Relatos eróticos

Al ritmo de las campanadas (1): La vendedora de juguetes eróticos – Relato lésbico

Todos los comercios esconden algún secreto, de eso estaba segura. Y en la boutique erótica donde trabajaba mi novia el secreto era una trastienda: un lugar que, según ella, era mágico. Me hablaba de aquel espacio como si perteneciera a un lugar completamente diferente al resto del local; de hecho, la boutique se caracterizaba por una decoración elegante que combinaba terciopelo negro y detalles rosa pastel, música jazz y hasta un aroma propio con toques florales.

El aspecto de la tienda, que destilaba sofisticación y exclusividad, era para mí su mayor atractivo, por eso era una clienta recurrente. En los últimos meses había decidido ahogar las penas de un trabajo precario y la convivencia infernal en un piso compartido de la ciudad condal en orgasmos proporcionados por el último juguetito en tendencia. Vivía de esas tardes de viernes en las que salía un poco antes de trabajar, me pasaba por la boutique, elegía un nuevo instrumento de placer y me rendía a él toda la noche entre copa y copa de vino.

Fue así durante semanas… hasta que conocí a Paula: una morena muy sexy que derretía a cualquiera a su alrededor cada vez que abría la boca y se descubría su voz suave y seductora. Su primer día en la boutique fue precisamente un viernes y, desde que me tuvo que ayudar a elegir un plug para divertirme aquella noche, ambas sentimos una tensión sexual inmediata. Dos semanas después, era ella quien me llevaba al clímax mientras sus dedos se hundían en mi interior. Nos volvimos expertas en explorarnos al desnudo, pero también con los juguetes que había acumulado hasta la fecha y los que la vendedora me recomendaba que probara.

A pesar de que mis visitas a la boutique eran frecuentes, nunca se me había permitido cruzar el umbral que separaba el espacio de clientela y empleados. Por eso aquella Nochevieja me invadía la curiosidad. Como Paula también compartía piso, la única opción que nos quedaba para dar la bienvenida al nuevo año juntas era colarnos en la boutique y aprovechar la privacidad que nos ofrecía la trastienda. Cuando me propuso el plan sentí unos nervios repentinos que me acompañaron hasta el momento preciso en el que ella abrió la puerta y me dio paso a un lugar que, hasta entonces, solo existía en mi mente.

Cuando mis ojos se acostumbraron a la luz escasa en la que estaba sumida la estancia y comencé a diferenciar los objetos, lo comprendí todo. La elegancia de la boutique se había transformado en pura osadía: las paredes estaban forradas de una especie de vinilo negro que reflejaba la luz de los neones rojos que había repartidos en toda la sala. Aquel lugar invitaba a perderse para encontrarse, a dejarse llevar y a disfrutar de cada segundo. Justo lo que Paula y yo queríamos hacer para despedir un año complicado pero lleno de buenos momentos.

Me acomodé en uno de los sofás rojos con formas sinuosas que alentaban a explorar cualquier postura que a una se le pudiera ocurrir. Había dos en la sala, imaginaba que eran los lugares de descanso de los empleados entre turnos, y entonces recordé un par de fotos íntimas que Paula me había mandado con aquel característico rojo Ferrari de fondo. Sentí cómo mi excitación aumentaba por momentos, y lo hizo sobre todo cuando ella se dirigió a una de las paredes y señaló la cruz de San Andrés que la presidía.

—Parece una mazmorra —murmuré. El vello de todo mi cuerpo se erizó al oír mi propia voz.

—Lo es. Algunos días se alquila… ¿Qué te parece?

—Me has traído a un picadero, Paula. —Mi voz, que pretendía sonar jocosa, estaba teñida por el deseo y me salió ronca.

—Quería estar segura de que te iba todo esto antes de traerte.

Lo dijo sobre mis labios y se sintió como un aleteo, precedió un beso cargado de urgencia y de deseo que ninguna de las dos queríamos abandonar. Aquella noche habíamos cenado con nuestras respectivas familias y tan solo quedaba media hora para las campanadas. Pero aquel plan había sido cuidadosamente diseñado, y enseguida nos adueñamos del tiempo otra vez.

—Enséñame la sorpresa que me habías prometido —le pedí.

Se fundió con las sombras y al poco la vi emerger con una caja negra en las manos. La toqué: la textura rugosa conquistó las terminaciones nerviosas de mi piel mientras mis ojos trataban de averiguar qué era. Logré abrirla, y dejé que mis dedos se deslizaran por la superficie de silicona de aquel juguete ovalado.

—Venía en mi lote de Navidad… pero quiero regalártelo. Se llama Siri 3, es un masajeador que se activa por sonido. Recoge las vibraciones del sonido ambiente, lo que sea: música, ruidos… y te las transfiere.

—¿De verdad?

—Ahora lo verás —dijo por lo bajo, y luego añadió—. Lo he lavado y cargado antes, está listo para que lo disfrutemos juntas.

Aquella frase sonaba a promesa, y Paula era una experta en cumplirlas todas. Así que observé cómo pulsaba un par de botones en la penumbra, y luego encendía un televisor anclado en la pared en el que no había reparado hasta entonces. Un videoclip musical comenzó a iluminar la estancia, y pude notar cada nota en mi propia piel cuando mi novia me tendió el juguete y lo sentí vibrar en mis las manos. Mi deseo, que llevaba gestándose desde hacía horas cuando habíamos intercambiado mensajes sugerentes, se apoderó de mí. Sentía un fuerte hormigueo en mi entrepierna y estaba segura de que mi humedad sería suficiente para que Paula me penetrara una y otra vez hasta el orgasmo… entonces me quité el jersey navideño antes de acercarme a ella y suplicarle:

—Desnúdame y muéstrame lo que puedes hacer con él.

Continuará…

Recibe más relatos como este en tu email (es GRATIS)

* Lo que necesitamos para enviarte nuestra Newsletter.