Disfruta de otro relato lésbico de Thais Duthie. En esta entrega, la autora nos cuenta la historia de Ruth, una chica preocupada por el calor en el almacén de la librería donde trabaja, que descubre a dos mujeres desnudas en el balcón de un hotel. ¿Qué ocurrirá?
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Las vistas desde el almacén
Ruth llevaba tres años trabajando en la librería Clarín. Casi siempre estaba tras el mostrador, cobrando a los clientes, haciendo búsquedas en la base de datos o anotando encargos. Sin embargo, durante el verano el jefe solía enviarla al almacén; había un montón de pedidos de libros de texto y tenían que estar listos antes de septiembre.
Aquel día iba de turno de tarde, de cuatro y media a ocho y media. Acababa de llegar a la librería y ya se sentía agotada y sin ganas de nada. Las altas temperaturas le afectaban en exceso y encima en el almacén no había aire acondicionado. Tan solo tenía una pequeña ventana desde la que se veía el hotel de enfrente y por la que no entraba ni una pizca de viento. Hacía un par de semanas que le había pedido al jefe que pusiera un ventilador, pero de momento todo seguía igual. Tendría que conformarse, un día más, con aquella ventana minúscula.
Dejó los imprescindibles sobre su mesa de trabajo: un termo de café con leche que había traído de casa, una botella grande de agua fría y el abanico de flamencos que llevaba siempre en el bolso. Suspiró antes de abrir una caja de cartón y sacó los libros de Ciencias de la naturaleza.
Con el esfuerzo, la chica empezó a notar el sudor bajo la ropa y miró hacia la ventana para asegurarse de que entraba el máximo aire posible. Desde el almacén, en el quinto piso, se avistaba la calle y toda la fachada del hotel Las tres gracias. Se acercó para abrirla un poco más cuando sus ojos repararon en uno de los balcones del tercer piso. Desde allí, Ruth podía ver con detalle a una mujer de cabello oscuro totalmente desnuda apoyada en la barandilla. Aquella imagen le hizo sonrojarse, pero no fue capaz de apartar la vista.
El cuerpo de la mujer le recordó al de las pinturas de Rubens: carnoso, de complexión ancha, pechos generosos… Aun así, todo en proporción. La única diferencia que Ruth supo encontrar fue el vello negro que le cubría el pubis y del que su dueña parecía estar orgullosa, pues lo estaba exhibiendo a toda la ciudad. No obstante, la joven librera tenía la sensación de que era la única que observaba. Al ser consciente de aquel pensamiento se sobresaltó y miró a la puerta del almacén. Se sintió más tranquila al ver que estaba cerrada.
Cuando volvió a fijarse en el balcón descubrió a una segunda mujer que se unía a la Gracia de vello generoso. Era mucho más delgada y tenía el pelo rubio, algo cano. Desde luego, era mucho mayor que la otra. Ruth pensó que le sacaría por lo menos veinte años a la mujer Rubens, lo cual estaba un poco fuera de lugar… O no.
Aunque quizá lo que estaba fuera de lugar es que Ruth las espiara en vez de trabajar. Lo cierto era que la librera no podía apartar la mirada de esas dos. Aquella escena le excitaba y le incomodaba a partes iguales y, desde luego, le añadía un punto de emoción a su rutina en el trabajo que necesitaba más de lo que creía.
La rubia azotó a la otra en la nalga, haciendo que se volviera con una sonrisa en los labios. Se fundieron en un beso largo y apasionado. Ruth se mordió el labio, intentando notar un roce parecido. ¿Qué estarían sintiendo una y otra? ¿Serían amantes o desconocidas que acababan de acostarse por primera y última vez?
Unos segundos después las mujeres dejaron de besarse y sonrieron contra los labios de la otra. La mayor dijo algo, se miraron a los ojos… y la mujer Rubens desapareció. Ruth chasqueó la lengua al ser consciente que desde allí abajo no podía oír nada. Se preguntó si se iban ya del hotel, si su nidito de amor iba a dejar de serlo.
Pero entonces, la morena volvió al balcón con algo morado en las manos. Ruth no supo de qué se trataba hasta que se puso a lamerlo con avidez, revelando una forma fálica inconfundible. Era un dildo enorme: debía medir palmo y medio, además era bastante grueso. La librera se quedó inmóvil al darse cuenta de lo que era y se ruborizó: ¡era gigantesco! ¿De verdad iba a meterle eso?
La lengua de la mujer Rubens comenzó a recorrer centímetro a centímetro el juguete, sosteniendo la impaciente mirada de su compañera. La segunda asintió y separó las piernas al instante, abandonándose al juego. Debía de estar empapada, porque la joven esbozó una sonrisa burlona mientras le metía todos aquellos centímetros sin ningún tipo de esfuerzo, entero.
Un gemido hizo que Ruth volviera a la realidad, el suyo. Se cubrió la boca por acto reflejo y notó un ardor conocido inundar sus mejillas. Deseó que no la hubiera oído nadie. Por si las moscas, volvió al escritorio y siguió colocando los libros de texto sin poder dejar de pensar en la pareja, a caballo entre la vergüenza y los nervios.
Esperó unos minutos, para luego acercarse a la ventana otra vez con sigilo. Cuando miró al balcón se dio cuenta de que habían cambiado posiciones. Descubrió a la rubia sentada en la mesa de la terraza, con las piernas bien abiertas, dándole la bienvenida al juguete una y otra vez. La otra la embestía con tanta fuerza que Ruth temió que fuera a hacerle daño. Se preguntó si le dolería, y si era así, si es que ese dolor la encendía todavía más.
Con su mano libre, la mujer Rubens retorcía entre sus dedos uno de los pezones de su compañera. Iba alternando, apretándolos, arañándolos. La espalda de la que estaba siendo penetrada se arqueó en un momento y separó todavía más las piernas, si cabe. La librera, a metros de allí, no se perdía un solo detalle. Observaba las manos de la mayor, que agarraban las caderas de la morena con ansia; así como los pechos turgentes de la segunda que danzaban de un lado a otro con cada embestida.
Los dedos de Ruth se colaron por su escote y viajaron hasta sus pechos. Quiso recrear las atenciones de la mujer más joven y se sorprendió retorciéndose los pezones por primera vez en su vida. En aquel gesto encontró un placer inesperado e insólito. Siguió con el otro, luego se animó a estimular ambos al mismo tiempo. Aquello le encantaba, es más, le producía escalofríos que la obligaban a cerrar los ojos y seguir.
Llevó una de las manos por el pantalón corto y acarició su sexo por encima de las bragas. Todavía con la prenda en medio podía notar la humedad. Sonrió para sí misma, tocándose directamente. El roce fue eléctrico: jamás había sentido chispas al pasar los dedos sobre su clítoris. Aprovechó aquella sensación para seguir acariciándose, despacio. Enseguida dejó de percibir la corriente que había sentido antes y aumentó la fuerza y la velocidad de los toques en su centro. Echó la cabeza hacia atrás, con los ojos todavía cerrados, e introdujo un dedo e su interior. En la mente de Ruth, su índice era el juguete morado que la mujer Rubens le estaba metiendo a la otra: duro, rápido, fuerte. Intentó hacerlo igual, con la misma energía y entrega que la morena.
Sabía que el orgasmo iba a llegar solo y estaba muy muy cerca. Temía que si paraba, la electricidad en su sexo desapareciera, de manera que optó por penetrarse una vez tras otra, acariciándose el clítoris con el pulgar. Abrió los ojos un segundo para mirar al balcón y se desilusionó al verlo completamente vacío. Pero eso no hizo que se detuviera. No las necesitaba para su placer. Ruth notaba el sudor por cada región de su piel, el viento que aparecía de improviso por la ventana, sus dedos entrando y saliendo empapados, las chispas. Estaba a punto, había trabajado su orgasmo…
O al menos, lo estaba antes de que se abriera la puerta y entrara el jefe a traerle el ventilador que había pedido el día anterior.