Culminamos la semana dedicada a Mar Márquez con este espléndido relato erótico. Una historia real de sexo casual con un italiano en el barrio madrileño de Lavapiés.
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Litros de alcohol o la mitología de dos amantes reencarnados
Me pararon por la calle… «Perdona, necesito conocerte». Busqué la mirada cómplice de mi amiga que, después de las últimas siete cervezas, estaba punto de abandonar las ganas de bailar que, a mí, aún me quedaban. Segundos antes emitía una ahogada excusa de cansancio alcoholizado: «Tía, ¿adónde vamos a ir a estas horas? Yo me voy para casa». Pero este giro brusco en el camino, este desconocido con verbo e intención que me miraba ojiplático y seductor, se había interpuesto entre la difícil decisión de volver a mi casa sin ganas y la aventura. Busqué refugio y cordura en aquella que me acompañaba, pensando que mi juicio andaba algo peor que el suyo, pero me encontré con una alegre expresión de borracha que me alentaba con un «¿Y por qué no?» a tomarme esa penúltima con el audaz desconocido.
Él argumentó con sutileza la siguiente prueba de fiabilidad: «Mis amigos van para allá, son aquel grupo de allí». Los señaló y vi cómo un corro de chicos y chicas esperaban en la esquina, liándose cigarros y lanzando miradas furtivas a este que les hacía esperar. «¡Vamos!», gritaron un par de ellos. Una exótica interjección de espera respondió a esta orden con voz y gesto. «¿Italiano?», pensé y le miré por primera vez con voluntad e interés. «Qué coño tendrá la sangre italiana que me vuelve completamente loca». No era «mi tipo», como se suele decir. No me conquistaba ni su altura ni su rostro ni su envergadura, pero había algo. «Un no sé qué y un qué sé yo» que me tentaba. ¿La valentía? ¿El tono de su voz ? ¿Sus ademanes romanos, napolitanos, sicilianos? ¿Pura energía sexual? La situación por sí misma ya me embelesaba y los «litros de alcohol que corrían por mis venas» de mujer hicieron el resto.
«Solo quiero una cerveza contigo, y luego, si te aburres, andiamo via, cada uno por su lado. Déjame conocerte, per favore. He doblado la esquina y te he visto a lo lejos, al otro lado de la calle. Tu pelo nero, tus labios rojos, su questa pálida cara. Me he cruzado de acera para verte de cerca e allora te he visto sonreír».
Mi amiga andaba haciéndome muecas y aspavientos detrás de él. Al verla así, di fe de que no era una fuente fiable sobre la que apoyar el peso de esta decisión. Sin embargo, sus carcajadas iluminaban esa esquina y la luz de las farolas nos concedían intimidad, por lo que, en ese marco, el acento singular de este juglar de Lavapiés terminó de seducirme hacia la aventura que me dispongo a relatar.
Solo quedaba un local abierto en la zona y, entre codazos, bocas torcidas y camisas sudadas nos hicimos un hueco en la barra. «Otra cerveza más y me muero», pero no dudé ni en pedirla ni en aceptar la invitación de un chupito que apareció de entre el jolgorio, así sin más. El italiano se reía al verme brindar con otros más desconocidos aún que él, al grito de «¡El que no apoya no folla!» y «¡pa dentro!». Bendito chupito el que apoyé. Benditos los miles de chupitos que he apoyado a lo largo de mi vida.
Teníamos que hablarnos muy cerca. El volumen de la música y el excesivo alboroto que nos rodeaba dificultaba el entendimiento de cada palabra. Aproximarnos al oído era la única de las opciones posibles. No tengo ni idea, en serio, ni la más pajolera idea de lo que hablamos en ese lugar. Solo recuerdo esa media sonrisa con la que se hablan los que tontean. Risas fáciles, tan fáciles como la excitación de mi cuerpo en ese momento. Tan fácil como me quieran apodar desde que soy una mujer sensual, fuerte y libre.
En estas, alguien se tropezó sobre mí. Su brazo mediterráneo me rodeó la cintura para protegerme. Han pasado tres años de ese momento y todavía podría dibujar en mi espalda la línea por la que trazó su recorrido. Comenzó en el costado derecho a la altura de la cintura, continuó avanzando por la lumbar hasta alcanzar el otro lado, donde cerró fuerte su mano y tiró hacia delante de mí, increpando al torpe borracho un «¡cuidado!» tan rudo y fuerte que me erectó la piel de la nuca.
En menos de un segundo, le agarré de la camisa, le miré a los ojos y pronuncié valiente, excitada y segura: «Vámonos de aquí, llévame a tu casa». «Vivo aquí al lado», contestó y salí altanera, como una cantante de copla, tirando de este italiano, aún desconocido, al son de una conocida canción de Camarón. Esta perra hambrienta siempre tira de su amo o, a veces, de cualquiera que la lleve a pasear y la haga sentir. Maldita perra apasionada.
Andamos por el suelo empedrado del Madrid castizo cabizbajos, contenidos en el habla y el cuerpo, intercambiando alguna mirada y, por mi parte, varios suspiros. «No se qué coño has hecho, pero me has puesto muy cachonda», le solté con el aliento alterado por la cuesta que acabábamos de subir.
«Aquí es», me indicó. «Aspetta, a ver, pasa. Un momento que enciendo la luz. Apro questo, chiudo quello. Es que la porta è vecchia, mi dispiace…». Crujió la puerta al abrirse y sonó un portazo al cerrarse por el impulso de nuestros dos cuerpos embrutecidos, que cayeron feroces sobre ella. No recuerdo donde comenzaba su boca y terminaba su cuello. Ojos, barbillas, orejas y saliva se entremezclaban ciegos, como si se hubieran conocido esos caminos durante muchos muchos años. Caímos sobre la cama con violencia, con prisa, con fuerza, con energía, con dientes, puños y sangre agolpada. Nos dolía el alma de tanto amor. Deseo en estado puro. El encuentro de los amantes castigados por los dioses y reencarnados en mortales con otra forma y color. Nos habíamos encontrado, Eros y Psique se habían olido y, en apenas treinta minutos, habían comenzado a follar. A follar como animales, como dioses, como mortales con la nostalgia del «te conozco pero no sé quién eres», «te conozco pero sé que esto tiene un final».
Me apretaba sólidamente hacia él. Se tumbaba sobre mí y me decía al oído: «Ti amo, ti amo, ti amo. Ma chi sei tu? Chi sei tu, amore mio?», mientras me enfundaba su polla dura, larga, gruesa y sentía todo su calor dentro de mí. Se batía con la fuerza de los mares, como la canción, y de mi fluyó una catarata de agua ardiente que le arrancó una cara de asombro, una mirada de deseo voraz y una erección aún mayor. Yo me reí y subrayé que nunca me había pasado con una polla. Le lancé los brazos al cuello y le atraje de nuevo a mí rogándole que no parara, que entrara de nuevo, que siguiera con ese ritmo frenético que había despertado mi vagina y la había hecho llorar de pasión.
Me penetró durante horas, hasta que el dolor pélvico nos hizo parar. Hasta que la fregona no pudo absorber más fluidos carnales, hasta que se quedó sin sábanas limpias para cambiar. Hincó su cabeza sobre mi vulva durante horas, hasta que el sueño le apoyó las mejillas sobre mis muslos y su lengua, como una autómata, seguía trabajando a la orden del goce mutuo. Hasta que comencé a tensarme para prepararme hacia el orgasmo y él metió sus dedos para adornar aún más el momento. Hasta que abrió la boca y se tragó el manantial que sorprendentemente seguía brotando de mí. Se la chupé durante horas, hasta que el dolor mandibular me hizo sostenerla con la mano y pasearla por mi rostro, hasta que el cansancio me dejó rota bocabajo en el colchón y él se acercó pausadamente, liándose un cigarro, y me abrió la boca con sus dedos para depositarla de nuevo en mi oquedad. Hasta que se masturbó sobre la humedad de mi lengua que despertaba, erectaba y cobraba vida al contacto con su glande. Follamos con espaldas, codos, ojos, mentes, oídos, palabras, corazones, axilas y sudor durante más de siete horas seguidas.
Cuando a media tarde, agotada y con temblor muscular, conseguí ponerme en pie y acercarme a la puerta vestida, emití el juicio del adiós sin apellido. No, ni teléfono ni pistas ni señas. Él me miraba en la cama, desde la que se oteaba los escasos metros del estudio y acertó a decir una verdad que me acompañaría durante todos estos años. «No puedo no volver a verte, nos queda tanto por hacer, ¡ni siquiera te la puse en el culo!». Aún me masturbo con esta maravillosa frase de despedida.