Relatos eróticos

El Castillo. Parte 2: Barbacana – Relato erótico

Esta es la segunda parte de la tetralogía de Mimmi Kass, El Castillo. El viaje BDSM de María progresa en la negación del orgasmo y la conciencia del sometimiento, con un látigo, un vibrador, un antifaz y un escenario increíble.

Si no has leído la primera parte, te recomendamos que te deleites con ella aquí: El Castillo. Parte 1: Puente levadizo

Si ya la leíste, continúa gozando con esta historia más abajo…

Relatos eróticos

El Castillo. Parte 2: Barbacana

El sol de la mañana en aquella región tenía una cualidad que no había apreciado en ninguna parte del mundo. Y había viajado mucho. Era una claridad intensa que hacía daño a los ojos y portaba en sus rayos el aroma a la tierra seca y al sabor del mar. Una brisa fresca aleteó los visillos de gasa, dibujando formas juguetonas sobre ellos. Las persiguió con la punta de los dedos sobre el pecho Dragomir, que dormía a su lado. Se acercó más a él, con cuidado, y se amoldó a su cuerpo con suavidad.

María notó el calor de su piel y se hundió en un estado de frustración. Hacía dos días que no se tocaban. No más allá de un abrazo tierno o un beso que, más que el de un amante, parecía el de un padre o un protector. Ella no quería eso. Lo quería salvaje, apasionado, dominante. Su guerrero en la cama.

Un latido molesto y a la vez delicioso comenzó a pulsar entre sus muslos.

Se aprovechó de su inconsciencia y hundió con delicadeza la nariz en su cuello. Adoraba el olor de su perfume, almizclado y varonil, mezclado con el punto picante del sudor de un cuerpo en descanso. Rodeó su torso con un brazo, arrastrando la palma por la piel caliente. Metió una pierna entre sus muslos y apretó su abrazo con un suspiro anhelante…

—Estoy despierto —murmuró, con la voz aún atenazada por el sueño.

La abrazó por los hombros y apartó el pelo desordenado que cubría su rostro. María sonrió, al saberlo atrapado en sus redes, y cerró los ojos para recibirlo en los labios entreabiertos.

Dragomir le dio un beso casto en la frente.

—Vamos. Hoy tenemos mucho que hacer. Quiero llevarte a Makarska, la playa te encantará.

Y se levantó con aquella determinación enérgica que la agotaba. Ella tragó saliva en un intento baldío de calmar su desazón. Otro día más que se quedaba con las ganas.

Él se preparaba, ajeno al deseo frustrado de María. Cantaba ópera con su voz preciosa de barítono, señalaba la belleza de la ciudad a sus pies desde la ventana de piedra, se desplazaba por la habitación con elegancia, transformando lo cotidiano en un espectáculo fascinante.

***

Ella estaba bastante cabreada. Aún así, logró disfrutar del viaje de ciento cincuenta kilómetros que bordeaba la rivera dálmata. El Adriático refulgía entre rocas y arena dorada, y el verde de los pinos. El aroma de la resina caliente se fundía con el mar, el pescado frito, el humo de los tubos de escape de los coches desfasados y el tabaco oriental que, muy de vez en cuando, se permitía fumar Dragomir.

Ese olor le recordaba la primera vez que lo acorraló, tras una reunión informal, en un pub con el resto de los becados de la universidad. Desesperada por desentrañar aquellas miradas encendidas, esperó su oportunidad para estar solas con él. No sabía si esas ojeadas eran reprobadoras o lujuriosas. Aquella mezcla de su perfume, el tabaco y el whiski en su boca le dio el valor para un ataque frontal en la estrechez del pasillo de los cuartos de baño.

«—¿Qué pretendes, niña? —Había preguntado, severo y acusador, al verse encerrado entre su cuerpo menudo y los tablones de la pared. Aquel acento la ponía cachonda, no podía negarlo.

—Que dejes de jugar conmigo de una vez.»

Y entonces fue ella quien terminó contra la pared.

Soltó un jadeo seguido de una risita ante el recuerdo del peso de su cuerpo, y Dragomir alzó las cejas con curiosidad, pero no preguntó nada. Ella tampoco dijo nada y volvió a beberse el paisaje marítimo desde la ventana del coche.

No era un pueblo muy grande. Caminaron por la playa, desgranando los resultados de sus últimas investigaciones. Encontraron una terraza de la que emanaba un delicioso aroma a marisco y se sentaron a comer. Reposaron bajo un toldo y se dieron un baño entre las aguas azules y turquesa. María no volvió a insinuarse, percibía el ánimo distante aunque siempre amable de él. Conocieron el monasterio franciscano de Santa Cruz, agradecidos al cobijarse entre los muros de piedra en las horas de más calor, y tomaron un ferri para visitar la isla de Brac.

—¿Pretendes agotarme? —rio María al subir hasta el mirador del islote, mientras trotaba tras la zancada de las largas piernas de su mentor.

—Tengo la sensación de que necesitas disipar energía, niña.

Sonrió, con aquella sonrisa que tan solo se esbozaba en sus labios, revestida de una perversidad que solo una mente privilegiada como la suya podía poseer.

Y ella lo supo. Supo que la hacía esperar. Que la frustraba a propósito. Que jugaba con ella. Bajó la mirada, en un recato fingido, para esconder el gesto de triunfo. Ya se vería quién resultaba ganador…

***

De vuelta en el castillo, la jornada agotadora rendía sus frutos. Dragomir parecía mostrar por fin algo de interés en ella, en forma de miradas que dejaban entrever algo parecido a la impaciencia. Tras una cena suculenta con aperitivos de kulen, aquel salchichón picante al que todavía no se acostumbraba, el queso de cabra regado con aceite de oliva y brodet, la paella con toques orientales, por fin desveló el siguiente destino.

—Vamos. Hay un sitio de la casa que aún no has visto.

—¿Casa? ¿Este castillo es tu casa? —preguntó María con estupor.

—Es la casa de mi familia. Ha conocido tiempos mejores, aún quedan secuelas de los bombardeos —reconoció él, señalando la mampostería descascarada de la zona, apartada de la que se dirigían—. Cuando la ciudad sufrió el asedio del ejército yugoslavo, abandonamos el castillo. Me llevé a mi familia conmigo a Estados Unidos. Yo tenía una beca para especializarme en neurocirugía y pudimos vivir decentemente. Muchos de mis compatriotas no tuvieron tanta suerte.

El tono amargo de su voz, la mirada velada y opaca de sus ojos oscuros detuvieron el ánimo travieso y las ganas de jugar de María.

—¿Bombardeos? —balbuceó, desconcertada ante el rostro serio de Dragomir.

—¿No conoces la historia de la guerra de Croacia?

María se mordió el labio inferior y negó con la cabeza. ¿Cuántos años tenía ella hace veinticinco? ¿Seis, siete años? Recordaba vagamente haber estudiado algo sobre ello, pero, en general, no tenía ni idea.

—Mucha guía turística y no sabes la historia del país que te recibe. Muy bonito —gruñó Dragomir—. Ven. Te daré algo para leer.

Abrió una puerta pesada con el barniz aún nuevo y reforzada con hierro forjado. Una bocanada de aire frío con olor a tierra mojada y humedad, a vegetales en descomposición y a herrumbre, la pilló desprevenida. Se frotó los brazos al sentir que su piel se erizaba y, de manera instintiva, se acercó a Dragomir. Trastabilló y soltó una imprecación, el suelo era muy irregular y estaba lleno de cascotes de piedra.

—Tengo que mandar limpiar esta zona, está muy deteriorada. Debimos entrar desde fuera —murmuró él, sosteniéndola del brazo—. No hay luz y es peligroso. Ven.

Sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y distinguió unas habitaciones socavadas en los muros. No tardó en darse cuenta de que eran celdas. Pequeñas, de techo bajo, casi nichos. Estaban construidas con crueldad. Unas rejas oxidadas, muy rudimentarias, cubrían algunas de las celdas y quiso asomarse a una de ellas para distinguir algo más.

—¿Es un calabozo?

—Sí, es la mazmorra del castillo. No hace tanto que sirvió para designios bélicos, en la guerra, se usaron…como cuartel general.

La pausa y el cambio rápido en la cadencia de su explicación la hicieron estremecerse. Se imaginó torturas y presos encadenados, apenas de pie, carcomidos por el frio y la humedad, pasando hambre y sed.

El contraste cuando llegaron a la biblioteca fue brutal. El cristal grueso que cerraba la bóveda de la sala parpadeó al encenderse unas luces indirectas, que derramaron calidez sobre miles, quizá decenas de miles, de volúmenes encuadernados de las maneras más variopintas, y conservados en aquella atmósfera protectora, que generaban dos climatizadores disimulados en la pared.

—Pensé que…pensé que con biblioteca te referías a la de tu habitación —tartamudeó, cuando creía haber salido de su asombro.

Recorrió, envuelta en un hechizo, las estanterías. Algunas estaban encerradas en vitrinas. Unos tomos antiguos, de hojas en cuero fino y con una caligrafía antigua e indescifrable, algunos en cirílico, provocaron que apoyara las palmas sobre ellas con la fascinación de una niña pequeña.

Dragomir permitió que deambulara abriendo ejemplares aquí y allá, hasta que puso un libro sobre la mesa en el centro de la estancia, uno no muy grande y en inglés, con el título de Croatia: A nation forged in war.

—Basta de corretear por mi biblioteca. Ponte a estudiar —dijo, y señaló con el índice la primera página del libro.

Se sentó de mala gana. Odiaba aquel tono, que era el que utilizaba cuando la pillaba en el laboratorio riendo con alguna compañera o con el móvil entre los dedos. La hacía sentir como si tuviera doce años.

Él se acomodó en una butaca en el rincón más apartado de la biblioteca. Se calzó las gafas tecnológicas sin montura y se sumergió en la valoración de unos artículos, que debían pasar el visto bueno para su publicación en una revista científica.

La pasión que le ponía a todo era un rasgo definitorio de su carácter: en las cirugías, en el laboratorio, en el sexo. Y la revestía de una contención involuntaria que lo convertían en un volcán… siempre a punto de estallar. María leía en las venas de sus antebrazos, en el tatuaje tribal que tanto le había chocado al verlo por primera vez, en los músculos bien cincelados, en su mirada negra e intensa, aquella necesidad de dominar. No. No de dominar. De someter. Un desafío continuo al espíritu rebelde y libre que la definía a ella.

—Estudia.

Volvió con fastidio a su lectura. Bastante densa, por cierto. Y en inglés…

Suspiró.

Se empapó de la guerra cruenta que había desmembrado la antigua Yugoslavia. Pronto se vio sumergida entre conflictos étnicos y religiosos, la violencia de una guerra moderna y sangrienta, junto con todas las consecuencias de las guerras desde que el mundo el mundo: la muerte, las violaciones, los refugiados, la pobreza, los abusos. La maldad humana.

***

—Vamos. Ya has estudiado suficiente por hoy.

¿Cuánto tiempo había pasado?

Alzó el rostro y un dolor intenso se apoderó de su cuello. Arqueó la espalda con cuidado y humedeció los labios agrietados, echando en falta una barra de manteca de cacao. Al ponerse de pie, un calambre molesto atenazó sus muslos.

La condujo fuera de la biblioteca. Justo enfrente, una de las celdas, más amplia y de techo alto, apareció antes ellos iluminada tenuemente por el fulgor que salía de la otra habitación. De una viga gruesa de madera colgaba una cadena con un aro de acero.

—Coge la argolla con las manos —indicó Dragomir.

María tuvo que ponerse de puntillas para rozarla con los dedos, y él la ajustó. Probó de nuevo. Ahora los codos podían flexionarse un poco y se sostuvo del aro con comodidad.

Él asintió con un gesto aprobador.

—¿Cuál es tu conclusión? Has leído más de dos horas.

María intentó concentrarse y destilar las ideas al tiempo que él la despojaba de la camiseta. Cerró los ojos. El análisis en su mente sobre lo absurdo de las guerras estriaba el deseo y la expectación que crecía en su cuerpo en una mezcla incómoda. Los dedos de Drago ahora rozaban su cintura al quitarle el pantaloncito corto y aumentaban la desazón.

—Las guerras son un sinsentido. Buscan libertad, independencia y un futuro mejor… —Se detuvo unos segundos cuando Dragomir deslizó el tanga por sus caderas y lo dejó caer. Levantó un pie y otro pie, y la liberó también de las zapatillas de tela. Los toques fortuitos sobre su piel iniciaron un incendio en su interior—. Y lo único que consiguen es muerte, dolor, pobreza y devastación… Uhm. Por fin te dignas a tocarme. ¿Qué es para ti la guerra?

Drago estaba detrás de ella. La abrazó y las palmas cobijaron sus pechos. Los pezones se transformaron en botones redondos y duros, y desde ellos se trianguló una corriente de placer que culminó en su sexo. Separó un poco los muslos para disipar el calor.

—Sugiero que te agarres de la argolla —murmuró él, soslayando la pregunta sobre la guerra.

—No es necesario —desafió ella, y permaneció de pie con las palmas apoyadas en los muslos.

—¿Seguro? —tentó él.

Fue entonces cuando reparó en la mesa de madera, rudimentaria, en una esquina de la celda. Sobre ella estaba la maleta negra de cuero, y esta vez no sabía qué escondía en su interior. Reprimió el impulso de sostenerse de la argolla, solo para no contradecirse de manera tan flagrante.

—¿Qué es la guerra para ti? —insistió.

Él abrió la maleta. De espaldas como estaba, tapaba el interior y no pudo ver nada pese a que lo intentó. Cuando se volvió, portaba entre las manos un extraño látigo. Reconoció de inmediato el color negro y el pomo de plata que coronaba la empuñadura, a juego con el plumero y la fusta de la sesión anterior. Trago saliva.

—¿Puedo verlo?

Dragomir se acercó a ella y dejó caer las múltiples colas de ante sobre uno de sus hombros. Las tiras eran suaves, pesadas, y se derramaron sobre sus pechos en una caricia inesperada. El ante estaba frío y sus pezones se contrajeron en un nudo de dolor. Se sostuvo de la argolla y cerró los ojos.

El chasquido de la cadena, cuando su cuerpo se tensó ante el primer impacto en la espalda, quebró el silencio de la celda en penumbra.

—La guerra me ha enseñado a disfrutar de la vida. —Dejó caer de nuevo el látigo, sin excesiva dureza, sobre sus nalgas; múltiples alfileres ribetearon de placer y dolor su piel—. De los pequeños placeres de la vida —María emitió un quejido desgarrado por lo excelso de la sensación y frotó sus muslos, que comenzaban a impregnarse de su dulzona humedad—. Me ha enseñado a gozar del trabajo bien hecho. También, de hacer feliz a una mujer.

—Drago, por favor —suplicó, cuando las tiras continuaron besando su piel, en oleadas de intensidad cambiante. A veces eran una caricia de seda. Otras, la picadura de mil abejas. Cerró los ojos para absorber las sensaciones, incapaz de concentrarse en la disertación. El placer y el dolor se acumulaban tras unas compuertas imaginarias que no sabía cómo abrir.

—… la guerra es la caída al abismo. Yo pude tan solo rozarlo con los dedos…

María abrió los ojos y se revolvió, aferrada a la argolla, su tabla de salvación. Los azotes continuaban. Quería que parase. Quería que siguiese. Volvió a desconectarse del discurso porque sus sentidos se habían agudizado y parecía percibir todo con mayor nitidez: el relieve de la piedra cubierta de un musgo fino y verdoso, las pequeñas arrugas en torno a los ojos de Dragomir, el suelo de tierra apisonada que cosquilleaba la planta de sus pies descalzos. Y no se dio cuenta de que los azotes, de pronto, habían cesado. Necesitaba ese orgasmo, pero cuando creía que iba a alcanzarlo, Dragomir ralentizaba la sesión.

—¿Por qué prestas atención a lo que no debes?

—Necesito…necesito algo —murmuró, clavando sus ojos de miel en los negros e insondables—. Pero no sé lo que es.

—Necesitas aislarte de lo que te rodea. Necesitas dejar de analizar.

—Soy bióloga. Y científica. —Su voz cobró seguridad al aferrarse a lo tangible. A lo incuestionable—. El análisis es mi vida.

Dragomir se echó a reír. Las carcajadas resonaron en el centro de su sexo y aumentaron la tensión. Volvió a la maleta y cuando regresó, lo hizo portando un extraño antifaz. De cuero negro y acabados lujosos, una cadenilla unía las dos anteojeras en color plata y producían un leve tintineo al moverse.

—Escucha tu cuerpo desde dentro, no busques respuestas fuera porque no las hay.

Ciñó el antifaz, privándola por completo de la vista, y volvió a su deliciosa tortura. Las tiras caían sobre sus pechos, sobre su vientre, sobre las nalgas, sobre la espalda. Sin ver lo que ocurría a su alrededor, el tacto se magnificó. Rendida, pues no podía hacer otra cosa, rogó por que le concediera el privilegio de ese orgasmo. Las palabras salieron inconexas de entre sus labios trémulos.

—Drago…Señor —El tsunami de emociones no le permitía seguir con el juego.

El látigo había cesado su trabajo, y ahora notó una nueva sensación entre sus piernas. Un zumbido continuo, que crecía en intensidad, electrizó su sexo y sus caderas se movieron sin control. Una necesidad acuciante de que apagara su fuego la hizo suplicar. Estaba muy cerca, muy cerca…

—La guerra es la antítesis perfecta para hacerte entender lo que es el éxtasis de la felicidad.

Manipuló el vibrador entre sus piernas, el zumbido se tornó insoportable y el clímax asoló su cuerpo por fin. Pero después de negárselo con aquel juego de tanteo, no lo apagó…

Se corrió de nuevo. Sus piernas temblaron, espasmódicas. Y se corrió otra vez.

—Por favor, Señor —sollozó, incapaz de manejar el placer.

Drago apagó el vibrador por fin y lo retiró con delicadeza. Sus dedos se habían acalambrado en torno a la argolla de acero y él los abrió con suavidad. La despojó del antifaz y la abrazó desde atrás. María dejó caer la cabeza, con el cuello inerte, sobre su hombro.

—La guerra ayuda a entender el concepto de petit mort de Georges Bataille. La muerte es placer, porque es su cara opuesta. Solo la oscuridad nos enseña la Luz.

—No hay placer sin dolor —susurró María mientras se dejaba caer en sus brazos y él la llevaba de vuelta a las habitaciones del castillo.

«Lección aprendida», pensó Dragomir.

Todos los juguetes que se mencionan en estos relatos corresponden a la Colección Aniversario de LELO.

Ya puedes leer la tercera parte aquí: El Castillo. Parte 3: La Capilla – Relato erótico