Deléitate con la nueva serie de relatos de Thais Duthie, que comienza con esta publicación.
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La última clase de yoga (Parte 1): Savasana
—¿Me permites que te ayude?
Sus manos se hicieron un hueco entre mi cuerpo y la esterilla. Recorrió mi espalda en sentido descendente para colocar los músculos en el lugar correcto, deteniéndose al llegar un poco más arriba de mis nalgas. Luego las retiró y empujó mis hombros hacia el suelo. Llevó mis manos a ambos lados de mi cuerpo y, con voz suave, preguntó:
—¿Estás bien?
—Ajá.
—Ahora cierra los ojos y relájate.
Obedecí y oí cómo sus pasos se alejaban. La práctica de yoga había sido muy intensa, de modo que sentía el cansancio en todas partes. Mis músculos entumecidos fueron acostumbrándose a aquella postura de descanso. Me concentré en mi respiración y, bocanada tras bocanada, perdía la conexión con todo lo que me rodeaba. Solo era capaz de escuchar las palabras de la profesora, que me llegaban de forma amortiguada. Notaba cómo mis latidos se ralentizaban poco a poco hasta que adquirieron un ritmo normal. Invertí la poca energía que me restaba para observar mi propio cuerpo hasta un punto en que no fui consciente de nada más.
Unos minutos después, oí mi nombre y volví a la realidad. Me incorporé de lado, observando cómo todos mis compañeros abandonaban la sala. Mis mejillas se tiñeron al darme cuenta de que me había quedado dormida. Me puse en pie y enrollé la esterilla con la intención de salir de allí por patas.
—Patricia —volvió a llamarme la profesora—. ¿Puedes ayudarme a colocar el material?
Asentí, para luego dirigirme a un rincón donde había varios bloques de madera y un par de mantas dobladas. Sentía su mirada sobre mí todo el rato mientras andaba de un lado a otro de la sala, como ella también hacía, para guardar los objetos que habíamos utilizado durante la práctica.
—¿Cómo te encuentras del dolor que tenías en las cervicales?
Siempre se había preocupado mucho por las lesiones de los alumnos, pero en aquella ocasión empleó un tono diferente. Un interés distinto. No supe interpretarlo, de manera que me limité a contestar agradecida.
—Mucho mejor —aseguré, esbozando una sonrisa—. Apenas me duele últimamente.
—Debes practicar en casa.
En parte orden y en parte consejo. Le dije que sí consciente de que, en realidad, me costaría encontrar el momento para entregarle unos minutos al yoga. Tenía un horario muy complicado; de hecho, aquellas sesiones de los viernes por la tarde eran el único momento de dedicación a mí misma.
Aquella fue la última clase del día y lo supe porque la profesora se dirigió a la zona de vestuario, separada por un pequeño biombo. Había un banco y algunos colgadores en la pared. Mientras colocaba el bloque que tenía en las manos, pude observar cómo se quitaba la camiseta, dejando a la vista una espalda tonificada. Hizo lo mismo con las mallas y, por unos instantes, me sentí una intrusa al ser testigo de aquella imagen. Aun así, había algo magnético en la forma en que deslizaba la prenda piernas abajo. Fue en ese movimiento en el que vi sus músculos activos y pensé que su cuerpo parecía cuidadosamente esculpido.
No es que aquel pensamiento me pillara por sorpresa. Toda su ropa era ajustada y no dejaba demasiado lugar a la imaginación. Pero ahora entraba en juego su piel, y desde la distancia se veía algo menos bronceada de lo que siempre estaba descubierto. ¿Haría yoga en el parque? Proyecté la escena en mi mente con una facilidad pasmosa: sus pies descalzos sobre el césped, los rayos del sol impactando contra su piel, el viento meciendo los mechones de su pelo, que no quedaban recogidos por el moño… Era una imagen estimulante, casi tanto como la que tenía delante entonces.
Estaba tan absorta que no me di cuenta de que, en cualquier momento, podría descubrirme. Hasta que lo hizo. Se dio media vuelta para encontrarse prácticamente frente a frente con mi mirada curiosa y una expresión que… a saber. Me sonrió de un modo nuevo, nunca me había dedicado un gesto así, a caballo entre la dulzura y el morbo. ¿Sería posible acaso que le gustara que la mirase así? Me planteé aquella posibilidad, pero se esfumó cuando volví a poner los pies en la tierra. Ella, en cambio, no abandonó aquel semblante enigmático.
—¿No tienes que cambiarte? —Sonaba tranquila, pero divertida por encima de todo.
Me dirigí a donde estaba ella y busqué la ropa limpia en mi mochila. La profesora se paseó por el espacio hasta que dio con un vestido naranja que colgaba de una de las perchas. Lo tomó, pero no se lo puso. En lugar de eso, me miró mientras me deshacía de la camiseta y del pantalón corto hasta que solo me quedé con las bragas básicas y el sujetador deportivo. Su observación se tornó inspección cuando vi cómo sus ojos resbalaban por mi escote y se detenían en el cierre delantero de la prenda. Sonrió complacida y buscó mi vista.
Ninguna de las dos pronunció una sola palabra, pues en aquellos instantes el lenguaje no verbal lo era todo. Si me fijaba un poco más, podía notar su pecho subiendo y bajando más rápido de lo habitual o sus pezones erectos bajo el fino top negro que llevaba. Yo debía de estar igual o, por lo menos, mi cuerpo así lo expresaba, porque alargó la mano hasta que sus dedos tocaron mis clavículas y bajó despacio, permitiendo que se perdieran entre mis senos. Contuve la respiración unos segundos para luego soltar una bocanada que se parecía mucho a un suspiro.
Todavía olía a incienso, seguía sintiendo los músculos agarrotados y acababa de tocarme de un modo muy poco instructivo la misma persona que todos los viernes, de ocho a nueve de la noche, me enseñaba cómo jugar a doblar el cuerpo. Ahora, sin embargo, jugaba con mi cordura. Todo aquello era extraño, pero en cuanto me empujó contra el biombo y sus labios alcanzaron los míos todo se volvió de lo más orgánico. Mi mente cerró todas las compuertas y dejó paso a los estímulos: sus manos en mi espalda, el sabor de sus labios que acaparaban los míos, el aroma de su perfume entremezclado con el suyo propio.
Al igual que cuando hacíamos torsiones, solo podía avanzar. Ya no había vuelta atrás.
Ya puedes leer la segunda parte aquí: La última clase de yoga (Parte 2): Pranayama – Relato erótico lésbico