Átame: ¿Qué son las ataduras? es la tercera entrega de D. Luv. Si el voyeurismo y el fetichismo de pies ocuparon los dos primeros artículos-relatos, ahora se desquita de la hipocresía que esconde la atracción a las ataduras, desde su oscura pero ingeniosa historia fingida de sí misma.
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Átame: ¿Qué son las ataduras?
Hasta hace relativamente poco tiempo, se trataba de una cuerda o pañuelo en el cabecero de la cama o quizá unas esposas, si la fantasía era más elaborada.
Hoy, las técnicas de inmovilización se sofistican, se convierten en arte. Hoy hablamos de bondage, una práctica sexual de privación del movimiento en la que los materiales y las sensaciones varían.
Una de las prácticas de bondage que empieza a ser más conocida es el Shibari, proveniente de un sutil método de tortura, este estilo japonés se centra en la estética, en la presión de ciertos puntos energéticos del cuerpo, y en una relación que trasciende del atador y el atado, a un público que forma parte del triángulo de la sesión de cuerdas.
¿Por qué provoca placer la restricción del movimiento?
«Llevaba varios meses en la Barraca. Mis dos pacientes solían perseguirme en busca de consuelo, compañía, sexo. El número uno era sencillo de complacer, un rato a escondidas con mis pies valía para calmarle y poco a poco empecé a notar en sus comportamientos una cierta paz. Había dejado de esconderse, de secuestrar pies, de aullar. Seguía quedándose dormido tras las sesiones de foot fetish, agarrado a mis piernas. El paciente nº2 era más difícil de adivinar. Desde aquel día en los lavabos no había mencionado que tuviera insectos en la piel, pero solían darle ataques en los que se enfadaba con su voz interior. En aquellos momentos, le alejaban de mí, le aislaban. Lo pasaba fatal en su ausencia. Me lo imaginaba atado, inmovilizado en su cama, con la única compañía de esa terrible voz hacia sí mismo. Un día le pedí a Bernardo que me dejara visitarle en su aislamiento. Me costó convencerle porque suponía una enorme infracción de las reglas, pero cedió.
La fría habitación de luz azulada me resultó infernal. Me acerqué a mi paciente. Le acaricié el pelo y abrió los ojos. Cuando me miró me extrañó muchísimo su placidez.
-¿Qué necesitas?- le pregunté.
-Nada- respondió cándido.
Volvió a cerrar los ojos, y sonrió levemente.
Al rato, salí, tras darme cuenta que parecía estar bien, mucho mejor de lo que me imaginaba.
-Creo que a tu paciente le gusta la inmovilización, se lo oí decir a su psiquiatra y busqué algo para ti -Me sorprendió Bernardo al salir.
Nos dirigimos al puesto de control y sacó unas hojas impresas.
Al llegar a la habitación empecé a leer, el artículo se titulaba Bondage.
Ese día entendí un poco más la mente del paciente nº2 y además descubrí que Bernardo no era solo un voyeur. Se había convertido en un aliado».
Ceder, ceder tu voluntad, tu libertad, tu cuerpo, tu alma. Ceder el control. La restricción de movimientos provoca una sensación de indefensión, al atado, de poder, al atador, que altera desde nuestras creencias hasta nuestra forma de entender la sexualidad. De nuevo, el juego, el autoconocimiento de nuestros límites, la imaginación, la transformación de la realidad.
Átame, no soy yo ni eres tu. Somos dominación, sumisión, cuerdas.
El bondage, en concreto el Shibari, puede considerarse un ritual exento de prácticas sexuales complementarias. Puede tratarse de una exhibición en las que las autosuspensiones producen la sensación contradictoria de la libertad del vuelo y la cautividad de la atadura. O puede producirse en un entorno íntimo en el cual se comparta únicamente la admiración por este arte, sin entrar en desnudos o caricias sexuales. Cuerdas y solo cuerdas.
«Hablé con una mujer que fuera de la Barraca era costurera. Se ofreció a ayudarme. Deshilachamos la colcha de invierno, sin pensar en las posibles consecuencias. Fuimos trenzando hasta que tuvimos una especie de cuerda de varios metros. Cuando mi paciente salió del aislamiento le llevé a mi habitación. Vio las cuerdas sobre la cama y sonrió como nunca antes. Yo no tenía ni idea de hacer nudos, aunque la costurera me enseñó algunos trucos. En cuanto cogí la primera, él se desnudó. Su erección era inmensa y me costó concentrarme. Cada vez que deslizaba la cuerda por su cuerpo, rozaba con ella su miembro. Cada vez, se estremecía, y yo con él. Le abracé, le besé, le até, sentí cómo palpitaba su sangre por las venas. Su excitación nunca disminuyo. Al rato me arrodillé delante de él. Me metí su verga en la boca, y lamí despacio, a la vez que apretaba las ataduras en ciertos puntos por los que deslizaba los dedos. Él gemía en un sonido que parecía un lamento. Y lo era. Mi paciente se corrió llorando. Qué daño le había hecho la hipocresía de la sociedad, para que sus momentos de tranquilidad se materializasen atado a una cama. Desde ese día le até, nos atamos juntos, me ató. Fuimos tres, nosotros y una cuerda de colcha de invierno».
Además de las cuerdas, existen otros objetos para inmovilizar, desde los delicados pañuelos de seda, hasta materiales de plástico sofisticados que llevan a una sensación de aislamiento total.
Estas prácticas necesitan de un conocimiento profundo de la técnica, consentimiento absoluto por parte de la persona inmovilizada, así como herramientas de seguridad en caso de que se produzca algún fallo.
El bondage es liberador, así como lo es explorar la sexualidad alternativa, incorporar elementos, contar historias, jugarlas.
Átame. Hazme libre.