Una celebración de Fin de Año en el palazzo Madama de Turín acoge a nuestras dos protagonistas: una inglesa que trabaja para el MI6 y una italiana perdidamente enamorada de ella.
Sigue leyendo…
Tradimento
31 de diciembre de 2019, palazzo Madama, Turín, Italia.
Diez, once, doce, y se detuvo al subir el decimotercer peldaño de la escalinata de Felipe Juvara con la sensación de que aquellos ojos pardos estaban observándola, recorriéndole la abierta espalda de su barroco vestido de Cavalli. El vello de la nuca se le erizó y comprimió en la mano zurda el ridículo clutch; lo hizo con tal fuerza que la gualda alianza se le hincó en la piel y le enrojeció la carne, que alcanzó un tono más intenso que el esmalte de sus uñas. Sofia se volvió entre el gentío, flor y nata del poder judicial italiano, el cual se había reunido en una fastuosa celebración de Fin de Año, y ahí, en un ir y venir de personas que marchaban hacia el salón rojigualdo, la vio…
Jodie, amparando las manos al abrigo de los bolsillos del pantalón de smoking recto, movió la cabeza para saludarla. Su lisa melena rubia estaba fijada por un pasador en una cola a la altura de los hombros, controlada, al igual que la escueta sonrisa en los labios. El blazer negro, afín al resto del conjunto, a excepción de la blancura del antiprotocolario calzado deportivo, le quedaba por encima de las muñecas, dada la posición, impertérrita en un mar de gentes.
Sofia contuvo el aliento, que le titiló en los pulmones como una llama falta de oxígeno. Lo que le restaba de su carcomida alma le rasguñó el costillar, astillándolo, y el traicionero deseo le pesó en el estómago hasta hundirse en lo recóndito de su sexo en una valiente paradoja de su vestido de corte sirena. Permaneció contemplándola, elevada en la altura extra que le proporcionaban los Ferragamo, doliéndole los pies menos de lo que la lastimaba la esquiva susodicha. Si bien, y hablando en plata para romper con el dorado barroco que le vestía la piel, la diferencia entre el par de zapatos y Jodie, más allá de la nacionalidad italiana de unos y la inglesa de ella, era que Sofia se desharía de los tacones al regresar a casa y la aflicción desaparecería; de Jodie no. Forzándose en mantener una expresión neutra, entornó los ojos y…
—¿No viene? —interpeló una voz espesa, masculina, con trazas raucas a consecuencia del humo de un habano.
—Claro —contestó Sofia, sobresaltada, virando la testa hacia su interlocutor—. Por supuesto… —musitó, redirigiendo la vista en la dirección en la que, hasta hacía unos segundos, se hallaba Jodie; y ya no estaba. Descolocada, frunció el ceño; tal vez lo suyo había sido cosa de la imaginación evocada por el insano e impasible anhelo, puesto que, pensándolo con frialdad, ¿qué podía haber atraído a Jodie a una fiesta de leguleyos? Se sacudió las preguntas de la cabeza y estiró, a ojos conocidos, una falsa sonrisa, agarrándose al brazo que le tendían; debía dejar de tropezar y avanzar, escalón por escalón.
La ciudad piamontesa sucumbió a la noche engalanada con un manto de estrellas que, a no mucho tardar, se emborronaría a causa de la pirotecnia que celebraba el Año Nuevo. Dada la cercanía de las agujas a la medianoche, el personal a cargo de la velada se apresuraba en los corredores internos mientras algún que otro invitado semejaba huir.
—Enhorabuena —dijo Jodie, rasgando el silencio de Sofia al situarse a su lado, delante de los ventanales que daban a la calle en ese pequeño cobijo ubicado en un rincón del gran y fastuoso salón.
Fiel a la costumbre, guardaba las manos en los bolsillos del pantalón, escondiendo más de lo nunca proferido o sentido. Ganándola en altura hasta habiendo tacones de por medio, carraspeó y acalló la música ambiental en sus oídos. Llevaba parte del crepúsculo acechando (no a Sofia) o, mejor dicho, intentándolo. Distrayéndose con el vaivén de las femeninas caderas abrazadas por la fina tela sembrada de pedrería, que marcaban cada concavidad, cada planicie… También lo había hecho durante la cena retransmitida por las cámaras en la sala de control, arrobándose por la acogida de los cálidos labios que escalfaban las púas del tenedor y besaban inconscientes el reborde de la copa, y, por descontado, zozobrando en el oleaje del escote a cada exhalación, cuando engrosaba las tetas cuyo color de areolas y pezones podía describir a la perfección —oro blanco con un diamante, un clásico —asintió en alusión al anillo de compromiso en la mano izquierda de esta.
No había sido cosa de su imaginación, y ello no lo concluyó entonces, lo había hecho en la cena, al percatarse de que compartía mesa con Thomas Evans; por lo tanto, la presencia velada de miembros del SIC[1] explicaba a su vez la de Jodie. El pulso le latió rápido en la yugular, enjoyándole la piel, y el coño le ronroneó emulando a un gato que esperara su conveniente caricia; agitó la zurda como si hubiese tocado un clavo ardiente, cuando, en realidad, el fuego le lamía la piel del dedo.
—Todas las pruebas lo imputan —manifestó en su inglés intoxicado por el italiano natal e ignorando lo dicho por ella, y no por respeto a Giorgio, quien no la había acompañado a la velada por razones médicas, nada inusual por parte de un urgenciólogo—. Es culpable —añadió a continuación, sujetando en la diestra la copa de spumante.
—Lo es —ratificó Jodie; su acento de Liverpool salía a relucir con Sofia, desechando lo camaleónico. Torció el cuerpo hacia ella, captando su tensión, y la olió, apreciando que el aroma a mar le persistía en la piel, y a albahaca en su recogido y negro pelo, en que le habían entretejido letras de Laura Pausini y planes en París.
Hablaban de Damiano Porta, un influyente político de la derecha italiana con conexiones con Cosa Nostra, vinculado a una trama de blanqueamiento a gran escala en Inglaterra, la Costa del Sol y la capital itálica. Sofia siempre había sido foránea en asuntos de Inteligencia; lo suyo era el Derecho Civil, o lo había sido hasta que un pendrive había aparecido en su taquilla del gimnasio y lo había trastocado todo.
—¿Y ya está? —espetó Sofía, encarándola.
El escote soportó a duras penas la violenta búsqueda de aire que le castigó los alvéolos; tenía la boca llena de cólera y los pezones tan afilados que podría dar forma a los ornamentos de cristal de las múltiples lámparas de araña que colgaban de los techos. A una zancada y contra la pared, había una mesa alta en la que había dejado el clutch y su interés en la celebración.
—Nos resulta más útil en su situación que a la sombra —adujo Jodie por enésima vez, pese al tiempo transcurrido, y sin inmutarse ante la tormenta que amenazaba en los verdosos iris de Sofia. El temperamento de esta, cosecha de las tierras del Vesubio, le calentaba su de por sí controlada personalidad, disipando la permanente anestesia emocional. Encogió los hombros y quedaron frente a frente—. Una en la que, sin duda, no duraría mucho —insistió con obviedad, por mal que le pesara a Sofia, ya que un infiltrado era preferible a un nuevo cadáver en la morgue.
—Yo a eso lo llamo cobardía —condenó, incapaz de concebir que los esfuerzos, incluidos los humanos, se perdieran—. ¿Qué haces aquí? —formuló la absurda pregunta.
En poco más dos años, Jodie había seguido el patrón de aparecer y desaparecer sin darle una sola explicación, y en sus ausencias le había hecho llegar lo que Sofia había tildado de «pruebas de vida»: un ramo de flores un domingo a las cuatro de la mañana, una postal del Kremlin nevado, un mensaje cifrado en un panfleto publicitario enganchado en el limpiaparabrisas trasero del coche o una caja firmada por Bordelle que atesoraba un conjunto lencero y una grabadora preñada de la voz de esta, invitándola a enfundarse la seda y masturbarse para ella. ¿Y qué había hecho? Exactamente eso. Y esperar, languidecer hasta que no había podido más y había masticado arena, jurándose olvidarla, acuñando el famoso «Del dicho al hecho hay un buen trecho».
Jodie mantuvo silencio, guardándose las palabras y las manos. Lo último que quería era causarle dolor, salvo si este era el de las agujetas postcoitales o el de la risa descontrolada saltándole a la comba en la lengua. Sesgó por un segundo el contacto ocular y se aflojó el pasador.
—He venido a por ti —(casi) se sinceró, sabiéndose una egoísta y una cabrona redomada.
Se sentía huérfana, despojada de espíritu y aquejada de un dolor silencioso y a veces agudo, similar al de un nervio dental que moría en la rojez de la encía. Ansiaba el frufrú de sus pliegues regados por el deseo de las dos, restallando el sonido de sus coños al acoplarse, ensortijándose en sus vellos púbicos en una disparidad de rubio y azabache, y peleando sus pezones hambrientos en la llanura de su pecho, antítesis de la curvatura de los de ella.
—Cazzo[2]… —maldijo Sofia, desviando la mirada y refrenándose para no empinarse el alcohol de la alargada copa. Los invitados eran ajenos a ellas, a todo el deseo contenido, a todo el jodido amor que las reconcomía. Al sentir que esta iba a hacer el ademán de aproximarse sinuosa, gatuna, retrocedió y, confrontándola, le soltó—: Un día me dijiste que desde niña habías deseado cambiar el mundo y por eso te dedicas a lo que te dedicas. —Oh, la hiel pudría cada palabra. De su moño escaparon unos largos mechones renegridos, de luto por su alma.
—¿Te refieres al 25 de abril del año pasado, en el pequeño hotel de Monti en el que tuvimos que darle la vuelta al colchón porque hice que te corrieras con tanta fuerza que calaste hasta los muelles? —Era retórica. Ese día, el de la Festa della Liberazione en Roma, a la vez que en las calles sonaba Bella ciao, Sofía habría sido capaz de ahogar al protagonista de La Fontana del Tritone—. Sí, te refieres a ese 25 de abril en el que te dije que te quería mientras te llenabas la boca de mí —cabeceó Jodie. Se quitó el pasador, rozándose las pequeñas orejas, y devoró la distancia entre ambas; tiró el pasador en el interior de la copa, sentenciándolo.
Sofia negó, no las palabras, no los recuerdos, sino los actos de Jodie. Antes de conocerla, su vida sexual había sido mal llamada «corriente»: un puñado de hombres más o menos diestros en lo concerniente al sexo, incluyendo a Giorgio, el cual le ofrecía estabilidad entre tanta borrasca. Sin embargo, el nombre de Jodie le rebosaba mudo en la boca y le palpitaba en el quebradizo corazón. Por el amor de Dios, si ella la había hecho llorar de placer, borracha de oxitocina, enloquecida por la estimulación del Punto G y convulsa de sudor, evocándola a la catarsis. Empecinada en resistirse a cualquier clase de jodienda, Sofia pestañeó al ser salpicada por la bebida tras hundirse el pasador en el acristalado estómago.
—Con el mundo en general hago lo que puedo, si bien, dime —habló Jodie, empleando un tono sosegado, susurrante. Su característica sonrisa torcida le horadó hoyitos en las mejillas, y abrió las manos para descansar las palmas en el semblante de Sofia. Los pulgares bailaron con las puntas de las ahumadas pestañas—: ¿Acaso no cambié el tuyo? —Se sabía la respuesta, mas quería oírla. Inclinó la cabeza, combatiendo la desigualdad de altura, y el aliento inestable de Sofia le empañó los cristalinos como lo había hecho en su día el reflejo del envejecido espejo de armario en la claustrofóbica pensión de Newham, al condensarse el calor que desprendía la desnudez de sus cuerpos con la fría humedad ambiental—. Lo hice unos meses —afirmó; le quitó la copa y se asió con la mano libre a una de las aristas de la empedrada cadera.
—Sí —se apuró en admitir Sofia en un suspiro colmado de remembranzas de olor a romero, parpadeo de luciérnagas, acelerones de Vespa, luz de sol y de bailes sin música.
El tacto de Jodie le prendió la fogata entre los muslos, calcinándole la vergüenza, haciendo ascuas la decencia. «Il vento dell’estate ti riporta qui da me[3]», le tarareó la vocecilla que le vivía en la mente a pesar de ser (aún) diciembre. Para variar, Jodie no usaba perfume y su maquillaje era tan sutil que semejaba tener la piel fresca y desnuda, así que el ahogado pasador, en lugar de una goma del pelo, era un esfuerzo para alguien resuelto, práctico.
—¿Cuánto engaño hubo en ello? —le cuestionó a bote pronto y a rescoldos de cordura.
—Ninguno —aseveró Jodie, secando la salpicadura de spumante en la nariz de Sofia y en el mentón—. Nena, en este caso, ocultarte u omitir información no es engañarte.
Ella no era la abogada, pero de serlo, la respuesta le valdría. Guiándola con la mano en la cadera, hizo que se desplazaran de modo que pudo relegar la copa a la mesa. Aprovechándose de la altura de su cabeza enarbolando la de Sofia, cargó contra su boca tomándola en un beso. Uno ávido y de regusto mentolado del cigarrillo electrónico que había consumido con el goteo de las horas.
—Claro que sí, incluso si es en mi supuesto beneficio —arguyó Sofia, quemándose a la sombra de los muslos. Gimió, apretándolos, incapaz de gobernar la marea de flujo que le brotaba del coño—. Me merezco un poco de verdad —exigió, encallada en la boca de Jodie.
Lo cierto era que jamás había arriado el ancla y partido. Desde los inicios de la investigación en la que se había visto involucrada, había aceptado que, en muchas ocasiones, el desconocimiento suponía un seguro de vida y, por eso mismo y en adelante, no la había interrogado en sus constantes idas y venidas nocturnas, diurnas, semanales, mensuales, ni tan siquiera cuando una bala había horadado uno de los costados de Jodie y ella había hecho lo contrario a Santo Tomás con Jesucristo: había tenido fe en la mujer sin tocarla, sin explicaciones.
Dicen que el que calla otorga, y Jodie calló, besándola, empinándose las dudas y los gemiditos de la boca de Sofia. Resbaló el cuenco de la mano diestra para acariciarla, los dedos treparon las cervicales y le desasieron el recogido, liberando la maraña renegrida que cayó rozándole las lumbares y ocultando a ojos vista la piel desnuda de la abertura del vestido.
—Vamos —mandó; le entregó el clutch y se colocó en vanguardia, sosteniéndola por la mano enjoyada y marcando un ritmo irrisorio para los tacones de Sofia. El camino, que pasaba por las zonas desérticas, no públicas y hábiles para los atareados trabajadores, se lo sabía al dedillo.
De tirarle las cartas, seguro que la primera en saltar sería la reina de espadas y, Señor, que estas hirieran de muerte su sufrimiento y la deslieran en una balsa de su propia desesperación. Sofia jadeó cuando el último escalón la apeó en una especie de sala con restos y columnatas romanas. Miró a su alrededor, sintiendo que el lametón frío del cambio de temperatura le aguzaba los pezones y el hambre.
—¿Qué hacemos aquí? —murmulló, desubicada.
—Decirnos las verdades —contestó Jodie; claveteó a Sofía contra la columna y le acunó los torneados muslos con las manos, elevándole la ajustada falda, escuchando la protesta de la pedrería y el bolsito al darse de bruces en el suelo—. He intentado olvidarte y lo único que he conseguido es darme cuenta de que no dejo de buscarte en otra piel, en otro jodido pelo negro —confesó en un jalón; arrió la prenda en sus caderas para revelar la desnudez salvo por un pulido triángulo velloso en el pubis. La tradición mandaba que la ropa interior fuese roja, y estaba claro que ella había desafiado a la suerte—. Y si ahora me niegas que, pese a toda la mierda, sigues escondiendo mi nombre detrás de tus dientes cada vez que te corres fantaseando conmigo, por mucha alianza que luzcas, me marcho, y esta vez sí será para no volver —conminó, canalla, una serial killer de promesas. Ensortijó las aristas de los dedos en el vello y desfiló hacia abajo hasta encontrarse con el excitado clítoris y el relente en la estrecha apertura.
—Amenázame con no traicionarme y yo haré por no perderme —boqueó Sofia, que no le estaba pidiendo lo imposible, solo que, dentro de lo viable, le fuera sincera. Caduca en cuestión de vida y perjura para con Giorgio, osciló las caderas y la pelvis hacia arriba, haciéndola recorrer la hendedura de su sexo—. Ahí me dueles —gimió con la vuelta del anular al detenerse en el acceso a su coño después de haberse estado recreando en su perineo.
Un atisbo de duda relampagueó en los ojos Jodie, desatado por las palabras de Sofia. Cerró los ojos, embebiéndose de la voluble respiración de la fémina, y ponderó durante unos segundos lo que tenía en mente. Se decidió a besarla, sellando el dilema. Pujó el dedo en el interior de esta, y arribó al tope, deslizándose como la hoja caliente de un cuchillo en un bloque de mantequilla. Lo volteó, enajenado a las paredes que corcovearon al bombearla, y se descorchó, vaciándola. Se acuclilló, recolectando el fino y cristalino hilo de flujo que conectaba el coño de Sofia casi con el empedrado suelo y, separando los pliegues con las manos, amorró su boca al sexo de ella, penetrándolo con la sinhueso.
Sofia gimoteó, amparándose a la columna con las manos. Sus pechos, endurecidos e inflamados de deseo, se desbordaron del escote en un claro homenaje a La Libertad guiando al pueblo, de Delacroix. Funambulista en sus tacones, comenzó a prorrumpir el nombre de esta por todas las veces que lo había silenciado. A tientas, pues el placer la nublaba, movió la diestra hasta posarla en la rucia cabeza entre sus muslos, y la otra, al semblante, contra su boca, dentelleándose el dorso, bruñéndose la alianza a mordiscos con tal de moderar el escándalo. El diablo danzaba en su coño al compás de la lengua de Jodie…
Se la comió como se debe comer una granada; sacándole el jugo pepita a pepita, sorbo a sorbo. Jodie le concedió el disfrute de las primigenias sacudidas que anunciaban el orgasmo, no obstante, se replegó antes de que este llegara. Se enderezó con el mentón y el arco de Cupido regados y brillantes, se apresuró en llevársela consigo a la pared y, rauda, metió dos dedos de una sentada en el empapado interior de Sofia.
—Cuando esto pase, conseguiré un apartamento en Rue Montorgueil. Abriré la ventana sobre la cama y te trenzaré el pelo a una de las barandillas de hierro forjado… —susurró, próxima a la boca de ella, de la que audibles y delatores gemidos se combinaban con el chasquear de sus mismos dedos al trabajarla, al masturbarla—… y te comeré el coño hasta que te corras, amaneciendo en primavera —dijo, imaginándosela igual que tiempo ha, en una luminosa cocina rodeada del olor procedente del tibio contenido de la bolsa de la boulangerie, del café al hacerse, y peleándose con el cordel que ataba el bouquet de lirios blancos, en contraste con la oscuridad de su pelo.
—Júralo, júralo —gimió Sofia, pendiendo tan solo de las palabras que le sabían a juramentos, sin analizarlas; su agitado cerebro era incapaz de nada más que de cortocircuitar de placer, del gozo que le roía las meninges. Ser refugio, amante, consuelo, zorra, perdida, encuentro… ¿Era tanto anhelar?—. Me… me… —jadeó, inestable e incoherente en los tacones, y más cuando Jodie curvó los dedos y los comprimió en la engrosada pared interna de su vagina, detrás de la uretra: retozando con la resistencia de su cuerpo al orgasmo. Se rindió, su ser ondeó la bandera blanca y los ojos le piruetearon en las cuencas.
—Shhh… —chistó Jodie en vano, y teniendo que aprehenderle la boca para sofocar porciones, cachos del vivo frenesí, que le asperjaba la mano ocupada en el imparable mete y saca, y llovía en el empedrado suelo. La otra no estaba ociosa ya que sopesaba la redondez de los pechos de apaisadas areolas y picudos pezones. De haber podido, Jodie habría preferido beberse el clímax de Sofia, copioso y endulzado, pero la situación no era la idónea aun con el retumbar de los fuegos artificiales en el cielo al declararse el Año Nuevo. Temiendo que fuera a derrumbarse, la sujetó con un brazo y extrajo los dedos de su desaguado y convulso coño.
Las respiraciones de ambas resonaron en las paredes con más eco que la pirotécnica y un jaleo impropio de una celebración; el aroma a sexo chivaría la escena a un invidente y la unión de sus vientres supuso un nido para los ruiseñores albergados en sendos ombligos. De aquellas irrigadas piedras nacerían flores, llenándose de la vida que goteaba del sexo de Sofia y de la mirada de Jodie, de la envoltura delicada aunque firme de sus brazos.
Sofia recobró lucidez y abrió los ojos para toparse con los de Jodie, que le devolvían la mirada. La sonrisa le cosquilleó las comisuras de la boca y se le estiró hasta mostrar el nácar de los dientes. Con el sudor perlándole las sienes, se afianzó al costado zurdo de esta y coló la mano bajo el blazer, en torno a las caderas, y tocando sin pretender algo que…
—No —negó, ronca, palpando la pequeña y letal figura de la Parabellum y oyendo el creciente revuelo por encima de sus cabezas, proveniente del salón en el que se habían encontrado.
—Querida —masculló Jodie, agarrándole la mano para frenar la huida e impeliendo su cuerpo hacia delante con una rodilla entre las piernas de Sofia para bloquearla. Los arrestos se estaban sucediendo arriba a la par que el cribaje por parte de los agentes para identificar a quienes aparecían en la lista de interrogatorios y a quienes no. Su idea principal para con Sofia se había desviado un tanto mucho desde que se había quitado el pasador para ocultar la retirada del dispositivo de su oído, que había pisado y, por ende, silenciado a sabiendas de que, por mal que pesara, la ética era eludible en su trabajo—. Espera, déjame explicarte —articuló, arrimándola a sí. La duda que no hacía más de quince minutos había martilleado en la conciencia de Jodie se jactó de ella y jugó entre las hebras rubias a los flancos de su cara. Quizás si se hubiese sincerado desde el principio, ahora… La principal verdad a medias era que había ido a por ella; las circunstancias derivadas a eso, bueno, iba a contárselas…
—¿Decirnos las verdades? —espetó Sofia, disparándole a quemarropa sin desenfundar el arma que esta portaba. Laura, en su Tra te il mare[4], siempre había tenido razón y ella, ella, obcecada en no escucharla. Desde el principio, el evento había sido una encerrona y Jodie se había dejado ver adrede. Ni que ella no hubiera aprendido nada… El valor de la alianza en su dedo aumentó, mientras que el de su corazón se encareció, y aun con esas, Sofia persistía húmeda, temblorosa y suya, condenadamente suya…