Valérie Tasso regresa con esta soberbia historia erótica; un relato que navega en las aguas del voyeurismo y la lencería como fetiche.
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La fiel clienta de la corsetería Adolf’s Lingerie
«Treinta minutos hace ya que hemos abierto y todavía no ha llegado», se dice Adolfo para sus adentros. «Seguro que está por ahí contoneándose con las bragas que compra aquí», piensa, medio enojado.
Adolfo heredó el negocio de sus padres. Era una mercería de las de toda la vida, pero él consiguió, imponiendo su espíritu empresarial a las resistencias de su madre, convertirla en una boutique de lencería fina.
«Esa línea de crédito nos llevará a la ruina, hijo mío. Y ¿quién, en este pueblo, se va a poner unas bragas de licra y raso de seda elástica con motivos florales bordados sobre tul?», le decía un día sí y otro también su madre. A lo que Adolfo siempre replicaba «¿¡Qué sabrás tú, mamá, de espíritu emprendedor!?».
Al fallecer su progenitora en avanzada edad, preso de sus instintos emprendedores para el comercio, le cambió el nombre al negocio y pasó de Moda y Costura Martínez (en el barrio, todo el mundo la conocía por «La Martínez») a Adolf’s lingerie.
Tenía una empleada, Antonia («Toñi, la de la Martínez»), una chiquilla espabilada que se desenvolvía bien con las clientas, y a la que Adolfo se esmeraba, cada día, por pulirle las formas y afinarle la vestimenta.
Sucedía que, desde hacía un año y medio, aproximadamente, todos los primeros viernes de mes, a las cinco de la tarde, con puntualidad, aparecía la misma clienta; una hermosísima y, al parecer, adinerada chica de la capital. Esta escogía meticulosamente entre los productos más caros recién llegados al establecimiento, se probaba los que podía y adquiría un buen número de ellos.
–Ya está aquí, Don Adolfo –susurró, con la misma discreción que entusiasmo, Antonia, como si Adolfo no llevara treinta minutos con la vista fija en la puerta.
Saludó a los presentes con un delicado gesto de la cabeza, al que Adolfo respondió con una media sonrisa, más azarada que sincera, y, tras un leve vistazo general, se dirigió hacia unas braguitas brasileñas con transparencias y motivos florales. Antonia, como un perdiguero fiel, la seguía.
–Sin duda que tiene usted un magnífico ojo, señorita… Estas nos acaban de llegar; son de licra y raso de seda elástica, con los motivos florales bordados sobre tul. Seguro que a usted le quedarán de maravilla –dijo, solícita, la empleada.
La joven clienta deslizó con elegancia ambas manos por entre la braguita, de manera que pudiera extenderla frente a ella y valorar las transparencias y la talla. Adolfo, que simulaba realizar alguna tarea en la caja, no podía dejar de mirarla de reojo, imaginando esas transparencias pegadas a su pubis con el vello oscuro que contrasta con el blanco de la seda, y unos firmes y espigados glúteos expuestos a la vista, y separados entre sí solo por la suave línea del raso. La excitación crecía en él como si le hubieran prendido una antorcha en la columna vertebral y, por un instante, su mirada se centró con más fijeza de la que quisiera sobre la espalda y la larga y morena cabellera rizada de la clienta. Volvió a bajar la vista inmediatamente.
–Me las llevo –dijo la joven depositando con suavidad las bragas sobre las manos de Antonia–. ¿Por cierto, le han llegado ligueros nuevos? – preguntó.
–Claro que sí, señorita, precisamente esta mañana –dijo Antonia, y se apresuró a mostrarle unos negros de encajes y tul bordado, que parecieron satisfacer las expectativas de la joven.
–¿Puedo probármelos? –preguntó, y el corazón de Adolfo dio un vuelco.
Desde el probador, la cortinilla no acaba de cerrar del todo y Adolfo vislumbra cómo la joven retira por su cabeza el vestido negro. Queda expuesta su infinita espalda y sus carnosas y fuertes nalgas, y la larga cabellera negra le cae por los hombros. Ella se ajusta los ligueros sobre las medias caladas de seda, y Adolfo nota que le falla la respiración y que es fuego lo que respiran sus pulmones… Si el tiempo pudiera detenerse… que lo hiciera en ese mismo instante.
–También me los llevaré –dice la hermosa clienta, alargando el brazo desde el probador para entregarle los ligueros a Antonia.
–¿Desea usted alguna cosa más, señorita?
–Sí –comenta la hermosa joven, con un leve gesto que reajusta su vestido sobre la espalda –Me llevaré los sujetadores a juego con las bragas.
Adolfo se acuerda de cuándo los sacó de la caja, y, de aquí en adelante, se apretarán contra los pezones de su clienta más fiel, y se rasgarán. Siente como ahora va a estallar su pantalón, viendo en su imaginario a la joven, excitada, porque algún cretino con más pasta que él le está lamiendo su jugosa entrepierna.
Antes de pasar por caja, la clienta retira del perchero un body negro de encaje y lo deposita, junto a lo anterior, en las manos de Antonia.
–¡Una compra de mil doscientos euros, don Adolfo! ¡Esta chica nos salva el negocio! –clama con júbilo Antonia, mientras Adolfo, por el pasmo de la excitación, finge un gesto apreciativo, que no puede disimular la línea de resignación que se dibuja en su rostro.
Todos los primeros viernes de mes, por la noche, Adolfo coge su Audi de gama alta y se dirige a la capital. Elige el mismo taburete en la barra de Chez Froilán, pide un Dry Martini y espera…
–¿Podemos pedir champagne esta noche, mon chéri? Estos multimillonarios la dejan a una seca…
Adolfo se gira y puede verla con el mismo vestido negro, la melena morena y su espectacular belleza sobre tacones infinitos. Piensa que, seguramente, llevará puestas las bragas de licra y raso de seda elástica con los motivos florales bordados sobre tul… si algún multimillonario no se las ha comido ya.
–Sí, claro, cómo no –titubea Adolfo. Y añade– Solo quería pedirte una cosa, si fuera posible…
Los grandes ojos azules se posan sobre los de Adolfo. Él nota cómo su piel y su pensamiento se estremecen.
–Verás… es que el negocio no va muy bien y solo quería pedirte que… si la próxima vez pudieras llevarte género por algo menos de valor, te estaría… mmmm… ¿Cómo decirlo?… muy agradecido.
Y mientras un leve gesto de enfado se dibuja en las cejas de su hermosa acompañante, Adolfo paga las copas con la misma línea de crédito que paga el coche, el salario de Antonia, las pérdidas de Adolf’s lingerie y el «acuerdo voyeur» con su joven y fiel «clienta».