Como mínimo, la mayoría de los encuentros casuales, por muy efímeros que sean, casi siempre dejan algún recuerdo impregnado en la memoria. Pero lo más sorprendente de muchos de los affaires es que suelen tener como consecuencia bien el deseo de solventar alguna cuenta pendiente, bien la resistencia a que sean un hecho anecdótico en nuestras vidas. Aunque, por muy intenso que fuera el deseo o sentida la resistencia, es probable que la mayoría se queden en eso, un recuerdo más o menos frustrante, una historia tragicómica, una etapa de la vida que contar… Otros, quizá pocos en términos relativos, no.
Si no la leíste, puedes disfrutar de la primera parte aquí: Milagro navideño (I). Milagro navideño (II) sigue más abajo.
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Milagro navideño (II)
—Señoritas, hemos llegado.
Emma pagó al taxista mientras yo abandonaba el vehículo. Nos encontrábamos en una de las calles del Ensanche de Barcelona decorada por tiras de luces de todos los colores y formas. Frente a mí, un edificio modernista se alzaba imponente. Siempre había querido ver uno de aquellos en su interior. La noche me impedía observar la fachada con el detalle que me hubiera gustado, y antes de poder mirar hacia arriba, la mano de la mujer tomó la mía y tiró de ella hacia el portal.
Por dentro, el inmueble parecía detenido en el tiempo. Estaba oscuro mientras anduvimos por el pasillo, incluso cuando evitamos el ascensor viejo y con pintura negra desconchada. Las escaleras eran anchas, la barandilla antigua me hizo preguntarme cuánto debía de llevar en pie aquel bloque. Al tiempo que seguía a Emma al ático, me adentraba más y más en aquel viaje en el tiempo. Tal vez por eso, cuando llegamos al rellano y ella abrió la puerta con destreza y me invitó a pasar, me quedé tan sorprendida. El piso contrastaba con la majestuosidad vetusta del edificio: lujo y decoración minimalista y nórdica. Cada mueble parecía cuidadosamente elegido para desempeñar una función y no había nada al azar. Incluso los cuadros de fotografías antiguas en blanco y negro que decoraban una de las paredes del salón estaban dispuestos con una precisión milimétrica.
—¿Te gusta? —preguntó, dejando la chaqueta en una de las sillas del comedor y yo la imité—. Butler, pon la chimenea.
Entonces, un panel llameante se encendió bajo el televisor.
—Mucho. Tu salón es como mi piso entero y ni siquiera es solo mío. —Reí. El fuego me fascinaba y la lumbre me hipnotizó.
Mi parte más caprichosa, la que lo quería todo, comenzó a reproducir una película en mi mente mientras mis ojos seguían clavados en la chimenea. Se imaginó paseando por allí vestida solo con una camisa y preparando un café en la isla de la cocina. Se proyectó sintiendo que aquel lugar era suyo y casi pude notar el calor del suelo radiante de mi fantasía.
—Ayúdame, preciosa —me susurró Emma al oído. Acto seguido, tomó asiento en el mullido sofá gris e hizo amago de desabrocharse las botas.
Me arrodillé frente a ella y, desde aquella perspectiva, reparé en que llevaba unas medias de rejilla. A pesar de la distracción que me había supuesto entrar en el piso, mis cinco sentidos volvieron a concentrarse en ella. Deseé deshacerme de las redes que aprisionaban sus piernas y tocar, sin nada de por medio, su piel al fin. La miré a los ojos y la forma en que me devolvió el gesto me hizo temblar. Se relamió, levantó la barbilla despacio. Me hablaba sin mediar palabra.
Pulgar e índice atraparon la cremallera de la bota derecha y la deslizaron hacia abajo. El sonido me erizó la piel. Mi anatomía sabía, igual que la suya, que aquel ruido significaba que cada vez estaba más cerca de sentirla. Le quité la bota y vi cómo movía el pie con una mueca. Tomé su tobillo, colocándolo sobre mi muslo. Repetí el proceso con la segunda bota. Cuando la retiré, Emma gimió. Su expresión de placer era incluso mejor que todas las veces que había tratado de imaginarla. Me incorporé para sentarme a horcajadas en su regazo y volví a besarla. Ella gruñó contra mi boca, como si las ganas de que la tocara fueran insoportables.
La excitación me nublaba. Mis caderas comenzaron a moverse y pronto fue ella quien se levantó el vestido de terciopelo y se bajó las medias de rejilla como pudo hasta las rodillas. Me hice a un lado para deshacerme de los tejanos y el jersey. Con un poco de distancia pude observar su piel, el bordado de sus bragas rojas y el pequeño espectáculo que me regaló mientras deslizaba el terciopelo del vestido hacia arriba. Realmente había imaginado tantas veces cómo sería aquel momento —me había masturbado tantas veces con ella— que me limité a contrastarlo con mi visión. De un movimiento rápido, ahora ella se colocó sobre mí y capturó mis labios con los suyos.
Aquel beso, lento en un inicio, fue subiendo de intensidad a cada segundo que pasaba. Las manos de Emma viajaron de mi pelo a mis senos y pronto se unieron a las mías, que acompañaban las embestidas de las caderas desde sus nalgas. Sentía el corazón acelerado, la tela de mis bragas adhiriéndose a mi sexo por la humedad, mi respiración descontrolada. Ella me miraba desde unos centímetros más arriba con una expresión indescifrable.
—Te tenía muchas ganas, Adela —susurró contra mi pulso una vez se hubo escondido en mi cuello.
—Yo también te tenía muchas ganas.
Volví a sus labios para evitar la pregunta que me rondaba la cabeza desde hacía un rato: ¿por qué ahora? ¿Qué había cambiado? Sin embargo, no quería romper cualquiera que fuera la magia que nos mantenía así de cerca. Ronroneé contra su boca una vez más antes de permitir que mi mano, inquieta, caminara hasta el hueco que había entre sus piernas. La sentí mojada en mis dedos y, como por acto reflejo, comenzaron a estimular su clítoris hinchado. Mi pulgar acariciaba su monte de Venus, curioso, y allí solo pudo encontrar un pedazo de piel suave como la seda. Tomé un poco de humedad con el índice y la llevé de nuevo a su centro para masajearla.
Cerré los ojos para disfrutar del momento. Mis dedos en su intimidad, su perfume cada vez que se acercaba, el sabor de su boca teñido por el pintalabios, los suspiros contra mi mentón. Al abrirlos solo pude ver una cosa: el fuego chisporroteante en mi visión periférica. Tomé las caderas de Emma y le di unos golpecitos para que se incorporara. Me miró confundida, pero enseguida señalé la mullida alfombra que había frente a la chimenea. Nos tumbamos una frente a la otra y, al fin, me hice con el control. Comencé a moverme contra ella de forma tan frenética que, hasta que no empezó a bajar mis bragas, no recordaba que las llevaba puestas.
El primer contacto de nuestros sexos fue como la sensación de salir a la superficie después de haber estado buceando varios metros. La excitación aumentaba mi sensibilidad, y bastó el balanceo suave de su cuerpo y el mío para llevarme a la cima. Una y otra vez, una y otra vez. Suave, intenso, luego errático. Mi boca enloquecía por momentos con tanta piel por morder, lamer, besar. Trazaba caminos inconclusos y se extraviaba en rincones con demasiada facilidad.
—La espera me estaba matando más a mí que a ti —dijo entre jadeos antes de clavar sus dientes en mi cuello.
Su voz, teñida por el deseo, catapultó mi orgasmo. Me dejé llevar y mi cuerpo pareció flotar y luego caer mientras el placer en mi intimidad, por el roce de la suya, se expandía por toda mi anatomía. Gemí sin control y luego ella. Un segundo clímax me impidió presenciar el momento exacto en el que Emma se sacudió y puso punto aparte a aquel intercambio de deleite.
—Dudo que te estuviera matando más a ti que a mí —le rebatí, todavía con la respiración entrecortada.
—Hay tantas cosas que no sabes… Pero te las voy a contar.
Sus susurros se perdieron entre los mechones despeinados de mi pelo.
—¿De verdad?
Al fin iba a saber por qué Emma me había rechazado durante meses. Por qué se acercaba y se alejaba al mismo tiempo. Por qué, hasta aquella noche, me había mandado señales opuestas. Busqué sus ojos y pude advertir cómo sus labios se abrían para hablar.
—Ven conmigo a Andorra, Adela, y haré que recuperemos el tiempo perdido.