No te pierdas este relato de Thais Duthie. Un viaje a la isla colombiana de San Andrés, donde explora en un mindfulness masturbatorio.
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San Andrés: Conmigo
Viajar sola siempre me había parecido excitante. No solamente me estimulaba el cuerpo —las pulsaciones o la respiración agitada cuando el avión estaba a punto de despegar—, también la mente. Emoción, incerteza, deseo. La primera vez fue en Berlín y todavía no había puesto un pie en el aeropuerto de Tegel cuando decidí que volvería a ocurrir. Haría la maleta de nuevo para irme conmigo. Y tenía razón: aquellos cinco días se convirtieron en la experiencia más transformadora que había vivido nunca.
Dos años después estaba en un lugar completamente diferente. Un océano y varios países al oeste: la isla de San Andrés. Veintiséis kilómetros cuadrados de superficie que en poco se parecían a los casi novecientos de la capital alemana. Había cambiado el río Spree por el mar Caribe, y no podía quejarme. El primer viaje había sido una clase de historia muy necesaria, pero bucear en aquella agua transparente, conocer el jardín botánico y ver caimanes en una laguna era algo distinto. Una liberación para los sentidos, como lo era observar el agua desde la casita isleña en la que me alojaba.
Al que había en San Andrés lo llaman el Mar de los Siete colores, un apodo más que merecido para el paraíso que tenía en frente. Mientras sentía la brisa contra la cara y la porosidad de la madera sobre la que estaba sentada, recordé aquella noche en el apartamento de Berlín. Recordé el orgasmo mientras miraba por la ventana y veía, allí a lo lejos, la fachada del museo.
Como si mis músculos hubieran reaccionado al recuerdo, encontré las piernas ligeramente separadas cuando bajé la vista. Dejé que mis dedos viajaran, al igual que lo había hecho yo, de Bogotá a San Andrés. Se detuvieron en la humedad que asomaba entre mis pliegues, agradecí la decisión de no haberme puesto bragas bajo el vestido aquella tarde. Anochecía, y mi placer se deshacía como el sol. Las olas se volvían espesas a lo lejos, las yemas de mis dedos intentaban imitar la sensación chispeante del mar.
Entrecerré los ojos solo un momento, concentrada en lo que mis otros cuatro sentidos podían percibir de forma simultánea. El sonido de un columpio, el mar burbujeante. Las notas dulces de la piña colada que me había tomado hacía un rato. El aroma a frescor, a humedad, a «no hay nada más importante que esto». La sensación del aire que movía los mechones que se habían quedado fuera de la coleta deshecha, mi índice trazando la ruta hacia el punto más preciso. Bendito taller de mindfulness al que asistí en la universidad para librarme de una clase soporífera.
Cuando parpadeé, el rosa y el naranja se peleaban por ocupar más espacio en el cielo. Algunas nubes oscuras flotaban sobre el mar. Llevé la mano libre al tirante de mi hombro derecho para deslizarlo hacia abajo, luego el izquierdo. Mis senos abandonaron la tela fruncida y pude observar cómo los pezones reclamaban algo de atención. Arañé uno, apreté el otro fuerte con el brazo que guiaba la mano entre mis piernas. Era yo, mi excitación de siempre, y al mismo tiempo había algo diferente. San Andrés lo cambiaba todo, al igual que me había cambiado a mí perderme en aquella isla para encontrarme.
Ciertamente, el camino a mi centro fue precioso. Deambulé por el sendero de mis ingles, incluso dejé que las uñas, algo largas, se enredaran en el vello que cubría mi piel. En pocas ocasiones me había tomado tanto tiempo, solía llegar al destino demasiado rápido. Sin embargo, acababa de descubrir que la travesía era igual de interesante, incluso más deliciosa. Por ello, cuando al fin alcancé la meta, mi cuerpo tembló. Había esperado tanto que fue una sobrecarga abrumadora.
Reduje la presión, aumenté el tamaño de los círculos. Me costó encontrar la combinación exacta, pero en cuanto di con ella todo se apagó. Observaba el sol ardiente como si bebiera de él, me indicaba cómo seguir. Mis pechos, doloridos, ya se habían rendido. Solo quedan mi clítoris y mis ganas de extinguir el deseo.
Me mordí el labio inferior con fuerza. Pronto. Cerca. Ahogué un gemido, el que me colocó justo en el acantilado. A punto de soltarme, pero no todavía. Reprimí el segundo. Veía el abismo. Con el tercero me dejé caer, adonde fuera. Y aunque no conocía sus dimensiones, sabía que era el despeñadero más seguro de todos. En lugar de oscuridad aterrizaría en una corriente de placer que impactaría por todo mi cuerpo. Así lo sentí con el primero de los orgasmos, largo e intenso. Clavé los dientes en el hombro derecho y recibí el segundo. Fue algo menos intenso, pero me hizo flotar y caer al vacío en cuestión de segundos.
Permanecí allí, con una mano en la humedad y otra agarrada a la madera. Los ojos entrecerrados me impedían ver con nitidez, pero una sombra de colores me hizo saber que, aquella noche, ni rosa ni naranja. Exactamente de la misma forma en que el clímax había hecho conmigo, el rojo lo había inundado todo.