Quizá no lo sabías, pero los espejos solo dicen la verdad cuando alguien te está tocando.
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Reflejo
8 de julio de 2019, Londres, Inglaterra
Oscuridad, ni el más remoto atisbo de luz… Sin embargo, detrás del antifaz aguardaba un mundo de olores, sonidos y sensaciones que titilaban, erizándole la piel.
—¿Tienes frío? —preguntó Stéphane con ese acento francés que parecía que se había bebido el Sena.
Quieto, a distancia del colchón en el que ella estaba sentada y al fulgor de las velas que él mismo se había ocupado de encender en varios y distribuidos candelabros, la observó. Una sábana bajera en tono perla abrigaba el colchón sobre el que Claire, vestida de sonrosada piel y mechones pardos, temblaba. Ella se estremecía ante una inexistente brisa que le mantenía erectos los pezones coronando sus generosos pechos, que desafiaban la gravedad. Un oleaje le agitaba el combado vientre y se propagaba por los redondeados muslos.
—No —respondió Claire, todavía en la penumbra y con su voz, al contrario que la de él, sonando inestable, destilando cierto grado de ansiedad; hecho contradictorio dado el deseo que le calaba el sexo. Bien, la situación de por sí era irracional. «Si nos quedáramos a oscuras…», se lamentó para sí, comenzando a arrepentirse, y eso que poseía el poder de zanjarlo todo con solo verbalizarlo, con solo pedirlo. Mas no, una parte de ella, empoderada por aquel hombre y por lo que sentía por él, la empujaba a seguir adelante. Contuvo la respiración a lo largo de varios segundos, percibiendo todos y cada uno de los nuevos movimientos de Stéphane.
—Entonces… —empezó a decir él, despojado de ropas y complementos a excepción de un vetusto Cartier, tictaqueando los nocturnos minutos al compás del pulso—. ¿Por qué tiemblas? —quiso saber, puesto que hacía calor, incluso para un verano londinense. Se situó de pie detrás de ella y aflojó el nudo del antifaz que vedaba los ojos de Claire, aunque no se lo retiró.
—La verdad es que no lo sé —«Quizás por todo o por nada», pensó Claire; advirtiendo su proximidad, apretó el vientre, reteniendo a la par a su alma para que esta siguiera ahí, apresada entre las costillas que componían los barrotes de la marfileña jaula. Los párpados le bailaron bajo la tela, atraídos por la claridad, y del coño le brotó un cristalino chorro de flujo.
Stéphane no medió palabra; tomó asiento tras la fémina y se acomodó a la sombra de su espalda. Buen Dios, su atezada piel al entrar en contacto con la lívida de Claire produjo una reacción eléctrica que recorrió de pies a cabeza a ambos, calentándoles la rica sustancia de los tuétanos.
—Se hizo la luz —masculló, ocupando los dedos en desasirle el antifaz y retirárselo del semblante. Desde el primer instante, Claire le había provocado hambre; ella y su sonrisa, hoyitos en las mejillas incluidos, se le presentaban como un sabroso trifle[1] rematado con jugosas frambuesas. Apostaba a que su sexo sabía a crema de sherry[2].
Por los altos y anchos ventanales horadados en la pared de rojizo ladrillo se colaba un tímido fulgor lunero que jugaba con los vidrios de la apagada lámpara de araña, encima de las cabezas de la pareja. Las llamas de las velas cabriolaban y se reflectaban en el gran y gualdo espejo de pie, ubicado estratégicamente delante del cochón.
Claire inhaló el perfume de Stéphane, Le Male Terrible[3], aderezado con la salobridad del deseo, más que confirmado cuando se situó tras ella y la dureza de su polla la punzó con el vigor de un afilado estilete. Pestañeó libre del antifaz y, al principio, vislumbró una procesión de chispitas refulgentes. Parpadeó para aclimatarse y, a bote pronto, se topó con su mismo reflejo saludándola en el espejo. Renegando de las dobleces, de las cicatrices y de lo que consideraba desagradable, volvió la cara.
—Esto no es una buena idea… —musitó, azorada, pues conocía el violento sabor de la sangre vertida por sus propios dientes al morderse el interior de los carrillos o la lengua; y no podía permitirse regresar al inclemente invierno que le suponía la falta de autoestima. Ahora, en esos instantes, se planteó cómo había llegado a esa situación; semanas atrás no era más que una periodista entrevistando a un interiorista parisino, y de aquello pasó a encontrarse desabrigada en un oneroso y a medio amueblar apartamento de Surrey. La vocecilla en su cabeza tocó retirada y ella deglutió, sacudiéndose y atrancando los párpados. Las estrías no solo le habían resquebrajado la piel, también se habían ensañado con su corazón, uno que no estaba presta a tirar por el alcantarillado.
—Si te vieras como yo lo hago… —susurró Stéphane a modo de plegaria, meciendo los labios en la sien de Claire. Izó las manos y recorrió con las puntas de los dedos desde las femeninas muñecas a los rígidos hombros. Manteniendo los labios en la sien de ella, pujó con suavidad, instándola a devolverse la mirada en el reflejo—. Esculpida en magnífico alabastro —masculló; bifurcó las manos dirección al marcado esternón y descendió, recreándose en el nacimiento de los pechos—. Cada muesca, cada hendedura enriquecen tu historia —prosiguió diciendo. Acarició la convexa forma de los turgentes globos, arribando a las amplias y rosadas areolas. Friccionó gentil la piel antes de atrapar entre pulgares e índices los empitonados pezones, los cuales pellizcó.
Claire acudió a la plegaria y, tal vez no del modo que él querría, se enfrentó a la refracción y vio a los fantasmas esfumarse sin carantoñas, disipándose como la niebla matutina. En el reflejo tan solo estaban ambos, irradiados por las doradas flamas de las velas… Gimió espoleada por el habla de Stéphane y el juego de sus manos en sus pechos. Vaya, él era un mago con dotes de poeta (de bragueta) y con la capacidad de prenderle fuego a la lluvia. El sexo se le contrajo en una punzada liberadora de un nuevo caño de deseo que le acarameló los íntimos pliegues. Jadeante, recordaba el olor de la tormenta que caía en Piccadilly Circus, las manos entrelazadas mientras recorrían la milla cuadrada y las vistas desde la London Eye, unas que, pese a serle consabidas, estando junto a Stéphane se le hacían distintas. A lo suyo podían tildarlo de destino o hasta de coincidencia, mas era real, tanto como para fenecer de pura dicha.
—Eres un mar en calma… —ronroneó Stéphane, despinzando los sensibles guijarros para zigzaguear las manos cuesta abajo. La vida palpitaba apresurada en la yugular de Claire y le ruborizaba los altos pómulos y los labios; el par de ojos gatunos que ella se gastaba lo miraban fijamente, colmados de un resplandor enigmático. Le arribó al vientre y pirueteó con los dedos alrededor del hundido ombligo; se inclinó un tanto más y condujo las palmas al triángulo velloso del monte de Venus. Jugueteó con las yemas frotando el terciopelo del pubis, rasurado en la línea del bikini—. Hasta que desatas una tempestad —asintió, naufragando con la zurda entre los muslos de Claire. Palpó la vulva candente y calada, y creó círculos concéntricos encima de los labios mayores y menores, omitiendo, intencionado, la angosta apertura.
Claire jadeó entornando las piernas, exponiéndose del todo. En un revuelo de pestañas veladas de rímel, concluyó en cuánta razón tenía Céline Dion en su versión de I Drove All Night: ella asimismo acumularía kilómetros, los empinaría descolgando las estrellas del firmamento a su paso. Amén a que le ahorraría a Stéphane la posibilidad de que hiciera la típica chanza en cuanto a la nacionalidad de Dion, canadiense y no francesa como su estimada Edith Piaf.
—Fóllame —rogó, perdiendo literalmente la cabeza al echarla hacia atrás. Las caderas, instintivas, oscilaron buscando un mayor contacto con la zurda de él, tentando a los dedos a irrumpir en lo ceñido del coño.
—¿A qué viene tanta prisa? —runruneó Stéphane; la calentura le remarcaba el acento y le congestionaba la nuez. Reclinó la boca en la oreja de Claire, de intacto lóbulo, y sus labios ejercieron de abalorio al besárselo. Viéndose por el rabillo del ojo en el reflejo voyeur del espejo, empujó el dedo índice adentro del femenino calor y se regodeó de la humedad y de su prieto recibimiento. Conteniéndose la necesidad por ella y doliéndole la erección entre las piernas, respiró por la nariz acompañando al dedo medio con el índice. —No le robes horas a la noche —dijo a continuación, apañándoselas para acariciar el receptivo clítoris con la yema del pulgar.
—Stéphane —lloriqueó Claire; el nombre de este en su boca sonaba como una canción. Oh, se sentía ebria, ebria de todas las pintas que no se había bebido. El dúo de masculinos dedos que irrumpía en su sexo se acompasaba con las caricias en el perlado clítoris, y si bien Stéphane poseía el toque de Midas, ella no se había tornado en oro, empero la riqueza de su deseo ennoblecía el colchón. Se enroscó las manos en sus mismos pechos, estrujándoselos y sacándole punta a los pezones a cada apretón.
—Abre los ojos y mírate —murmuró él, masturbándola, cavando en lo profundo de su sexo y no en busca de piedras preciosas, sino del orgasmo que las yemas de sus dedos ya percibían próximo y hasta amenazador—. Mírate, ma chérie[4] —insistió, testigo gracias a la refracción del sudor que resplandecía en una pátina sobre la piel de Claire, creando finos riachuelos cuyo final, para algunos, era el óbito en lo hondo del ombligo de esta.
Sofocada, Claire irguió la testa y se miró. Jamás, hasta ese dicho y preciso instante, había sentido tal excitación; su cuerpo era una pira a la que Stéphane no dejaba de lanzar combustible, y ardía, crepitaba como el mismísimo y jodido infierno. Aunque, para cuestiones de joder estaban los dedos de él, arremetiendo en su interior y enloqueciéndole el enhiesto clítoris. En medio pestañeo, forzó la vista, se vio en el reflejo del espejo y se descubrió hermosa, irradiando un halo de refulgente pasión que le sonrojaba los pómulos y la punta de la nariz. Sus grandes senos saltaban a la comba al son de su veleidosa respiración y un relente de flujo conectaba las manos de él con su coño.
—Me voy a correr… —gimoteó, ahogándose en las cristalinas aguas que desbordaban las comisuras de sus ojos. Convulsa, echó los brazos hacia atrás, sosteniéndose en el cuello de Stéphane, abanicada por su espeso aliento.
—Hazlo, córrete —suspiró él, enronquecido y aumentando tanto la incursión de los dedos en el glotón sexo como acariciando lo endurecido del clítoris. El aroma de Claire cambió, tornándose picante y primario en una descarada invitación a ser follada hasta terminar ambos exhaustos; no obstante, eso llegaría, pero no todavía—. Córrete ahora —urgió Stéphane, empecinado en brindarle un orgasmo imposible de ser olvidado, así que volteó índices y medio para presionar el bendito Punto G.
A Claire se le curvaron los deditos de los pies, las caderas le bailaron impetuosas y los párpados le batanearon por encima de los idos iris en el momento en el que el clímax le anegó el sexo, desbordándose al igual que el Támesis tras una fuerte inundación. Lloró el orgasmo aferrada a Stéphane, con los oídos sordos a su misma voz y al sonido del salpicar de su deseo, desliéndose y asperjando los dedos de él y, a su vez, al cristal del espejo.
—Qué preciosa te ves, recién corrida y con todo tu amor goteando en el reflejo del espejo —afirmó Stéphane, contemplándola en el mojado reverberar.