Todos la buscamos. Con suerte, nunca la encontramos a tiempo (sin suerte, se pierde la cabeza). Así que, nos lamentamos de… ¿no haberla disfrutado? Y nos sumerge en una melancolía que suele ser el motor de una nueva búsqueda, aunque también puede ser el comienzo del tedio. Sí, este relato de Valérie trata sobre la felicidad.
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Metafísica del roce
Günther habría sido el mejor en lo suyo de no estar loco o precisamente por estarlo. Lo recuerdo muy bien. Cuando lo conocí, llevaba ya años enfrascado día y noche con su tesis. La tesis que según él habría de darle fama mundial. Esta consistía, básicamente y por lo poco que yo alcanzaba a entender, en el hecho de que la felicidad era sostenerse en un determinado encuadre que disolviera el devenir del tiempo. Él llamaba a su compleja y delirante propuesta «Metafísica del roce».
Para llegar a esa conclusión, había tenido que elaborar una intrincada concepción del tiempo que, según él, aunaba desde la propuesta del tiempo en cuanto «duración», de Bergson (que no puede cuantificarse en unidades de tiempo), a los postulados relativistas del tiempo que formulara Einstein o la concepción que sostenían los griegos antiguos, a saber –y, si mal no recuerdo–: el aidión, como tiempo de la eternidad; cronos, como tiempo lineal que encamina a la corrupción; el aión, como tiempo perfecto de síntesis en el que el primero y el segundo se cruzan y que posibilitaba que en ese instante de cruce un humano alcanzara la visión de la eternidad; y el kairós o tiempo de la oportunidad para que el anterior se diera.
En fin, todo tan enrevesado y laberíntico que a mí no me daba la sesera ni la voluntad para ir mucho más allá de que lo que Günther creía es que hay instantes sublimes no compuestos de porciones tradicionales de tiempo, donde radica la verdadera felicidad. Y que si un individuo era capaz de preservarse ahí, sin ser arrastrado por el fluir del tiempo de un reloj, alcanzaría el verdadero sentido de la felicidad.
Supe, años después de que nuestros caminos se separaran, que si bien la tesis no consiguió reportarle fama mundial, sí acabó con él en el psiquiátrico. Y supe también, por lo que me contaron, que una sempiterna sonrisa de plenitud no dejó nunca de acompañarle.
Lo que no sabía en aquellos momentos es por qué me acordé de él.
Ingresada de urgencias, las pruebas se repetían una y otra vez sobre mi cuerpo, pasaba de una analítica a un escáner, de un escáner a una resonancia y, entre una y otras y durante una y otras, la imagen de Günther me volvía repetidamente a la memoria. Su insondable tristeza y su melancólico negar con la cabeza cuando yo, creyendo haber entendido algo, le decía: «Entonces, ¿quieres decir que…?». Su euforia cuando, mientras follábamos, me cortaba el rollo dando un súbito respingo y, sujetándome la cabeza, me preguntaba: «¿Lo ves ahora?». Sus interminables peroratas que, a altas horas de la noche, me impedían conciliar el sueño o refugiarme, hastiada, en la novelita que estaba leyendo…
La doctora me indica con amabilidad que tan solo queda una prueba más y que, si no hay contraindicación, en apenas un rato podré volver a casa con las debidas precauciones. Observo tumbada en la camilla la liviana bata blanca que me cubre, mis brazos palidecidos recostados, el catéter en mi muñeca derecha y la cinta de identificación en la izquierda. Conservo los calcetines en mis pies, el suelo del hospital es frío como una losa, y puedo notar el leve relieve de la cinta de las braguitas bajo la bata. «Ya puedes incorporarte despacio», me indica la enfermera, «si necesitas ayuda para vestirte solo tienes que avisarme».
Recorro los intrincados pasillos del hospital en busca de la salida, recorro también los anónimos rostros que voy encontrándome de pacientes, acompañantes y personal sanitario… tantas historias, tantos detalles, tantos matices para un mismo fin. Vislumbro, tras salir del ascensor, la luz que indica que hay un mundo fuera y me encamino torpemente hacia ella. La calle sigue estando allí, los desconcertados árboles en las aceras, el bullicio de cosas que pasan. Un taxi es mi siguiente objetivo del día. Veo la parada y la cola de personas que aguarda junto a la niquelada barandilla que las ordena. Soy una más esperando su oportunidad. El tiempo pasa. No para de pasar.
Se detiene el taxi que me corresponde. Alguien baja precipitadamente de él, se trastabilla y apoya suavemente, con un ligero roce, su mano sobre la mía, que seguía sujeta a la barandilla. Nuestras miradas se cruzan un instante. El tiempo deja de pasar. Sus ojos son color almendra con la perfecta combinación de todos los colores del universo. La boca, carnosa y turgente, pareciera estar allí para callar al mundo. Su pelo largo y ensortijado de color castaño oscuro sirve de límite y condición para el rostro más hermoso que he observado en toda mi vida. Viste una chaqueta de cuadros de estilo muy británico sobre unos pantalones anchos que se rematan en unas botas militares de color coñac. El roce de su mano es la caricia del cielo, el remedio que durante milenios los ángeles elaboraron para consolar a estas pobres bestias mortales que, por aquí, nos arrastramos y que produce en estas un estremecimiento que colapsa y trasciende cualquier capacidad sensitiva para la que estuviésemos dotados.
No la siento así, sé que es así. Pareciera, por lo que acabo de describir, que el juicio de esta celestial criatura es paulatino y se desplaza progresivamente en el tiempo, pero puedo asegurar que no fue así. Todo ocurre en un instante sin tiempo: todo es inmediato, nada va detrás de nada, nada anticipa o precede a nada, no hay deseo ni retención porque es deseo puro sin el duelo que da el cumplirlo. Es un amor eterno que hace eterno lo que toca.
«¿Va usted a subirse al taxi, señorita?», interrumpe el taxista en tono molesto, mientras el chico hace un pequeño gesto de disculpa por haberme rozado y prosigue su paso, mientras el tiempo, el de la corrupción, vuelve, pesarosamente, a aparecer.
Y pensé entonces que me hubiera gustado volver a ver un momento a Günther y preguntarle si es eso a lo que se refería con su interminable razonar, si consiguió él quedarse suspendido en ese instante en que un roce le hizo comprender lo acertado de su tesis, si esa era la eterna gloria, el reconocimiento que daría fama mundial a su «Metafísica del roce».