Vuelve Mar con otra de sus excitantes historias reales. Esta vez, nos cuenta con la mayor naturalidad, sensualidad y elegancia la primera lluvia dorada.
Sigue leyendo…
Notas y gotas de un saxofonista forastero
Busqué la foto por los cajones de mi escritorio. Recuerdo con certeza que la tuve colgada en la pared de aquella habitación. La misma certeza de no tener ni pajolera idea de dónde está en este momento. No recuerdo en qué arrebato decorativo decidí quitarla y meterla quién sabe dónde. ¿Pero por qué me había puesto a buscarla unos minutos antes de salir? «Definitivamente no tengo remedio».
Sonó de nuevo el telefonillo en una timbrada más insolente y urgente que la vez anterior.
–Maruchi, ¿bajas o qué? ¡Que ya vamos justas, copón!
Mentí y seguí buscando como una sabuesa. «Fue en el verano del 97. Buscaré en el álbum. A ver…», me dije con la certeza de que, a pesar de mi aparente locura, soy una mujer extremadamente ordenada.
–¡Eureka! –grité, cuando quería haber exclamado ¡equilicuá! y esto pensaba mientras cerraba la puerta con doble vuelta de llave y bajaba los escalones de dos en dos. Con la foto, este concierto supondría doble diversión.
Entramos de las últimas en una pequeña sala, de esas de conciertos culturetas pero de pie. Había lleno total y los músicos ya habían empezado, así que tuve que atacar a mi amiga con el imperativo de ponernos en primera fila. «¡Joder, Mar, ¿en serio? ¿Tenemos que? ¿Pero qué coño te ha dado?». No terminé de oír sus quejas porque ya la había agarrado de la muñeca y la arrastraba con codazos sonrientes por doquier. «Codazos y sonrisita de perdón, codazos y sonrisita de perdón», repetía para mis adentros, al tiempo que odiaba a la Mar invasiva en que me había convertido.
–¡Me estás dando la noche, bonita!
–Mira, tonta –le dije, a la vez que le mostraba la foto a escondidas.
Hacía cuatro años que mi cara había salido en la primera portada de un periódico local en pleno disfrute de un concierto, al que había acudido de escapada adolescente. Aparecía en primera fila, con un gesto de ingenua felicidad que solo te dan las historias a hurtadillas. Toda una suerte la mía, sí. En ese concierto, un amigo fotógrafo me coló en el backstage. Mientras él trabajaba con los músicos, yo me mantuve callada y observadora, con mis ojazos en un rincón y la mayoría de edad recién estrenada. Días más tarde, y después de la maldita anécdota del periódico, este amigo fotógrafo me regaló varias imágenes de ese encuentro que me había parecido de lo más cool. Una de ellas, en la que el saxofonista del grupo tocaba en un ángulo muy estético delante de las paredes de un baño cochambroso, estuvo colgada durante varios años en la pared de mi habitación.
No era el momento ni el lugar para contarle esta historia a quien me acompañaba, que seguía perpleja mirándome con cara de «Pero tía, ¿qué haces con una foto del saxofonista de (Nombre Censurado)?».
Siempre me ha gustado jugar. Siempre y mucho. Mi pretensión esa noche era… cero, nula, ninguna, aun cuando de este gesto se pudiera interpretar lo contrario. Terminó uno de los temas y, entre los aplausos del público y el cambio de instrumentos, saqué la foto, la zarandeé con fuerza intentando captar su atención y le grite un «¡Eeeeeeeehhhhhhhh, túuuuuu!» que le arrugó la cara. Se acercó, cogió la foto y se le abrieron los ojos como platos. Leyó la dedicatoria, que era una simple referencia a la fecha y el lugar, junto a un juvenil «que te trate bien la vida» firmado. Me hizo un gesto con las manos de sorpresa y gracias, indicando también que me esperara al terminar.
Los esperamos, nos saludaron, nos llevaron a la salita de músicos y anduvimos bebiendo, fumando y riendo hasta altas horas de la noche. El saxofonista de mi foto me comentaba con un bonito acento extranjero las dificultades de las giras, de los largos viajes y de la ausencia de hogar… Algo que yo resumí en un sencillo «Vamos que echas de menos tomarte un colacao calentito mirando la televisión». Esto le hizo mucha gracia. Más tarde, entrábamos juntos por la puerta de mi casa.
Juramos y perjuramos que solo íbamos a tomarnos un colacao calentito para regalar unas horas de calidez hogareña a este músico errante. Aún jurábamos que eso era así cuando la excusa de besarnos era que la leche se había calentado demasiado. Se había calentado demasiado, como nosotros.
Sus besos eran carnosos como sus labios y su vientre. Fue la primera vez que abracé una tripa tan gruesa y me sorprendió cuánto me gustaba. Nos besábamos y nos reíamos, bebiendo sorbos de un colacao inagotable. Nos desnudamos sobre mi cama de universitaria y nos lamimos, masturbamos y follamos con sencilla naturalidad. Me puse muy cachonda con la manera peculiar de llamar a sus testículos. «Chúpame las bolas» me dijo más de una vez y a mí me pareció especialmente divertido hacerlo detrás de esta palabra.
Fuimos a la ducha vestidos de secreciones orgánicas. Fuimos a la ducha a regar con agua el flujo, sudor y semen que hidrataba nuestra cara, pecho y espalda. Yo me metí en la ducha con la intención de regular la temperatura, masajearnos mutuamente con jabón y retirarlo con un buen caudal. Él no. Entramos en la bañera, corrimos las cortinas y me abrazó con fuerza. Volvimos a besarnos locamente, me agarraba con vigor la cintura y lamía y subía por mi cuello para decirme con ese acento forastero «¿Te han meado alguna vez encima, granadina?». Creí no haberle entendido bien y solo supe contestarle que no era granadina, que era gaditana. «¿Quieres probar, gaditana? ¿Quieres que te mee un poquito encima y ves? Mira, lo suelto poco a poco y tú vas poniendo tus pies».
Separó el abrazo y dio un paso atrás mientras se sostenía la polla medio erecta. Comenzó a mear de lejos trazando un arco que se elevaba, para luego caer estallando en la loza de la bañera. Acerqué tímidamente un pie y sentí el cálido impacto del líquido, que caía con el peso de la gravedad. El saxofonista se la irguió un poco más y emprendió una subida pausada por el tobillo, las pantorrillas y los muslos. Me di la vuelta y sugerí con un movimiento claro que siguiera meándome sobre el culo. No tardó en volver a tensar sus músculos algo más, para disparar un chorro vivo de pis que movió de un lado a otro de mis nalgas. La potencia del impacto decrecía y volví a sentir sus manos en la cadera. Me volteó y comenzó a besarme apasionadamente. Las últimas gotas de su meada cálida y forastera cayó en mi entrepierna como las últimas notas que aquel saxofonista tocaría para mí.
¿La encontraría él si se pusiera a buscar hoy esa foto?