Disfruta de otro relato con alta intensidad erótica de Andrea Acosta.
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Versace on the floor
Los Ángeles, Estados Unidos. 14 de mayo de 2019
En sendos martinis nadaban las luces de la ciudad.
Caitlyn, enfundada en un elegante Versace que resaltaba el color melocotón de su piel, bebió solo un sorbo del cóctel, cuyo palillo, desnudo de oliva, quedó apoyado en el cristal de la copa.
—Mañana, el local será suyo —comentó sin mirar a su interlocutor, justo a su lado y (peligrosamente) cerca. Interpuso distancia entre ambos dando un paso hacia atrás, depositó la bebida en la mesa, recogió el bolsito de mano y añadió—: Puedo pasarme por aquí a recogerlo a las ocho en punto y, después, marcharnos. O quizás prefiera que nos reunamos ahí mismo para la firma.
Logan disimuló la sonrisa tras el borde de la copa y, observando a la mujer, aguardó unos segundos antes de responder.
—Me inclino por la opción de que tú te quedes aquí hasta mañana —calló un segundo para empinarse el martini—. Llegada la hora, nos iremos juntos a la firma.
—En ningún momento me he planteado algo parecido, señor Clifford —alegó ella, agitando la cabeza.
Los mechones rucios cortados a la altura de las pequeñas orejas le daban un aspecto distinguido. Caitlyn, a sus cuarenta (y cuatro), con una empresa inmobiliaria del todo asentada y prolífica, hijos criados y un divorcio añejo, consideraba que no estaba en situación de establecer una relación sentimental con un recién estrenado treintañero que olía a peligro y…
—Creo que la mejor opción es que nos veamos en el local a la hora acordada —dijo, interrumpiendo sus propios pensamientos e insistiendo en el empleo del «usted». Todo fuera por obviar lo sucedido entre ambos.
—Huir no deshace lo hecho —reprendió Logan, volviéndose para contemplar la pareja de largas piernas que marchaban al son de los tacones y observar el pequeño y respingón trasero que tan bien le había acogido la polla la pasada noche. Depositó la copa sobre la mesa, al lado de la de Caitlyn, e inhaló con fuerza; tenía el perfume de la fémina enterrado bajo la piel, socavado en las células, como su sabor, que le impregnaba la boca pese al amargor del martini.
—No estoy huyendo —mintió Caitlyn. Frunció los labios y detuvo el paso en contra de la voluntad de aquello mal llamado, en ese caso, «conciencia». Apretó las asas del bolsito entre los dedos y, adelantándose a que Logan se pusiera a relatar un surtido de detalles de cada uno de sus (seis) encuentros sexuales, soltó—: Y no es necesario que me recuerde nada —Su cerebro se encargaba de ello, rememorando cada escena, reproduciéndola con tal ahínco que el deseo comenzó a calarle la ropa interior y los pezones friccionaron la centelleante tela del vestido.
Logan se guardó las zarpas en los bolsillos del pantalón; la camisa blanca marcaba el relieve definido de las anchas espaldas y el valle de los pectorales. Dirigido por los pies metidos en relucientes zapatos de pico de pato, arribó a la altura de Caitlyn y se inclinó un poco hacia delante, respirándole en la nuca. Su aliento se condensó sobre la piel descubierta hasta media espalda. Si bien, no emitió vocablo; el gruñido que le brotó de las cuerdas vocales y la dureza alargada que empujaba la tela del pantalón para rozar las femeninas pompas dejaban patente el deseo que sentía.
Caitlyn venció los párpados sobre los azulados ojos, vedando la vista a la salida, una que, por descontado, no quería cruzar. Despegó los deditos del asa del bolso, que se desplomó en el suelo igual que su (condenado) recelo. Rehuir de la red, del hilo rojo que los unía por los meñiques, era un acto irracional y doloroso, tanto como el vacío que le rasguñaba las entrañas, rabiosas por tenerlo morando en su interior.
«Crcrcrrrr», zumbó la cremallera del Versace cuando Logan la deslizó hasta el tope.
—No lo necesitas, quítatelo —ordenó, besándole la delgada cerviz. Observó cómo Caitlyn elevaba los brazos, se descolgaba el vestido de los hombros, lo dejaba caer al suelo, entre los espigados tacones, y quedaba desnuda salvo por las negras puntillas de las bragas—. Date la vuelta —mandó, enronquecido.
Cuando ella acató y exhibió la piel sembrada de bonitos lunares, la verga le aporreó el pantalón, exaltada, sobre la colmada convexidad de los testículos. Abrupto, la asió por la cintura, la clavó contra la pared y ahogó el femenino gemido en su misma boca.
Amén. Que Logan estableciera un nuevo credo y ella sería su eterna devota. Bebería de él, comería de él, moriría por él con cada (jodido) orgasmo. Temblorosa, correspondió al beso que le engullía el alma y le poseía el cuerpo. Sus pechos, pequeños y endurecidos, se clavaron en el torso de él, y el latido de ambos corazones se coordinó.
—Fóllame —suplicó, imploró, rogó en el resquicio abierto entre sus bocas.
—Todavía no —respondió Logan, emborrachándose a través del aliento de Caitlyn. Detractor de tener las manos ociosas, separó los dedos y acarició la suave curvatura de los senos, subió a la redondez de las areolas y se entretuvo un poco con ellas—. Todavía no —insistió en respuesta al gimoteo. Gimoteo que, por cierto, se acentuó cuando prendió entre índices y medios los afilados pezones.
Caitlyn se dentelló el labio inferior con tal fuerza como para exhortarlo a sangrar, a desleírse en carmesí. El frío de la pared no le atemperaba al cuerpo ardiente. Con la boca llena del nombre de él y los muslos temblequeando mientras se gestaba un tsunami en su coño, se vio reflejada en los lobunos ojos de Logan.
Paró; Logan se detuvo, retiró las manos de los encendidos guijarros y le regaló una sonrisa llena, repleta de blancos dientes. Su objetivo ahora era otro. Diligente, pinzó los extremos de la ropa interior y la bajó hasta la mitad de muslos. A su mirada no escapó el largo chorro de flujo que se despeñaba desde los regordetes pliegues.
—Dulce como la miel… —vaticinó en un susurro. Anclando la mano diestra a un lado de la cadera, fondeó la zurda al cobijo de la vulva, que rezumaba deseo, y tanteó la entrada, rebañándose los dedos.
Él no solo le erizaba el vello, le erizaba la vida.
—Logan… —barboteó Caitlyn. Cedió a esa mano y separó un tanto más los muslos para darle pleno acceso a su sexo. Sus mejillas, envidiosas, adquirieron el mismo tono sonrosado que le embellecía los pezones; gracias a la luz nocturna, el rubio de su pubis semejaba oro puro. Vaya, ella, sin saberlo, lucía perfecta para ser enmarcada. Prorrumpiendo una ristra de ininteligibles tartamudeos, se meció en el gozo que le concedía el dúo de dedos al profundizar en sus adentros y rotar entre las trémulas carnes, rebañándolas como aquel que los introduce en un bote de miel.
Logan tendría que solicitar una visita al dentista tras sacar los dedos del acaramelado agujero y llevárselos a la boca, donde sintió el subidón azucarado picándole los premolares. Los succionó, regodeándose y lubricándolos más allá de los nudillos.
—Nena, voy a metértelos en el coño y a joderte con ellos hasta que te corras —aseveró, guiándolos al acogedor recoveco. Pujó uno y, a continuación, el otro, congratulándose al notar la fuerza con la que lo abrazaban las corcoveantes paredes—. Olvídate de todo, de Los Ángeles y sus gentes, del mundo ahí fuera, y solo disfruta.
Caitlyn cerró los ojos, embebiéndose de su propia saliva, lamentando no poder darle un trago al martini que había desechado en la terraza. Una vez, y de nuevo, el primer dedo irrumpió en su centro; millones de chiribitas de colores le restallaron detrás los párpados y, con el segundo, gimió a viva voz. Caitlyn izó la largura de las pestañas, devolviendo la luz a sus iris, y se miró en los cristalinos de Logan. Las palabras de este ejercieron de bálsamo para las necedades que le emponzoñaban la mente y el cuerpo, y se rindió al placer.
—Eso es… —ronroneó Logan, restregando la punta de la nariz contra la de Caitlyn mientras iniciaba con los dedos un lento movimiento de mete y saca que pronto acompasaron las caderas de ella. El calor en su sexo aumentó a la par que la lubrificación que rebosaba fuera de las íntimas dobleces. Sabedor de que el clímax estaba próximo, incrementó la velocidad, salvo cuando presionaba con las yemas el bendito Punto G.
Llorar de placer, cuán paradójico le resultaba a su enardecido cerebro. Caitlyn se aferró a los hombros de Logan temiendo que las rodillas le fallaran.
—Me voy a correr, me voy a correr —gimoteó con perlas de flujo fluyéndole del coño a falta de las del collar que no portaba en el cuello.
— ¿Y para quién te vas a correr? —interpeló Logan, estoico respecto a su propia necesidad de meterse en el calor de Caitlyn, de tomarla contra la pared para finalizar descargando en su interior todo el lácteo amor que tanto le pesaba en las pelotas. Giró los dedos, apurando el ritmo, y le besó el acentuado arco de Cupido.
—Para ti… —jadeó ella, fervorosa. Caitlyn se estremeció, flameando de dentro hacia afuera en cuanto el orgasmo le conquistó el cérvix y la hizo zozobrar en un placer que le desbordó los muslos, asperjando por el squirt los mágicos dedos de Logan, que ni con esas frenaron.
—Córrete para mí —convino él, el ancla del cuerpo convulso de Caitlyn. Oleadas de deseo le embadurnaron hasta la muñeca y le brincaron a la camisa, así como lo haría la arena de la playa.
La musicalidad del orgasmo y, sobre todo, su elemental aroma colmaron la estancia…
Caitlyn, por unos breves segundos, perdió la noción de todo. De todo, salvo de Logan. Rendida, se supo sostenida por él y acunada por su respiración. Escuchó su voz en la lejanía, casi con eco, llamándola, invocándola… Parpadeó entre los masculinos brazos con el sexo vacío de los dedos de él y paladeando un breve lapso no perdido, sino inmerso al completo en ese hombre.
Logan se las apañó para zafarse del cinturón, del molesto cierre del pantalón y del consiguiente bóxer. Aupó el cuerpo Caitlyn, rodeándolo con la fuerza del brazo, y con la zurda se empuñó la henchida polla.
—Ahora, sí voy a follarte —decretó, e hizo honor a su palabra. Se impulsó sexo adentro, deleitándose de las reiteradas convulsiones orgásmicas que aún lo dominaban.
El Versace yacía en el suelo, encomiado a la muda y, sin embargo, para ti, lector, tan audible canción de Bruno Mars…