo cuando más lo desea? No lo sabía, pero sí conocía las consecuencias sociales cuando se empezara a correr la voz de lo que había hecho.

Por un instante, la vergüenza recorrió mi piel, erizándose como una gallina y generando esos escalofríos que, en forma de serpiente de cascabel, hacen que el alma se encoja y el cuerpo se petrifique. Por un momento, las imágenes del patio de recreo, ahora caracterizado por caras universitarias, se agolpaban en mi mente señalando, marcando y etiquetándome como la puta más barata de todo Madrid.

–¿Te encuentras bien? –preguntó Raúl, acariciando mis hombros con las palmas de sus manos–. ¿Estás segura de que quieres hacer una orgía? –inquirió con suave tacto.

Me giré y sujeté sus codos para no perder el contacto físico. Le miraba a los ojos sin decir nada. Notaba cómo la vergüenza se disipaba. Volví a sentir ganas de sexo…

–¿Todo bien? –nos preguntó Ángel, tras pagar el taxi con José.

–Sí, muy bien –me anticipé de inmediato–. Subamos a mi apartamento. Pero chicos, ¡tenéis que tratarme como a una dama! –les dije con alegría descarada, para aflojar las tenazas de los miedos anteriores.

Recuerdo que saqué las llaves lentamente imaginando que, a mi espalda, había tres hombres más nerviosos y ansiosos por tener sexo que yo. Despertó en mi mente la necesidad de generarles el sufrimiento del suspense que conlleva mirar el culo de la mujer que te está abriendo las puertas a una noche-amanecida de sexo en grupo desenfrenado. Mis movimientos se ralentizaron. Mi sonrisa se tramaba conspiratoria con las imágenes que anticipaban la bacanal, adelantándose a los hechos para atarlos a su destino: orgasmos y sonoros gemidos de placer. Nalgadas y penetraciones. Penes, testículos y el sudor recorriendo sus pechos, alterados, jadeantes…

Les miraba sin hablar. En medio, en el ascensor, con una perversa sonrisa que solo podía hacerles sentir inseguros. Esa era mi meta. Así, yo dominaría. Así, yo les haría otorgarme cada uno de mis deseos, todas y cada una de las veces que quisiera.

Solo eran cinco pisos, pero les debió parecer que estábamos subiendo a la última planta del Empire State Building. Recuerdo que saqué las llaves con la más absoluta decisión. Me sentía tan segura como confiada en lo que iba a hacer. En ese momento, supe que nada de lo que alguien dijera me haría sentir mal. Era verdaderamente consciente de lo que siempre había pensado; esta única vida es demasiado corta como para negarse los mayores placeres. Y es que estos no dañan realmente a nadie.

–Tenéis suficiente hielo en el congelador –les dije señalando en dirección a la cocina–. Servíos unas copas mientras yo pongo música y venid a la habitación.

–¿Tú no quieres? –preguntó Raúl con un gesto de extrañeza.

–No. Yo quiero recordar todo lo que pase en mi cuarto –respondí–. Pero, vosotros necesitáis que el alcohol afloje vuestra natural timidez –aseveré.

Ángel y José se encargaron de preparar los licores. Raúl seguía mis pasos hacia el dormitorio.

–Voy a ponerme otro juego de lencería –le susurré, al tiempo que abría el armario. Él se sentó en el borde de la cama sin decir nada. Simplemente, me miraba–. Deja de babear, enciende mi portátil y los altavoces –le ordené, con fingido ánimo de desquite.

Sonrió e hizo lo que le había mandado mientras yo me desnudaba, justo cuando oímos a Ángel y José venir desde la cocina.

–Ahora que estamos todos, os voy a dejar que elijáis… –sus barbillas cayeron cómicamente, al entrar al dormitorio–. Pero chicos… ¡me habéis visto desnuda toda la noche! Ya debería ser algo normal… –reí al tiempo que terminaba la frase–. Os iba a decir que eligierais mis prendas, pero después de ver esas caras las voy a seleccionar yo misma. Vosotros os encargáis de la música, si salís del trance…

–Es que estás muy buena… –farfulló Ángel con torpeza sensual y haciendo ruidos salivares, consecuencia combinada del alcohol y la pulsión libidinal.

–Pues espera a verme con este juego de lencería… Además de estas medias con liga de silicona, voy a ponerme unas braguitas negras que debéis ser capaces de romper… –le informé con la intención de mantener su taquicardia.

Resopló como el toro que se prepara para iniciar una persecución, aunque en su humana timidez solo pudo apartar la vista y ayudar a Raúl con la playlist.

Me descalcé, y fui al servicio a orinar y asearme. Cuando volví, la música sonaba suave y los tres hablaban pausadamente, como si estuvieran tomando la última copa en un pub.

–No sé cómo explicarlo… Voy a intentar ser lo más clara posible –les dije con teatral enfado–. Quiero sexo duro. No me pongáis a Marvin Gaye porque no tengo ninguna intención de bailar con vosotros… si no es con vuestros penes dentro de mí. ¡Quiero Rock N’ Roll!

Le dije a José que se desnudara y se pusiera de pie sobre la cama. Agarré enérgicamente su pene con las dos manos y lo froté contra mi cara…

–¿A qué esperáis? ¿Os vais a desnudar? –inquirí a Raúl y Ángel sin despegarme del miembro de José.

Llevé su pene dentro de mi boca. Estaba ardiendo y se endurecía rápidamente sobre mi lengua. Estaba tan excitada con aquella felación que no me había percatado de que Raúl estaba acariciando mi vulva. Ángel nos miraba apretándose lentamente para ponerse duro. Mi sexo pedía a gritos ser penetrado, pero mis fantasías requerían algo de dominación.

Me detuve, le dije a José que bajara de la cama y me tumbé boca arriba, abriendo mis piernas y apartando mis braguitas a un lado para que vieran mis labios.

–Comedme –les ordené a los tres.

Ipso facto, Raúl metió su cabeza entre mis piernas lamiendo intensamente mi clítoris. Notaba cómo introducía su lengua con fuerza, cuando Ángel trajo su pene aún fláccido a mi boca. Mis senos se endurecieron y comencé a sentir que mi cuerpo emitía descargas eléctricas, al tiempo que José me besaba las areolas y rodeaba mis pezones con los labios. Mi temperatura corporal parecía un tiovivo. Me producían espasmos, febriles convulsiones y gemidos tan extraños como extremadamente placenteros.

De pronto, Raúl apartó la cabeza de mi entrepierna.

–¿Qué haces? ¡Sigue, por favor! –rogué más que ordené, sin soltar el miembro de Ángel.

No dijo nada. Simplemente, separó mis rodillas y comenzó penetrarme con dulzura. José se apartó y empecé a notar cómo una verga enorme, gruesa y durísima se fundía en mi ardor interno. Volví a meterme el pene de Ángel en la boca, mientras Raúl me ofrecía las primeras embestidas con suavidad.

Agarraba el pene de Ángel desde la base y estiraba con energía, cuando vi que José me miraba, masturbándose. Le dije a Raúl que se acostara de lado sin sacar su miembro y ofrecí mi trasero a José, levantando mi nalga con las yemas de los dedos.

–Vamos José, hazlo –le ordené.

La postura era incómoda para seguir lamiendo a Ángel que, de otro lado, no conseguía la erección. Pero, no era momento para ser la hermanita de la caridad. Quería disfrutar de la primera vez que iba a tener simultáneamente dos penes dentro de mí.

Noté cómo ensalivaba un dedo y hacía circulitos sobre mi ano. Lo abría lentamente. Yo lo notaba tenso. Sabía que iba a doler, pero también sabía que José lo iba a hacer bien.

Cambié de postura, dejando a Raúl debajo. Coloqué su miembro, insertándome solo el glande, para poder ofrecerme a José.

–¡Ábreme! –le grité.

Las sensaciones eran sublimes. Sus férreos miembros subían y bajaban en mi interior, acariciando mis tejidos, hendiendo mis esfínteres. No sabía dónde posar las manos, el sudor de ambos se diluía sobre mi piel, abrazándome en un éxtasis glorioso. Tras unos minutos de absoluta excitación, José salió de mí y embadurnó mi espalda con un arrollador e hirviente orgasmo.

–Perdona… –susurró jadeante.

–¿Por qué? Has estado fenomenal –respondí, con una sonrisa.

Me levanté sacando con delicadeza el durísimo pene de Raúl. Me aproximé a José y, sujetando su miembro semi-erecto, le di un beso en la boca. Me acerqué a Ángel e hice exactamente lo mismo.

–Voy a secarme. Enseguida regreso. Y, cuando vuelva, me voy a poner a cuatro patitas sobre la cama y me vais a follar uno a uno –sentencié, y dejé aquellas caras enternecedoras dar reposo a sus cuerpos por unos instantes.

A mi vuelta, hicieron de mi piel un objeto de adoración. El objeto que yo quería ser. Caímos exhaustos tras un par de horas y dormimos todos juntos durante un buen rato.

Recuerdo mirar el reloj-despertador allá por las 4 de la tarde. Me giré y me di cuenta de que Ángel y José habían abandonado la escena del crimen. Una maravillosa y dulce orgía, perpetrada con la insondable espontaneidad de un crimen perfecto. Ahora, quedaba mi preferido para disfrutar el resto del fin de semana.

Os decía que, como madura, os puedo contar que esta fue mi primera y única orgía, pero no la última vez que me acosté con más de un hombre. Como os dije, estoy casada y tengo tres hijos. Lo que no os conté es que mi marido es Raúl y, de vez en cuando, revivimos –con formas más sutiles– aquellos tiempos pasados. Pero esas son otras historias…