Una vigilante del Rijksmuseum de Ámsterdam se hace amiga de una nueva empleada con la que compartirá el tiempo de sus noches laborales. No te pierdas esta historia, escrita por Thais Duhtie.
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La ronda de la noche (1): La vigilante del museo
El sonido de la puerta de acceso a los empleados al cerrarse me hizo suspirar de alivio, como todas las tardes. En esa época, en Ámsterdam anochecía antes de que el museo cerrara sus puertas a los visitantes y el edificio quedaba sumido en la penumbra. Tan solo las luces de emergencia iluminaban a duras penas y, junto a mi linterna, eran toda la compañía que solía tener hasta el cambio de turno.
Trabajar como vigilante nocturna no era mi trabajo soñado, pero hacerlo en el Rijksmuseum era algo distinto. La voz de mi padre todavía resonaba en mi mente, más de diez años después de decirle que quería estudiar Bellas Artes, con aquel «Elige algo más práctico». Mi pasión por el arte se diluyó con el tiempo de forma forzosa, mientras probaba posibles profesiones para ganarme la vida sin decidirme por ninguna. La necesidad de pagar mis gastos me llevó a quedarme con la opción que parecía más tranquila.
Y sí, ciertamente lo era. O, por lo menos, lo había sido al inicio, cuando dedicaba las horas de mi turno a pasearme por las salas oscuras, atenta al más mínimo ruido; pero el museo permanecía sumido en un silencio sepulcral. Ni siquiera tenía contacto con el otro vigilante, el de la sala de cámaras. Con el tiempo, aprendí a moverme por las ochenta galerías y a reconocer las obras de arte y, siempre que podía, tomaba prestado algún libro sobre el museo de la tienda de regalos y me sentaba frente a los cuadros para desvelar sus misterios.
Sin embargo, la tranquilidad fue reemplazada por algo todavía mejor cuando entró una nueva vigilante de la sala de cámaras. No nos habíamos visto nunca cara a cara, pero cada noche manteníamos largas conversaciones a través del walkie. Primero para aburrirnos menos, luego para conocernos mejor y ahora para tratar de descubrir hacia dónde iba aquello.
Katja me atraía como nadie lo había hecho en años y lo que antes eran largas noches de trabajo se habían convertido en citas frente a las obras de arte holandés más emblemáticas en las que el tiempo pasaba volando. Cuando acababa mi turno deseaba que volvieran a ser las cinco de la tarde para seguir hablando con ella y perderme en su voz suave y tranquila, que me enamoraba y me excitaba a partes iguales. El hechizo terminaba cuando llegaba el relevo y abandonábamos el museo por accesos distintos.
—Estamos solas —confirmó Katja desde el walkie—. Flora de mantenimiento ya se ha ido con su bici, la he visto en la cámara.
Suspiré, sin saber qué decir todavía, y entonces reparé en lo nerviosa que estaba. Ni siquiera en la entrevista de trabajo para entrar al Rijksmuseum mi corazón había latido así de deprisa. A mi alrededor, frescos que contaban la historia holandesa; a mis pies, un mosaico con los cuatro elementos y las cuatro estaciones. Todavía me parecía increíble poder pisar aquello.
—Pues empezamos bien la noche… —dijo, y pude reconocer el sonido del teclado—. ¿Puedes ir a la galería de La ronda de noche? Veo algo raro. Ve con cuidado.
Ignoré las vidrieras del gran salón, que aquella noche parecían iluminadas por la luz de la luna llena, y crucé la Galería del Honor con pasos mudos pero rápidos. Antes de llegar a la sala, vi algo que parpadeaba en una de las esquinas. El cuadro, tras una enorme pecera, se iluminaba por momentos.
—Creo que es un móvil. —Me acerqué con sigilo y confirmé mis sospechas al ver cómo la alarma lo hacía vibrar—. Alguien ha debido de perderlo. Luego lo llevo a objetos perdidos. —Guardé el aparato en mi bolsillo.
—Menos mal —susurró, y su voz cambió de repente—. ¿No te parece irónico que el primer suceso extraño desde que trabajo aquí haya tenido lugar en esta sala? Ya sabes, La ronda de la noche, mientras tú y yo hacemos la ronda de la noche.
—Lo es —Hice una pausa para reunir la seguridad que nunca sentía y me armé de valor—. ¿Y sabes lo que es irónico también? Que todavía no nos hayamos visto.
—Eres muy insistente.
—Cuando quiero.
—Vale.
—¿Vale?
—Vale, pero quiero algo antes. Quiero ver más de ti.
Clavé los ojos en la cámara de la galería, que parpadeaba en rojo. Solté una risita medio desafiante medio indecisa, y pensé en cómo podría terminar aquella noche: poniéndonos cara, o besándonos, tal vez…
—Sígueme mientras te muestro mi mundo.
—¿Cómo quieres que te siga?
—Con las cámaras.
Deshice mis pasos por la Galería del Honor y me detuve frente al paisaje de un río con unos hombres a caballo. Pero no era aquel cuadro el que me interesaba. Giré a la derecha y señalé la obra que quedaba frente a mí.
—El cisne amenazado de Asselijn. —Liberé el primer botón de mi camisa blanca, dejando a la vista un sujetador de color hueso—. Óleo sobre lienzo. Un cisne se defiende de un perro. Está a tamaño real, ¿lo sabías?
—Parece enorme. Y da miedo…
—Al principio pensaban que representaba el bien, la pureza… defendiéndose del mal, el perro.
—¿Pero?
—Pero en el siglo XIX se dieron cuenta de que era una alegoría política de De Witt por las inscripciones entre las patas del cisne, encima de la cabeza del perro y en el huevo. ¿Puedes verlas desde ahí?
—No, pero preferiría ver otras cosas.
Busqué la cámara de la larga galería y, cuando la localicé, me acerqué un poco. Me quedé en el banco de tela que había frente a los cuadros y le sostuve la mirada mientras me deshacía de la camisa y la dejaba a un lado. Como por inercia, mi mano fue hasta la cinturilla del pantalón y tanteó hasta dar con el botón. Bajé la cremallera con lentitud y separé ligeramente las piernas. La escuché suspirar al otro lado del walkie.
—Sería mejor si no estuviera tan oscuro, pero lo que puedo ver me encanta.
—¿Cuánto te encanta?
—Mucho.
Deslicé la mano en el nuevo espacio que había entre mis piernas al tiempo que me acostaba en el banco. Suspiré al sentir, por primera vez, el contacto de mis dedos en mis bragas húmedas, en mi clítoris duro. Fue como beber agua después de mucho tiempo sedienta. Me acaricié de forma superficial, porque me sentía más sensible que nunca y mis dedos estimulaban mi cuerpo, pero masturbarme en medio del Rijksmuseum estimulaba mi mente.
—¿Y ahora?
Ya puedes leer el desenlace aquí: La ronda de la noche (2): La vigilante del museo – Relato lésbico