Relatos lésbicos

Emma II – Relato lésbico

—Emma…

Mi voz sonaba amortiguada y una parte de mi cerebro se arrepentía de haber pronunciado su nombre de aquel modo, como si quisiera desnudarla. Demasiado evidente. Mi interés por ella rozaba la desesperación y desconocía si aquella intensidad había crecido de forma lógica, natural, o se debía a sus rechazos recurrentes.

Emma me miró mientras se calzaba las deportivas y se puso de pie sin que perdiéramos el contacto visual.

—Shhh.

Se acercó a mí, acunó mis mejillas con ambas manos. Acto seguido, echó una ojeada a la sección para asegurarse de que no había nadie y dejó un beso apenas imperceptible en mis labios. Fue como si lo hubiera dejado caer por azar o casualidad, sin la más mínima intención.

—Nos vemos pronto, ¿vale?

La vi desaparecer igual que había aparecido en las galerías, con cierto misticismo y con esa sensación de irrealidad que ahora me invadía. Suspiré desde mi lugar habitual en la sala tratando de esquivar el vacío que había vuelto a dejarme Emma.

Las horas hasta el final de mi turno volaron. Apenas hubo clientas y las que se pasaron por allí no me robaron demasiado tiempo. Cuando estaba a punto de terminar la jornada, me acerqué a los mules y me llevé el par expuesto, el mismo que se había probado Emma. Corrí al almacén, ignorando a cualquier persona con la que me crucé.

Una vez dentro cerré la puerta y me aseguré de que nadie pudiera entrar colocando una mesa pesada justo delante. Corrí hacia el rincón en el que solía tumbarme durante los descansos —me había hecho una especie de sofá con un palé y un montón de papel de burbujas—, luego me dejé caer. A mi corazón le costó recuperar el ritmo habitual debido al esfuerzo, pero enseguida volvió a desbocarse al recordar lo acontecido unas horas atrás.

Me aflojé el botón del pantalón sin pensarlo demasiado, tan solo guiada por lo que mi cuerpo anhelaba, y con la otra mano acaricié el zapato del pie derecho igual que lo había hecho Emma.

Todavía oía su voz en mi cabeza, sobre todo aquella parte de su discurso en la que decía que me deseaba y que me haría mojarme antes de llegar a la cama siquiera. No le haría falta llevarme a su casa para que mis bragas se humedecieran, pues ya las sentía empapadas en ese preciso instante. Solo por acercarse, por evocar lo que ella y yo podríamos ser si nos lo permitiéramos…

Mis ojos se cerraron con determinación, la misma con la que llevé el calzado entre mis piernas. Primero lo mantuve sobre la tela de los pantalones; el contacto con la punta plana del Santoni me hizo liberar un suspiro. Recordé aquella pregunta de Emma: «¿vendes zapatos porque tienes un fetiche?». Cuando la había formulado estuve por responder que no de forma rotunda, pero lo que había entre mis muslos era un accesorio para los pies que, junto a su pareja, superaba los quinientos euros. Me di cuenta de que me había quedado sin argumentos.

Pensar que algo tan caro e íntimo al mismo tiempo —allí dentro había estado uno de los pies de la mujer— me estaba estimulando solo lograba encenderme más. Mis párpados ya no se molestaban en despegarse y a la presión de la punta del calzado se le sumaron los movimientos erráticos de mis caderas, que lo buscaban como si se tratara de vida o muerte.

En algún punto aquello no fue suficiente y bajé un poco el mule para sentir el empeine. Pese a que nos separaba la tela de mi ropa interior y el pantalón, si me esforzaba me parecía notar los flecos que decoraban la parte frontal. Pese a que la piel de ante se hundía ligeramente por mis embestidas, era lo suficientemente rígida como para permitirme imaginar el pie de Emma contra mi sexo. Nunca me habían estimulado de aquel modo, pero en aquel momento no sentía más que un fuerte deseo por aferrarme a lo único que tenía de aquella mujer. Ella se había ido, pero los Santoni permanecían conmigo.

Abrí los ojos un momento para echar una mirada rápida al pie izquierdo, que descansaba inmóvil en un estante del almacén. Apenas requería esfuerzo por mi parte imaginar el pie de Emma rodeado por ese modelo destalonado, su tobillo y su piel bronceada por las primeras escapadas en velero de la temporada.

Mi placer descendió unos segundos, solo un poco, hasta que mi mirada cayó en el tacón del mule. Como si de la idea más brillante se tratara, no perdí más tiempo y le di la vuelta al calzado que tenía entre las piernas. La dureza del material me arrancó un gemido. A partir de entonces, el clímax se precipitó.

Llevé la boca a mi hombro y me mordí la hombrera de la americana del uniforme mientras mantenía el zapato contra mi intimidad. Yo me movía también contra él con cierta furia, anhelaba que fuera el pie de Emma —o cualquier parte de su cuerpo— la que se rozara contra mi clítoris hasta el esperado orgasmo. A pesar de las reservas que mi mente trataba de acallar, no tardé en sentir el escalofrío que me invadía justo antes de correrme. Lo siguió un vaivén que me acercaba y me alejaba del final una vez tras otra, hasta que, al fin, me entregué a todo el placer que Emma podía ofrecerme entonces. Solo a través de su recuerdo.

Mantuve el zapato en el mismo lugar, deseosa del contacto que me regalaba. Por ahora, era suficiente. Dejé que mi respiración se acompasara, que mis latidos recuperasen el ritmo pausado de siempre… hasta que volvieron a acelerarse cuando alguien golpeó la puerta del almacén.

—Adela, ¿estás ahí? —La encargada sonaba más extrañada que molesta—. Tenemos inventario y no encuentro los mules de Santoni.