Castillo Ceată[1], Transilvania[2], Rumania. Noche del 31 de octubre de 2018
Era un lugar privado de alma, corrompido hasta lo más profundo de sus cimientos. Su olor, vetusto, no se combatía con modernos ambientadores ni tan siquiera con purificadores de aire, permanecía ahí, impregnándolo todo, igual de infecto que la peste… Y la atmósfera, oh, la atmósfera en aquella fortificación de mediados del siglo xiii d. C. se percibía densa, espesa como la sangre coagulada que se cuajaba tras brotar profusamente de una herida. También hacía frío, nada reseñable teniendo en cuenta la impertérrita niebla posada sobre la fortificación, que asfixiaba la luz y, con ella, toda la calidez.
—Hasta mañana —se despidió Zak al cruzarse por el corredor con un miembro del extenso equipo de rodaje.
Este le respondió agitando la testa y él, a su vez, le correspondió con el mismo gesto sin dejar de marchar pasillo a través. El mundo siempre le lucía gris detrás de las lentes oscuras, pero también era cierto que la penumbra se había hecho más presente a lo largo de los dos últimos días que llevaban en el castillo. Como director y presentador del (falso) docurreality Buscadores de misterios, podía dar fe de lo que suponía pasar jornadas enteras —o hasta dormir— en un lugar desangelado, aunque, según su parecer, todo era cosa de superchería, de la vana imaginación mortal. Jamás, en los años que llevaba en antena, le había sucedido algo digno de recibir la etiqueta de sobrenatural o inexplicable y, por ello, le molestaba que un grupo curtido como el suyo se hallara tan incómodo. Cabía destacar que él había pasado gran parte de su desdichada adolescencia con la nariz enterrada en revistas como Creepy o embebiéndose de las letras de Stephen King y, luego, bombardeándose la retina con producciones de Hammer. Un chico con ortodoncia, acné severo y algo de sobrepeso no tenía las cosas muy fáciles en los salvajes 80. Todos esos estímulos convergieron para hacer que desarrollara un siniestro lado artístico y un magnifico olfato en cuanto a encontrar buenas historias, y Ceată las tenía.
—Esta es —dijo al arribar ante la puerta de la que iba a ser su estancia. La anterior la había cambiado con Rob, uno de los cámaras, ya que este le había dicho que en ella acontecían cosas que era incapaz de explicarle.
El pesado tirador de hierro chirrió y la puerta de madera se abrió para recibir en el dormitorio al antaño niño con miedo y por entonces hombre, apodado Zak sin miedo. La luz de las velas, llorando su cera en los candelabros, ejercía de seguro por si la instalación eléctrica caía pese a los nuevos generadores. Con respecto a los muebles, estaban magníficamente conservados gracias al trabajo del equipo de restauración del castillo, y semejaban congelados en el tiempo, al igual que los brillantes cortinajes a medio correr de los ventanales, por los cuales, y horadando la niebla, se filtraba el relente plateado de una mortecina luna.
—Un poco más de lo que quiera que sea eso y acabo pedo —murmulló Zak, refiriéndose a la ingente cantidad de Țuică[3] servido durante la cena. Tras esta, ni uno solo de los trabajadores de la fortaleza había tenido a bien permanecer entre las rocosas paredes, al igual que las otras dos noches. Bueno, tampoco era nada misterioso, desde el día D les habían tenido que sacar la información con sacacorchos y lo poco que habían obtenido eran viejos cuentos de strigois[4], licántropos y espectrales mujeres cuyos besos sabían a muerte —¿Qué esperar de gentes todavía arraigadas a la salvaje tierra de los Cárpatos? —masculló él, cerrando la puerta. Se frotó la nuca con la diestra y se sacudió la chaqueta, la descolgó de los hombros y la colgó del respaldo de la silla del nada humilde escritorio. Renegó de las gafas sobre la mesa y bostezó. Tenía calor.
«Será cosa del alcohol», pensó. De hecho, estaba sudando; cuentas salobres le desfilaron por el cuello, pirueteándole en la cadena y la cruz de plata. Ja, él, por descontado no creía en un ser todopoderoso; en cambio, sí creía en el amor de madre—. Un par de horas de sueño y me pondré con ello —se dijo, mirando de reojo la carpeta recopilatoria de la última leyenda por guionizar. Reflejado por el espejo de pared, se despojaba de botas y calcetines cuando…
El indudable, el inequívoco golpe de nudillos resonó al otro lado de la puerta y, con él, la desaparición de la luz artificial que dejó paso en su lugar a las llamas de las velas.
—Jodida instalación —protestó Zak. —¿Qué pasa? —preguntó, marchando hacia la entrada; una vez ante ella, y al no obtener respuesta, abrió. Frunció el ceño, extrañado. No había nadie.
En otras circunstancias habría convenido en que todo era una broma por eso de darle vidilla a la víspera de Todos los Santos; no obstante, y dados los ánimos del equipo, sabía que no era así. Miró a un lado y al otro del corredor, iluminado en sendas direcciones y al fondo por velas suspendidas de candiles de hierro. Seguro que las tripas del hotel Overlook se presentaban más amigables que dicho pasillo, adornado con cuadros desdibujados a causa de la oscuridad.
Dos puntos incandescentes adquirieron forma en mitad del corredor.
—Vaya, los vampiros hacen truco o trato —se jactó Zak, y no de las pobres gentes aquejadas de porfiria[5], sino más bien del loco irlandés de Bram Stoker y su Drácula. Invidente al peligro, aguardó unos segundos por si aparecía alguien rasgando la oscuridad y, al ver que era en vano, cerró.
Minutos después, uno, dos, tres nuevos golpes de nudillo lo reclamaron al otro lado de la puerta.
Zak, acalorado, pretendió abrir las ventanas, pero no tuvo éxito y se deshizo de la ropa a excepción de los bóxeres. Se sacudió la modorra para finalmente ponerse a trabajar y, ante la nueva llamada, izó la vista del libreto titulado Crina[6] Chiajna, de Poenari. Acomodado en la cama de ricos doseles y robusto cabezal, resopló. —¿Qué coño os pasa? —ladró poniéndose en pie. Zanqueó hasta la puerta en un borrón de tinta que homenajeaba a Vampirella, Freddy Krueger, Leatherface y Pennywise, el payaso bailarín; jaló del tirador. A medio camino entre la puerta y el lecho, yacía en el suelo el argentado crucifijo.
—Buenas noches —saludó Crina. El acento rumano salpimentaba su melodiosa voz con cierto eco. Medio sonrió al otro lado del umbral como si tras los labios guardara algo, tal vez un beso o quizás otra cosa. Sus azulados ojos estaban sembrados de la luminosidad de un crepúsculo estrellado y su rucia cabellera desprendía un olor floral. Aun en la penumbra, su venusiano cuerpo se discernía descarado debajo de una camisola verde. —¿Me das tu permiso para entrar? —preguntó, agitando el pie derecho, aproximando la puntita del descalzo pinrel al límite entre el umbral y la habitación. Alrededor del lívido tobillo le bailaban unos cascabeles.
Zak, patidifuso, tardó algo en reaccionar.
—¿Para entrar…? —Las palabras se le quedaron atrapadas entre los dientes. La observó, arrobado y con la verga percutiéndole contra la molesta ropa interior conforme se empalmaba. Por cuestiones obvias, estaba acostumbrado a las groupies y con una u otra había tenido sus escarceos, mas nada qué ver con la fémina ante sí. La camisola que ella vestía era tan fina que apreciaba a la perfección la forma de las empitonadas tetas y sus pequeños pezones, como perlas semiocultas bajo una capa de fina arena. Hasta discernía el triángulo velloso del pubis. —¿Aquí? —logró articular, achacando lo del sonido reverberante a los efectos del alcohol, de fiesta en su torrente sanguíneo.
—Pues, ¿dónde si no? —adujo Crina, prolongando un poco la sonrisa, solo un poco. Enarcó una de las delgadas cejas y apuntó al dormitorio con la mano zurda imitando al pie derecho. La tela de la camisola le resbaló por la levantada pierna, exhibiendo muslo. —¿Me das tu permiso? —insistió, melodiosa.
—Sí, puedes entrar —dijo Zak antes siquiera de pensarlo, y dio dos pasos hacia atrás, invitándola. —¿Qué haces aquí? —interpeló con cierta inocencia, pese a la erección que lo aporreaba en la linde de la goma de los calzoncillos. Ella, fuera quien fuera, se llamara como se llamara, le prendía el deseo a modo de polvorín. Un escalofrío le recorrió la medula espinal, sacudiéndole la enjundia de los huesos.
—Compañía en la noche fría —contestó Crina apeando la pierna hasta posar el pie en el piso, más allá del umbral. Entró en el dormitorio de forma lícita, sin trampas. Las flamas de las velas chisporrotearon intensificando su luz y proyectando sombra, de la que ella carecía. No, no iba pegada a sus pies descalzos mientras avanzaba a través de la alcoba y tampoco le guardaba las espaldas. Enarbolando un tanto más la mano extendida, la agitó con disimulo, exiliando al crucifijo al castigo de una esquina. —Zak sin miedo, no deberías brindar entrada a la ligera —canturreó, tamborileando los dedos en el pecho de este, justo encima de su palpitante corazón. —Puede que las intenciones del recién llegado no te convengan.
La puerta se entornó a causa de una ráfaga de viento inexistente o de la imaginación de Zak o, tal vez, de la tuya, querido lector.
—¿Noche fría? —jadeó Zak, quien hacía nada estaba sudando y ahora…, ahora sentía algo de frío. Amén a que la presencia de la mujer lo empujaba a un estado febril y no era para menos. —Nena, no sé cómo te lo has montado… —esgarró conviniendo consigo mismo que mañana hablaría con el equipo en cuanto a la brecha de seguridad. Esa noche se había colado ella; sin embargo, mañana podía hacerlo un loco, un asesino. El tacto de esta le puso la piel de gallina y le revolvió el lácteo contenido de las pelotas. —¿Cómo te llamas? —Quería saberlo, precisaba hacerlo. Su corazón repicaba apresurado, equivalente al tañido de campanas de la iglesia sajona y fortificada del pueblo adyacente.
—Ajenjo —ronroneó Crina; le rodeó con el brazo zurdo el robusto cuello y acercó su semblante al de él. Le tomó la boca en un beso exigente, colmado de lengua y roce de dientes, en especial de colmillos. Sus pechos pujaron contra los definidos pectorales de Zak, derrapó la mano diestra en su vientre y la descolgó para sujetarse a continuación en la dureza oculta de la verga. —Absenta —rio, concediéndole un respiro y friccionando la nariz en la perilla de él, a la par que, en la palma, le acunaba la revenada polla.
—El hada verde[7] —musitó Zak en un estrangulado resuello tras el beso de Crina, el cual evidenciaba su nula mortandad, pero él no era capaz de advertirlo. El sabor de la saliva de esta se le caramelizaba con el calor de su mismo aliento, flambeándose, y el roce de los dientes les sacaba punta a unos colmillos más que afilados. Así como el hielo quemaba, confiriendo una falsa sensación de calor, él creyó que la piel de la mujer era tórrida. —¿De qué clase de sueño has salido? —barboteó, excitado; la polla en mano de Crina le aullaba, hambrienta y lobuna.
—De uno que jamás podrás olvidar, Zak —juró Crina. Acarició la revenada erección por encima del bóxer, sopesándola en la palma. Chascó la lengua y la soltó, tirando de la prenda hasta desterrarla a los rotulas. Observó la piel rasurada con cierta curiosidad y le asió la erección, masturbándola desde su nacimiento a su óbito, en el receptivo glande; obtuvo por ello en prenda un nacarado collar de presemen que cayó al suelo, cuenta a cuenta. —Dime que vas a ser mío —reclamó, acrecentándose la reverberación en su voz; arrió la mano zurda, que ubicó en el pesado sacro escrotal.
—Nena, lo que tú quieras —lloriqueó Zak, gozoso. La masturbación le estaba martilleando hasta las meninges. Atrancó los ojos, respirando por la nariz y ondeando todo él al compás de las de femeninas caricias. —¡Lo que quieras! —exclamó en un grito ahogado, mirándola de sopetón cuando ella lo agarró por las pelotas. Un agudo dolor aumentó la intensidad del placer al masajearle los testículos sin desatenderle la verga.
—Dímelo, Zak —demandó Crina, rotando los testículos como canicas en una bolsa de raso. Los gemidos de él provocaron a las velas, que chisporrotearon siseantes. Detuvo la masturbación al exprimir un sabroso caño de masculina esencia, la cual fue a parar directa al piso. —Dime que eres mío —exigió, pausando entre y letra y letra, retozando con su pronunciado acento.
—Tuyo, soy todo tuyo —resolló Zak, sincero. Para su anubarrada mente no había nada más que ella y para su cuerpo, igual. Casi podría decirse que el pájaro bombeante soterrado en su pecho, en un nido venoso, aleaba por Crina. Ávido de su boca, movió la cabeza en busca de un nuevo beso mientras hilillos de presemen pirueteaban conectados entre las manos de ella y su pétrea polla.
—Eso es —asintió Crina, retirando las manos y denegándole el beso. —Túmbate en el lecho —La orden fue ejecutada no por voluntad de Zak, sino por la suya propia. Se pinzó los extremos de la verdosa camisola y se la quitó, exponiendo su nívea desnudez. Arribó a la cama en un serpenteante contoneo y trepó al colchón. Reptó sobre Zak, frotando los senos en sus piernas, muslos, sexo, vientre y torso. A la altura de su rostro rehuyó por tercera vez el solicitado beso, ladeó la rucia cabeza y la escondió en el cuello de este, lamiéndole la viva yugular. —Ya eres todo mío —ronroneó, incorporándose con una sonrisa llena de colmillos.
Zak enganchó las manos a las sábanas bajo sí, hincando las uñas. No sabía muy bien de qué manera había llegado a la cama o cómo los bóxeres habían pasado de sus rodillas al suelo, ¿y qué importaba? Ahí estaba, más excitado que nunca. La contempló mientras Crina trepaba sobre él y él sentía la dureza de sus pezones, afilados como estacas.
—Me vas a matar —gorgojó sin pretender ser literal.
—No, no voy a matarte, Zachary —rio Crina, apeándose, lamiéndole y mordisqueándole el pecho; se dio un banquete con los delimitados abdominales y se ubicó a la sombra de sus piernas, justo entre ambas. Le apresó la polla con la diestra, ocupando la zurda en el estrecho y fruncido ano, dilatándolo, dándolo de sí. Liberó un chorro de baba para lubricar la verga. —Y no porque no tenga potestad o hambre para hacerlo —dijo para cebarse la boca con la polla prendida hasta el tope de la garganta.
—Dios… —gimió Zak, irreverente. Apretó el vientre y curvó las manos en las sábanas, rajándolas. Los doseles encima de ellos oscilaban por sus resuellos, por el incontrolable ritmo de su respiración. En otro momento, con otra mujer, se habría opuesto a que se recreara con su ano; aquella era zona prohibida o lo había sido. Sin saber si tenía los ojos abiertos o cerrados, jadeó extasiado por la combinación placentera de la boca mamándole y el dedo acariciando, pujando en el recto.
Un silbido seccionó el aire.
—Él nada tiene que hacer aquí —tarascó Crina con el rostro frente al de Zak. Ni una hebra de cabello cabría entre ambos. Su movimiento fue tan rápido que a ojos de este se hizo imperceptible. Arrimó a los labios de Zak el dedo índice de la mano zurda. —Abre la boca —demandó, desprovista del humano parpadeo, y añadió: «Chúpalo».
Zak pasó de tener la verga morando en las insaciables fauces de Crina a verse expropiado de las mismas. Turbado, deglutió, viéndose reflejado en los hipnóticos ojos de esta. La necesitaba, y esa era una necesidad que lo carcomía, por ello su cerebro, como el de un adicto, no racionalizó. Lamió, le chupó el índice plañendo la miseria dolorosa de una polla al filo del clímax, incapacitada para acabar sin la conformidad de la nocturna visitante.
—Beberé de ti calmando mi sed, mas tú… —comenzó a decir Crina retornando al valle de lampiña piel en el que se erigía la acerada verga. Pasó la sinhueso por la uretra y penetró con el índice en el ensanchado ano, hacia arriba, tanteando el punto P. Lo incitó estimulándolo con una persistente fricción y presión. —Tú, Zak, siempre me anhelarás, pese a que tu moral te fustigue por ello —sentenció, tomándole la polla.
—Me voy a correr… —anunció Zak, lloroso. El esperma que le bullía en las pelotas trepó por todo el revenado tallo y explotó en la boca de Crina. El orgasmo prostático lo hizo apretar los párpados con tanta fuerza que una hermandad de chiribitas le desfiló ante los ojos encapotados. Retorció las manos, jalando las sábanas, y gimió, ronco, rasgado por el clímax. Su cerebro, ebrio de oxitocina, persistió sustentando la dureza de la erección y disparando largos caños de simiente. Iba a fenecer de puro placer, de la piel se le iba a salir la tinta y los pulmones iban a prendérsele en llamaradas. Jadeó, quedándose vacuo y aturdido, hecho un amasijo de doloroso gozo.
Crina lo recolectó en la lengua, bebiendo de la viva fuente que era su polla. Percutió una última vez en el estrecho esfínter, enardeciendo a la inflamada próstata y exprimiendo con la mano el enfebrecido sexo. Cuentas blanquecinas le salpicaron el hermoso semblante y le oscilaron en translucidos hilos desde la comisura de la boca hasta el mentón.
—Zachary, Zachary —tarareó, trepando por encima de él, frotando sus pechos contra el veleidoso torso de este y salpicándole con la mezcolanza a base de semen y su saliva. Le acarició el semblante, contraído por el placer, y sonrió antes de besarlo y darle a probar de su propia esencia.
Nadando en un océano atemporal, Zak gimió y se relajó, y flotó a continuación en una corriente de calma. En el silencio instaurado en su mente a consecuencia del soberbio clímax, se coló la voz de la mujer nombrándolo, convocándolo. Incapaz de abrir los ojos, respondió a su beso refocilándose en la sapiencia terrosa, primaria y… «¡Alto!», gritó la vocecilla de su cabeza, esa que clamaba por la supervivencia y que hasta entonces se había hallado bajo un ancestral y lóbrego encantamiento. El sabor mutó, tornándose metálico, salífero y desagradable, como a sangre. Abrió los ojos y…
—Oh, Zak —chistó Crina, fingiendo un puchero, con la cara nevada y una sonrisa rojiblanca repleta de dientes y afilados colmillos. En sus ojos se estaba desatando una tormenta de pupilas dilatadas y rusientes iris. —Mírate, estás hecho un estropicio —rio, pasándose la punta de la lengua por el renglón marfileño de la mandíbula superior. Apuntó con una mano hacia el espejo en la pared, apremiándolo a enfrentarse al reflejo.
Zak cedió, confiando en que lo que fuera que estuviera sucediendo fuera producto de su mente; seguro que era una pesadilla, los monstruos no existían, no habitaban bajo las camas o aguardaban en el fondo de los armarios. Ladeó la cabeza y la refracción en el espejo lo presentó a él, solo en la cama y con múltiples dentelleadas relumbrando en un vivo color rojo y asperjadas de alba corrida. Cerró los ojos, conteniéndose el alma para que no le saliera por la boca con el grito aterrado que necesitaba proferir. La hermandad de pompas luminosas que no se había marchado se unió tras sus párpados, formando un titileo de imágenes de espadas blandidas y melladas, bosques de picas humanas en lugar de árboles, frutos podridos, gusanos necrófagos que se enroscaban sobre sí mismos, huesos tarascados en fauces lobunas y cenizas al viento, corroídas por el transcurrir del tiempo.
—No me digas que… —Crina le prendió por el rostro y se lo volvió. Sus ojos se encontraron con los de Zak y se inclinó sobre él, depositando un gélido beso en sus trémulos labios. La piel se le anocheció, estallando en un tropel de gritones murciélagos que, rabiosos, aletearon rasgando los doseles, agujereándolos y muescando la madera de las columnas del lecho para dirigirse a la puerta. Percutieron contra ella y la horadaron, inmersos en un desenfreno de astillas, alas rotas y patas mutiladas hasta lanzarse contra la pared del pasillo.
La luz eléctrica regresó, alumbrando con la modernidad una carnicería digna de las de antaño. El olvidado crucifijo de Zak proyectó un fulgor en tanto la sangre se esparcía por el suelo, aproximándose y mancillándolo al igual que a la verde camisola.
—Crina —pronunció Zak, recordando el título del libreto cercano a su pie derecho.
Salió de la cama, pisando el viscoso piso y con el sabor metálico del femenino beso en la boca. Anduvo tironeando de su cuerpo que se desleía; el cantarín soniquete de los cascabeles en el tobillo de ella era ahora el goteo de su sangre al abandonarlo. Empujó la puerta y salió al corredor, donde se topó con el retrato irrigado de carmesí. Era ella, esa misma mujer vestida de época y engalanada de joyas; esa misma por la cual su verga aún palpitaba recordando el oscuro placer.
—¿Tienes miedo? —susurró Crina desde el retrato y sin que sus labios se movieran para articular; no obstante, sí lo hicieron para sonreír.