Relatos lésbicos

La última clase de yoga (Parte 2): Pranayama – Relato erótico lésbico

La clase había terminado, los besos y la exploración habían comenzado, pero la ropa aún seguía puesta.

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La última clase de yoga (Parte 2): Pranayama

La pantalla de madera cayó al suelo, aunque a ninguna nos importó. Ni siquiera el ruido del impacto nos hizo abandonar aquel beso. Parecía que fuera de él hacía frío o, tal vez, la sensación de su lengua explorando mi boca era demasiado agradable como para querer salir de ahí.

Estábamos tan cerca que la piel cálida de su abdomen estaba en contacto la mía. La sentía hormiguear y, de pronto, las cuatro prendas que nos separaban me resultaban sumamente molestas. Subí las manos por sus costados, arrancándole un jadeo que quedó acallado en mis labios. Cuando mis dedos tropezaron con la tela de su top, se dieron prisa por enrollarlo hacia arriba y pasarlo por su cabeza. Aprovechamos esa tregua para tomar algo de aire y conectar nuestras miradas. Encontré tantas cosas nuevas en los ojos de la que solía ser solo mi profesora que me sentí abrumada.

Ella pareció verlo porque tomó mi mano y me hizo seguirla hacia la zona donde daba clase. Observé las espalderas en las que tantas veces me había hecho practicar posturas imposibles y, en cuestión de segundos, estaba contra las barras de madera. Un par de cuerdas colgaban de un poco más arriba y, de un movimiento rápido, hizo que mis manso agarraran cada una de ellas.

—No te sueltes —me dijo.

Gemí al imaginar qué podría venir después, pero ni siquiera se acercaba a lo que hizo a continuación. Bajó la cremallera delantera de mi sujetador deportivo con una lentitud tortuosa que me hizo arquear la espalda, sin despegar su mirada de la mía. Mi respiración se descontroló por completo. Colocó sus manos en mis pechos y los masajeó antes de acercarse a mi oído y, con una voz completamente distinta a la que solía utilizar durante las clases, me dijo:

Pranayama.

¿Sería una palabra de seguridad? Había oído el concepto alguna vez. Debió de ver mi rostro golpeado por la confusión, ya que poco después añadió:

—Son ejercicios de respiración que te ayudan a concentrarte y a controlar la energía —explicó—. Tal vez los necesites.

Sonrió felina antes de descender, hasta que estuvo a la altura de mis senos. Los besó, primero uno y luego el otro, antes de hacerse un hueco entre ellos para seguir su camino. Arrastraba los labios húmedos por mi abdomen, recorriendo los lugares en los que alguna vez habían estado sus dedos. Aquellos mismos cuyos músculos se endurecían en las posturas más complicadas. Se recreó en mi busto y, por fin, sentí sus dedos nerviosos que se hacían un hueco entre la tela de mis bragas y mis caderas. Bajaron la prenda solo lo necesario para permitirme sentir su boca en la entrepierna.

El primer contacto me obligó a echar la cabeza hacia atrás. Me golpeé con una de las barras de madera, pero antes de poder quejarme, su lengua exploraba mis pliegues con dedicación y experiencia. Sabía perfectamente cómo, cuándo y dónde, lo cual estimulaba mi organismo de un modo que no sabría explicar. El dolor del impacto se disipó antes de lo pensaba, incluso fui incapaz de percibirlo cuando las manos de la profesora retiraron mi ropa interior del todo y me hicieron colocar el pie izquierdo en una barra. Si su intención era tener mejor acceso a mi intimidad lo consiguió: empecé a sentir sus lamidas de forma mucho más profunda, incluso más larga.

Por si su boca experta no fuera lo suficientemente estimulante, añadió un par de dedos que tantearon mi entrada, dispuestos a hacerse un hueco. Me costaba sostener mi propio peso y, si me dejaba caer un poco, la cuerda en mis manos tiraba demasiado. Gemí en parte por la incomodidad y en parte por el placer de sus yemas a punto de penetrarme. La profesora se detuvo y, de nuevo, pareció ver el cansancio en mi cuerpo. Tomó la pierna que tenía flexionada y la colocó por encima de su hombro, dejando que descansara allí.

Me di cuenta de que mi pecho subía y bajaba cada vez más deprisa, sin saber acostumbrarse a todo aquello. Hacía varios meses que no me acostaba con ninguna mujer y, a pesar de las largas e intensas sesiones de masturbación en solitario, no era comparable en absoluto a lo que estaba sucediendo entonces.

—Voy a seguir, Patricia. Recuerda: el pranayama te ayudará a controlar la respiración —dijo antes de resguardarse entre mis piernas una última vez.

Apenas me había acostumbrado a la nueva postura cuando sentí dos de los dedos de la profesora adentrándose en mi interior. Lo hizo despacio, pero en cuanto mi cuerpo se adaptó a ellos, giró la muñeca y los arqueó. Gemí fuerte ante la sorpresa, completamente perdida por la forma en que buscaba el punto que me haría temblar. Lo encontró enseguida y me encogí por el impacto. Una descarga de placer me azotó como nunca.

Ahora sus dedos trazaban un ligero vaivén, al mismo tiempo que entraban y salían de mi interior con toda la ayuda que mi humedad le otorgaba. Su mano libre acariciaba mi muslo con brusquedad, arrastraba las uñas por mi piel arriba y abajo. Su boca, para rematar, succionaba mi clítoris cada cierto tiempo. La situación se volvió insostenible y sentía la estimulación tan fuerte en todos los rincones de mi anatomía que el orgasmo se me antojaba doloroso.

No obstante, era la única forma en la que todo aquello podría acabar. Lo cierto es que no sabía si quería que el clímax llegara ya o que no llegara nunca, pero en cuanto lo sentí cerca fue imposible frenarlo. Traté de retenerlo con todas mis fuerzas, aunque el esfuerzo resultaba sobrehumano y me dejé llevar. Lo retuve, eso sí, hice lo posible por alargarlo unos segundos mientras me agarraba a las cuerdas con fuerza y luego el placer que se desbordaba. Sentía que iba a salírseme del cuerpo incluso, y todavía con aquel gráfico pensamiento pude arañar un segundo orgasmo casi tan intenso como el anterior.

Su lengua me abandonó, incluso mi pierna dejó de estar en su hombro, pero mantuvo los dedos dentro de mí hasta que no quedó ni rastro del clímax. Solo una sensación de bienestar de norte a sur. Se puso en pie y me besó. Gruñí mientras salía de mi interior despacio, para luego acompañar a mis manos lejos de las cuerdas.

Todavía no había logrado restaurar mi sistema respiratorio, por no hablar del control de la energía, pero me atreví a tomar su barbilla cuando me devolvió una de las manos y le susurré:

—¿Y cómo llevas tú el pranayama?

Ya puedes leer la tercera parte aquí: La última clase de yoga (Parte 3): Namasté – Relato erótico lésbico

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