Relatos eróticos

El Castillo. Parte 4: Vatra – Relato erótico

Todo lo bueno termina, pero no todo lo bueno termina con tanta exquisitez como esta increíble serie de relatos BDSM de Mimmi Kass.

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Relatos eróticos
Si te los perdiste, puedes comenzar esta historia erótica desde los relatos previos:
El Castillo. Parte 1: Puente levadizo
El Castillo. Parte 2: Barbacana
El Castillo. Parte 3: La Capilla

El Castillo. Parte 4: Vatra

Un vestido ceñido de seda, un precioso conjunto de lencería con liguero, las medias de costura trasera y unos vertiginosos stilettos la esperaban sobre la cama. María alzó la mirada hacia Dragomir, apoyado en el quicio de la puerta con una sonrisa torcida en su boca perversa.

―Esta noche vamos a salir.

―Imagino que no vamos a ir de excursión ―replicó María, algo más cáustica de lo que pretendía. La visión de aquellas prendas no le gustó. Prefería mil veces un vaporoso vestidito de verano y unas zapatillas de tela. O una bata blanca de laboratorio.

―Hoy vamos a celebrar las lecciones aprendidas y a derribar un nuevo límite ―prosiguió Drago, sin hacer caso de su tono mordaz―. Te llevaré a cenar a un lugar que te gustará, y después… iremos a un club.

―¿Un club?

María abandonó su suspicacia y lo miró con curiosidad. Drago era muy reservado, nada amigo de los sitios concurridos, más bien dado a actividades introspectivas. Un lobo solitario.

―Un club. Vamos, arréglate. Nos vemos en media hora en el salón ―se acercó a ella y tomó su barbilla entre los dedos. María se derritió ante el gesto de ternura―. No tardes.

Se duchó con cierto fastidio. Al salir, se dio cuenta de que había consumido la mitad del tiempo que tenía y su enojo aumentó. ¿Media hora para arreglarse? Lo había hecho a propósito, sabía que era imposible, así que se dedicó a disfrutar su ritual de belleza, alisando su larga melena castaña y mimando su piel.

―¿María? ¿Estás lista? ―Drago llamó a la puerta. No entraría jamás si ella no lo autorizaba y, por un segundo, dudó si emplear aquella ínfima arma de control sobre él.

―Pasa, aún no estoy lista.

Al entrar, Dragomir contuvo la respiración. María se cubría con aquel delicado conjunto de encaje y tul, que abrazaba su cuerpo como si estuviera hecho a medida. Sus pequeños pechos, realzados por las copas del sujetador, eran una invitación más tentadora aún; una tira ancha de arabescos circundaba sus caderas y el triángulo de su sexo quedaba tan solo velado por una capa de tul que parecía líquido.

―¿Te gusta? ―María se dio la vuelta lentamente sobre los zapatos de tacón. Sus movimientos se hicieron más sinuosos. Lánguidos. Ladeó el cuello y su gloriosa melena barrió su espalda en un ondular hipnotizante. Dragomir carraspeó.

—Me encanta, pero… —dejó la palabra flotando en el aire durante unos segundos. María lo observó, inmóvil, consciente del poder que tenía sobre él—. Pero otra vez me has hecho esperar. Y mereces un castigo.

María dibujó una sonrisa traviesa en sus labios y caminó hacia él. Con los estiletos, sus ojos quedaban casi a la misma altura. Deslizó las manos por la camisa blanca, impecable, y rodeó su cuello.

—¿Qué tengo que hacer, señor?

Él no contestó. Dibujó la silueta de su cuerpo con las manos, trazó la línea de su hombro con besos que terminaron sobre su boca y se sumergió en ella hasta dejarla sin aliento. Dejaba claro quién tenía el control. María jadeó. Su piel se erizó, sus pezones se contrajeron en un nudo de placer, su sexo se licuaba en lava caliente.

—Abre las piernas.

María obedeció. Drago posó la mano sobre su abdomen y ella se tensó en alerta. La mano se deslizó justo sobre la línea del encaje, y jugueteó sobre su piel sin tocar entre sus piernas.

—¿Sabes qué es esto?

María tragó saliva y alzó la mirada con dificultad. Dragomir sostenía entre los dedos un finísimo cordón negro del que pendían dos bolas idénticas de metal. Reconoció el grabado arabesco que definía todos los objetos de placer de la maleta y sonrió.

—Son unas bolas chinas.

—Abre la boca. Chúpalas.

—No es necesario —dijo María, al notar como sus bragas estaban ya empapadas en su esencia.

—Haz lo que te digo.

María se lamió los labios y los entreabrió, esperando. Dragomir apoyó la primera esfera entre ellos como si de una cereza madura se tratara. Empujó con suavidad, pero ella se resistió y comenzó a juguetear con ella. La besó, la chupó y la succionó, con los ojos fijos en los negros de Drago, provocándolo en un juego incitante. Sus manos no se movían de los hombros masculinos y notaba la tensión que los atenazaba. También la erección que se alzaba entre ellos, apoyada en su vientre, le decía que si jugaba bien sus cartas, no tendrían por qué salir a ninguna parte.

Acogió en su boca las dos bolas con maestría y Dragomir las retiró recubiertas en su saliva.

—Muy bien, mi pequeña niña. Ahora, abre las piernas un poco más.

La mano cálida y experta se internó bajo el encaje de sus bragas y María cerró los ojos en éxtasis. Se dejó caer hacia atrás, colgando del cuello de Dragomir, mientras él la masturbaba con pericia.

—Estás perfecta, María —susurró. Notó cómo separaba sus pliegues con delicadeza y, con la otra mano, insinuó la primera esfera, pesada y dura, en su entrada.

—Uhm. Necesito más —rogó ella. De su cuerpo caliente emanaba aquel aroma que volvía loco a Drago… María contoneó sus caderas para profundizar la penetración, pero él no se apresuró. Jugaba con las bolas describiendo círculos, una ya dentro de su sexo y la otra por fuera, sumiéndola en un estado febril de desesperación.

—No me hagas esperar —pidió de nuevo.

Y Dragomir hundió las bolas en su interior con un movimiento súbito.

—¡Sí! —exclamó María en triunfo. Pero él se alejó unos pasos.

—Parece mentira que todavía te pille por sorpresa —dijo él con una expresión traviesa en el rostro—. Yo estoy listo, así que me voy.

—¿Qué? Barbotó María, aún perdida en el prenirvana.

—Mandaré que un taxi venga por ti, exactamente…—Consultó su reloj de pulsera con un gesto que, de varonil y elegante, la excitó aún más— dentro de media hora. ¿Recuerdas la calle Stradun? —María asintió, acongojada. Era difícil no ubicar la calle más importante del casco antiguo, con sus tiendas lujosas y sus locales llenos de glamour—. Tendrás que caminar hasta el número 55. ¿Has entendido?

—Sí, señor —dijo con la cabeza algo gacha. Reconocía una derrota cuando la sentía en carne viva.

Drago le dio un beso casto sobre la frente. Ella contuvo las ganas de abofetearlo. Permaneció quieta hasta que traspasó el umbral de la puerta.

—¡Oh, una cosa más! —Se volvió en el último momento. El marco de la puerta encuadraba una imagen de pura lujuria y brillantez—. Tienes prohibido quitarte las bolas. Yo mismo te las quitaré en el Vatra.

—¿Vatra? —dijo María con dificultad. Sus labios aún estaban hinchados.

—El nombre del club. Fuego en croata.

La sonrisa lasciva que acompañó su aclaración la alertó aún más que la traducción de la palabra.

*****

El viaje en taxi fue de unos veinte minutos desde el castillo. Serpenteó entre los grupos de turistas que reían y hablaban a gritos, y la animación de los comercios aún abiertos pese a que eran más de las diez de la noche.

—Solo hasta aquí —dijo el conductor, en un precario inglés y con un encogimiento de hombros resignando—. Stari grad, no puedo pasar.

Sí, la ciudad vieja tenía varias zonas restringidas a la circulación de vehículos; cosa que se agradecía cuando la visitabas en modo turista, sin preocuparte de que te atropellaran. Pero ahora, caminando en aquellos vertiginosos stilettos negros de charol, y con las bolas chinas recordándole a cada paso que estaba excitada, se convertía en un más que molesto inconveniente. Esperaba que Drago no la hiciese esperar demasiado.

Llegó al número cincuenta y cinco. Una discreta placa de bronce en el muro de vieja piedra, con una sola palabra escrita en letras góticas, señalaba el lugar. Intrigada, empujó la enorme puerta de madera reforzada con hierro forjado y entró a un vestíbulo iluminado de manera muy tenue, en el que solo había un mostrador alto de madera, un libro de cuero y una pluma. Un obsequioso camarero, vestido con un traje gris, elegante y sobrio, le dio la bienvenida en croata e inmediatamente después en inglés.

—Dragomir Horvat me espera.

El hombre asintió con una pequeña reverencia y la condujo fuera de la penumbra. Atravesaron un jardín con senderos rastrillados y luces indirectas. Las bolas chinas seguían haciendo su trabajo y notaba la humedad descender por el interior de sus muslos, pero apartó todo para admirar el paisaje que se extendía ante ella. Entre los arriates de flores coloridas se intercalaban pequeños surtidores de agua. Desde luego, no se había imaginado así el lugar. En su mente había dibujado una discoteca enorme, de estilo ibicenco, como tantas había en el mediterráneo, con música atronadora y bailarines entrelazados en las pistas, entregados con fervor a la música, con ayuda de estupefacientes y alcohol.

Aquello era lujo y ostentación. Oriente y occidente en equilibrio perfecto. Mobiliario moderno de inspiración escandinava sobre alfombras persas. Espejos de líneas rectas y puras, y lámparas otomanas que colgaban del techo. María advirtió que las cabezas se volvían a su paso, pero ella estaba fascinada por el lugar.

Y entonces lo vio.

Dragomir estaba de pie, frente a una mesa estratégicamente apartada. Distinguió en sus ojos la adoración, el orgullo, el amor. Un vértigo indescriptible la embargó al saber que ella sentía lo mismo y sonrió. Caminaron el uno hacia el otro, sin prisas, para regodearse de la visión del otro.

Volim te, slatka djevojka —murmuró Dragomir sobre sus labios, y la besó con agresividad, sin importarle las miradas indiscretas, el murmullo escandalizado y las sonrisas condescendientes que arrancó del resto del comedor.

María caminó tras él con las piernas temblorosas y el sexo rugiendo de hambre.

—¿Qué significa? —dijo una vez se hubieron sentado.

—No tiene ninguna importancia. Solo expresaba mi admiración por lo bella que estás esta noche —respondió él, sin mirarla a los ojos, ocupado en extender la servilleta de algodón egipcio sobre su regazo.

Ella no insistió.

Por supuesto, Dragomir ya había pedido la comida. Las ostras estaban soberbias y María disfrutó con las manos de aquellos golpes de mar en su boca, siguió después un pescado con hierbas cuyo nombre se le hizo ininteligible, pero comió poco. Jugueteó después con la copa de frutos rojos, incapaz de seguir la conversación por más tiempo. Necesitaba quitarse las bolas. Y necesitaba un buen polvo. Ya.

Dragomir advirtió su desazón, porque dejó la servilleta a un lado sobre la mesa, apoyó los codos en ella y cruzó los dedos frente a su boca.

—María, nuestro tiempo juntos en Dubrovnik llega a su fin —dijo de manera frontal. Ella se envaró en la silla. Lo sabía tan bien como él, pero no habían hablado de ello de manera directa en ningún momento. Inspiró lentamente para controlar su respiración—. Han sido unas semanas maravillosas, y tú… —Se detuvo, indeciso. María esperó, intrigada por sus titubeos. No eran propios de él—. Tú, sin duda, eres una mujer extraordinaria.

Sonrió, halagada. Dragomir era muy parco en elogios, tanto en el quirófano como en el laboratorio… como en la cama.

—Me gustaría plantearte un último reto —prosiguió, recuperada ya la seguridad que lo caracterizaba—. Algo que sé que no te gustará cuando te lo cuente, pero si confías en mí, te prometo que será sublime.

María apretó los labios.

—Te escucho.

—El Vatra tiene una zona reservada. Es accesible a unos pocos privilegiados. En ella, se desarrollan las más diversas actividades —comenzó Dragomir con precaución, bajando el tono de voz—. Esta noche, por ejemplo, hay una fiesta especial.

—¿Qué clase de fiesta?

—Una fiesta donde no hay límites. Puedes ir desnudo o vestido. Puedes tan solo tomar una copa o participar en una orgía. Puedes observar y ser observado o puedes ser protagonista.

—Protagonista, ¿de qué?

—Ya lo verás.

—Drago, ¿qué quieres de mí exactamente? —María hablaba en serio, necesitaba más información o acabaría por levantarse de la mesa y marcharse.

—Quiero que te despojes de ese vestido maravilloso y me acompañes a la fiesta. Que te exhibas frente a todos y juegues conmigo al placer. Que estudies lo que otras parejas practican y, si quieres, prestarte a sus juegos. Quiero que pruebes el sexo sin la seguridad que da la intimidad. Quiero que te liberes —sentenció Dragomir.

La intensidad de su discurso la dejó clavada en el sitio. En su mente, el morbo por lo prohibido y los convencionalismos de su educación pugnaban en un equilibrio perfecto. Él esperaba, paciente.

—¿Tengo alternativa?

Drago asintió.

—Terminaremos de cenar, tomaremos una copa juntos y brindaremos por tu feliz retorno a España. No tienes que hacer nada que no quieras hacer.

Para reafirmar su respuesta, empezó a comer las frambuesas y arándanos de la copa con los dedos y una sonrisa amable en su rostro.

Ella no tocó el postre. Tardó varios minutos en decidirse. Así como no era amiga de tacones, vestidos sofisticados ni lencería cara, tampoco lo era de compartir su intimidad. Jamás había experimentado nada que no estuviera encerrado en lo más estricto de una pareja normativa. Y, sin embargo, la proposición de Drago la seducía, la intrigaba, la desafiaba a ir más allá. Dragomir casi había terminado con los frutos rojos y se levantó de la silla.

—Vamos. Y rápido. No quiero pensarlo más o me echaré atrás.

—¿Estás segura? —insistió Dragomir.

—Vamos ya.

Dragomir hizo una señal al camarero que los atendía, que asintió y los condujo a una puerta disimulada tras la barra del bar. Caminó con ellos un pasillo en el que, cada pocos metros, había una antorcha que iluminaba su recorrido con fuego. Fuego real.

El mozo los dejó frente a una puerta negra de cuero. María deslizó los dedos sobre el tapizado decadente de capitoné. Dragomir la retuvo del brazo cuando iba a entrar, decidida a entregarse a su suerte.

—Un momento, María. Quítate el vestido y dame tu bolso.

Ella no dudó. Si analizaba, se echaría atrás. Tenía que dejarse llevar.

Dragomir abrió la cremallera y la seda negra cayó al suelo. Dragomir se arrodilló para recogerlo y deslizó su mano por las medias hasta el encuentro de sus muslos.

—Estás empapada —murmuró, complacido.

—Estoy un poco incómoda —corrigió María, sorprendida por lo acongojada que sonaba su voz.

Sus dedos apartaron a un lado la tela de la entrepierna de las bragas y buscó el hilo de las bolas. Con delicadeza las extrajo. María reprimió una exclamación de sorpresa cuando se las metió en la boca y las saboreó. Las secó en un pañuelo de tela que obtuvo del bolsillo de su esmoquin, y las metió dentro de su bolso.

—Eres un pervertido —dijo ella, riendo para disipar la tensión.

—Eso aún no lo sabes —replicó él, con una sonrisa que era una invitación.

Entraron del brazo. Una música envolvente y sensual, que mezclaba jazz con sonidos electrónicos, los acompañó al centro del salón. El aroma punzante del sexo se mezclaba con el de unos inciensos repartidos estratégicamente por la estancia. Puertas cerradas y entreabiertas, también vestidas de capitoné, invitaban a descubrir secretos. Sofás y butacas acogían en sus asientos a parejas tríos o grupos, repartidos en torno a una larga mesa central.

—¿Por qué los hombres están vestidos y las mujeres desnudas o en lencería?

—No es así en todos los casos. Mira allí —dijo Dragomir, y señaló con disimulo a una mujer, ataviada en látex, recibiendo vino en una copa que servía un hombre desnudo por completo si no fuera por un llamativo collar—. Aunque es cierto que, en este caso, el número de dominantes masculinos es mayor. Vamos a pasear un poco.

María se olvidó de que estaba semidesnuda. Nadie les prestaba atención. Las parejas conversaban con tranquilidad, bebían y reían o se entregaban al frenesí en cada rincón. Dos mujeres se besaban con suavidad en los labios al tiempo que sus dedos replicaban exactamente los movimientos de la otra sobre los pezones en una caricia sensual y María se detuvo frente a ellas. Una de las mujeres la miró, invitadora, y lanzó una pregunta al aire que no entendió.

—¿Quieres unirte a ellas? —tradujo Dragomir en voz baja.

—¡No!, no —se apresuró ella en contestar. ¿Por qué? ¿Por qué había dicho que no, si en sus pechos creía sentir los dedos de aquellas dos mujeres como si fuera real? ¿Si su sexo palpitaba en placer hasta el punto del dolor?

Siguió caminando junto a Drago, aferrada a su brazo, bebiéndose con los ojos todo aquel desenfreno, todo aquel deleite. Se detuvo de nuevo, embelesada, ante dos hombres que, con toda naturalidad, pasaron de brindar con una mujer con estilizadas copas de champán, a despojarla de la lencería que llevaba, tumbarla sobre una plataforma mullida y adorarla con sus bocas, sus manos, cuerpos, hasta estrecharla entre ambos y penetrarla. Uno por delante. El otro por detrás. María no podía dejar de mirarlos. Anhelaba ser aquella mujer, verse venerada de ese modo, complacida por dos hombres.

—¿Te gustaría ser ella?

—No, no…—dijo, pero sus negativas eran débiles y perdían convicción.

—¿No? —presionó Dragomir.

Ella se mordió el labio inferior, rojo como la sangre, y bajó la mirada, escondiendo los ojos tras las largas pestañas cubiertas de rímel.

—No lo entiendes. Yo nunca he hecho algo así. No puedo.

—¿Y qué tal algo más sencillo?

María lo miró de nuevo, esperanzada. Dragomir la conduciría donde tenía que ir, pero donde jamás llegaría ella sola. Tomó su mano extendida y lo siguió a un chéster de terciopelo burdeos, algo apartado de la actividad frenética del salón y se sentó.

—Dame un segundo. Si alguien viene a tantearte, simplemente di «no». No tardaré.

María asintió y se acomodó sobre el sofá. Solo tuvo que declinar una oferta educada de compañía, cuando él ya había vuelto. María dio un respingo al ver la maleta de cuero negro en manos de Dragomir.

—¿Qué quieres decir con algo más sencillo?

—Voy a acariciarte. A venerarte y darte placer aquí, en este sofá. Tu tendrás en las manos decidir si quieres ir más allá —la tranquilizó él, abriendo las cremalleras. Sacó un extraño instrumento, con la forma de un hacha. María arrugó la nariz, intrigada.

—Nunca había visto algo así. ¿Qué es?

Dragomir lo dejó sobre el sofá, algo apartado.

—Ya lo verás.

Se sentó junto a ella y la reclamó sobre su regazo. María se sentó en sus piernas, pero estaba tensa, nerviosa, aunque el dolor por la necesidad de sentirlo dentro delataba su excitación.

—Relájate, tócame. Haz lo que quieras —susurró Drago en su cuello—. Olvídate del resto, solo importamos tú y yo. Dame un último recuerdo para coronar estas semanas contigo. No las olvidaré jamás.

La pasión de sus palabras acabó por derribar sus defensas. Descifró la confesión velada en sus ojos, «Volim te, slatka djevojka». ¿Podía existir entre ellos algo parecido al amor?

Encerró su rostro entre las manos y besó sus ojos oscuros. Mordió el hoyuelo de su mentón. Devoró sus labios hasta encender su cuerpo en una deflagración súbita, que se delataba justo debajo de ella.

—¿Quieres follarme? —preguntó entre besos pausados, acariciando su erección con movimientos circulares de su pelvis.

—Quiero darte placer —dijo él.

—¿No quieres follar? —provocó, y mordió su labio inferior hasta arrancarle un gruñido salvaje.

—No tengo inconveniente. Dímelo, y te arrancaré toda esa ridícula lencería delante de todos. ¿Quieres eso? —dijo en un tono amenazador.

María tragó saliva. Por supuesto que quería eso. Pero de nuevo dijo que no. Cerró los ojos, enojada consigo misma por su cobardía.

—No te preocupes, dulce niña. Tendrás tu placer.

Sostuvo «el hacha» frente a sus ojos y María la estudió con curiosidad. En lugar de una hoja afilada, tenía una paleta redondeada y aplanada de silicona negra y satinada. En la mitad del mango que sostenía Dragomir, un resalte ribeteado en plata llamó su atención. Y de pronto, el sonido de un zumbido vibrante le dio la clave de lo que sostenía entre las manos.

—¿Qué vas a hacer con eso? —dijo con un destellos de temor, pese a la excitación que sentía.

—Ya lo verás.

Primero deslizó las copas bajo los pechos. Sus pezones saltaron con insolencia fuera de ellas, y María reprimió el impulso de cubrirse con las manos. Dragomir lo advirtió.

—Alza los brazos y pon las manos sobre el respaldo.

María obedeció. Era más fácil si se ceñía a sus instrucciones. Una pareja se acercó discretamente a ver lo que estaban haciendo y, por un segundo, centró su atención en ella. Dragomir la llamó al orden de nuevo.

—Cierra los ojos. La palabra de seguridad es «Banje». Dila si quieres que me detenga, si algo no te gusta o no va bien. ¿Entendido?

Tardó unos segundos en contestar.

—Entendido.

Jadeó al notar la vibración sobre un pezón. Dragomir tanteó en uno y otro, controlando la presión y el zumbido. Un cosquilleo delicioso y rítmico descendía en oleadas hacia su sexo, anudado en placer y calor.

Detuvo la respiración al notar cómo la vibración recorría su abdomen, se detenía en su ombligo y seguía hasta el encuentro de sus muslos.

—Abre las piernas, María.

Se centró en el timbre sonoro de su voz, y obedeció. Una corriente de aire fresco confortó el interior de sus muslos, pero fue sustituida en el acto por una presión vibrante que la hizo gemir.

Abrió los ojos con dificultad. Dragomir sostenía el mango del hacha y la apretaba contra su sexo con movimientos acompasados. Al movimiento cadencioso se unía la vibración insistente. Gimió con intensidad creciente, su boca se anegó en saliva, su vagina y su ano palpitaban sin control. De pronto, su clítoris pareció quebrarse en mil pedazos y con un sollozo desgarrado, se corrió. Otra vez. Una vez más. Dragomir no tenía piedad y apartó el hacha con un manotazo desfalleciente.

—Banje, Banje, ¡Banje! —acertó a murmurar entre jadeos. Dragomir la abrazó con fuerza, cobijándola sobre su regazo. María se aferró a él con desesperación.

Estuvieron así largo rato, hasta que María recuperó el resuello y su corazón comenzó a latir a un ritmo normal.

—Parece que tienes en un puño a tu público —susurró Dragomir en su cuello.

María despertó de su letargo y alzó el rostro escondido en el pecho de Drago. Una pequeña multitud se había congregado en torno a su sofá. Ver las miradas de admiración, de deseo y alguna que otra de envidia la hizo crecerse. Se enderezó en el regazo de Dragomir y sonrió a todos. Primero con cierta timidez, y luego, al darse cuenta de lo que había hecho, con descaro.

De pronto, como si hubiesen recibido una  orden secreta, comenzaron a dispersarse, y se sentaron de manera ordenada en la larga mesa central. María miró a Dragomir, interrogante.

—Quieren rendirte un homenaje. ¿Quieres recibirlo?

María no dudó esta vez.

—Sí. ¿Qué tengo que hacer?

—Yo te ayudaré a subir a la mesa. Debes desfilar hasta el final y recibir cumplidos…y caricias.

—De acuerdo —dijo María. Se puso de pie y, para sorpresa de Dragomir, se despojó de los zapatos, de las medias y la lencería—. Estoy lista —añadió, correspondiendo a la sonrisa admirada de Drago.

—Un momento —dijo él. Sacó algo de la maleta y lo escondió en su mano—. Me gustaría vestirte solo con una cosa. —Le mostró un plug anal, de un tamaño considerable, coronado por la borla de plata que tan bien conocía.

—Muy bien —aceptó María. Se dio la vuelta y flexionó una rodilla sobre el sofá para darle acceso. Cerró los ojos cuando primero los dedos y luego el juguete anal, se sumergieron en su sexo para empaparse en su esencia—. Pero no quiero que me ayudes a subir. Quiero que me esperes en la cabecera de la mesa, al final.

Drago asintió y deslizó el plug en su ano tenso y violáceo. María jadeó de nuevo, deseando mucho más. Pero aquello podía esperar.

Todos aguardaban sentados, sumidos en una extraña quietud. Sin ayuda, se encaramó sobre la mesa, pero no se puso de pie. A gatas, con los movimientos sinuosos de una pantera, avanzó con los ojos fijos en Dragomir. Percibió las caricias de las miradas, de las palabras suaves, de las yemas de dedos desconocidos deslizarse sobre su piel. Su rostro enmarcado por la melena salvaje y desordenada, la desnudez de su cuerpo, el roce del juguete anal mientras gateaba, todo ello era liberación. Llegó hasta Dragomir. Consciente de la visión que se tendría desde atrás, abrió las rodillas, alzó el trasero, y llevó la frente hasta la mesa en muestra de sumisión.

—Estoy aquí, Amo —susurró, ignorando el murmullo que la visión de su culo adornado levantó entre los asistentes—. Y soy tuya porque soy libre.

Dragomir sonrió.

—Has completado con honores la última lección.

*****

En el control de equipajes, tuvo que quitarse el collar de cuero y acero que la adornaba y que llevaba con discreción, pero con orgullo. Ya en el avión, volvió a colocárselo. Ignoró la mirada extrañada de la mujer, algo mayor que ella, a su lado. Sacó la Moleskine que Dragomir le había dado al despedirse.

«—Nos esperan muchos cambios, slatka djevojka. Entre ellos, algunos están recogidos aquí».

Tan metódico, tan disciplinado, tan pasional y ardiente. María sonrió con el recuerdo de aquellas semanas. Tocó la anilla de acero de su cuello y pensó si, al pasar la enorme maleta que llevaba de vuelta a España, sería escogida para un registro. Sonrió al imaginar qué pensarían los agentes al ver las esposas, el látigo, las fustas y los vibradores, y dejó escapar una risita divertida. No sabía cuándo iban a volver a verse, pero no le faltaría entretenimiento

El avión iba a despegar y se ciñó el cinturón de seguridad. Un sopor la invadió al cubrir sus ojos con el antifaz, empujando hasta ella nuevos recuerdos.

Se durmió con una sonrisa en los labios y un solo pensamiento en su mente: «Dragomir».

Todos los juguetes que se mencionan en estos relatos corresponden a la Colección Aniversario de LELO.