Mi trabajo en las galerías había sido impecable desde el primer día. Solo recibí buenas palabras por parte de las clientas. Motivado por ello, el director confiaba en mí cada vez más y, con el paso del tiempo, fue encargándome tareas que solo encomendaba a aquellas personas en las que confiaba a ciegas.
Así fue cómo, una mañana calurosa de finales de junio, me hizo subir al despacho para contarme que una compañera se ocuparía de la sección de calzado durante mi turno. En cambio, yo me acercaría al aeropuerto para encargarme personalmente de una entrega a una clienta VIP.
En el taxi que me llevaba a la terminal T4 del aeropuerto de Barcelona me dediqué a mirar la caja que iba dentro de la bolsa de papel cerrada con un lazo de raso negro, distintivo de las galerías. Eran las Celeste, unas sandalias con plataforma de Aquazzura con un acabado metálico que las hacía parecer, como bien decía su nombre, caídas del cielo. Doce centímetros de tacón, color champán, suela de piel y un nudo de pequeños brillantes que quedaba justo sobre el empeine. Era un modelo precioso pero arriesgado, definitivamente no apto para cualquier persona.
¿Cómo sería aquella mujer? ¿Por qué el director había preferido no revelarme su identidad? Tan solo sabía cuál sería nuestro punto de encuentro, un lugar reservado para quienes no entraban por la puerta principal de la terminal y tenían su propia sala de espera antes del vuelo en un avión privado. Un miembro de seguridad del aeropuerto me llevaría a ella.
Lo que no sabía entonces es que esos zapatos no llegarían a su compradora y yo nunca averiguaría quién era la famosa mujer envuelta en tanto secretismo.
Cuando el vehículo me dejó frente a la zona reservada del aeropuerto, una mujer uniformada me esperaba junto a la puerta. Me invadió una sensación extraña al observarla de arriba abajo. Me llevó unos segundos reconocerla, pero luego me di cuenta de que se trataba de la misma persona con la que había tonteado unas noches atrás. Su melena morena ondulada hoy estaba recogida en una coleta alta que dejaba al descubierto su cuello largo. Los pantalones anchos y las botas militares le daban un punto agresivo que no había detectado en el bar, y aquella camisa se pegaba a su torso, sobre todo a sus pechos.
Ella tampoco supo quién era yo al principio, porque mantuvo esa expresión seria que combinaba a la perfección con su uniforme de seguridad de color verde. Echó a andar hacia el interior del edificio acristalado y me guio a una pequeña sala.
—Ponga sus pertenencias en la bandeja y páselas por el escáner. Luego pase usted por la pasarela —Solo tras haber dicho aquello, levantó la mirada e hizo que se encontrara con la mía.
Frunció un poco el ceño y seguidamente sonrió. Su postura corporal se relajó.
—¿Adela?
—La misma —Asentí—. Irma, ¿verdad? Te fuiste a casa muy pronto.
Mientras ladeaba la cabeza coloqué mi bolso y la caja con los zapatos en la bandeja en el inicio del escáner.
—Me hubiera gustado quedarme más —dijo mirándome con los mismos ojos lascivos que el día que nos habíamos conocido—. Pero mi turno empezaba a las cuatro de la mañana y me fui con la esperanza de volver a verte. ¿Ves? El destino nos ha vuelto a cruzar.
Irma se colocó tras la pantalla del escáner y revisó el contenido de la bandeja.
—Seguro que también crees en el horóscopo.
—Mercurio no está retrógrado y en la revista de mi ciudad dicen que Piscis tiene un mes favorable para el amor…
Mi risa resonó en aquel cubículo de techo infinito. Suerte que estábamos a solas.
—No sé si Virgo tiene un mes favorable para eso también —bromeé.
—¿Lo averiguamos? Ven, cruza la pasarela.
Esta vez habló con socarronería y comprendí por qué tan pronto como sonó un pitido que provenía del arco. Ella estaba de pie frente a mí, desprovista de cualquier gesto de sorpresa.
—Tengo que cachearte —susurró acercándose.
La observé ponerse unos guantes de vinilo negros y, de pronto, todo parecía acontecer al ralentí. En lugar del escáner, me parecía que tras de mí estaba la barra del bar y mi mente hizo un buen trabajo sustituyendo el sonido de los ventiladores del techo por los graves de la música.
Me dejé guiar por Irma hasta la pared, separé las piernas y levanté los brazos. Mis latidos se aceleraban por momentos, en parte por la indefensión en la que me dejaba aquella postura, y en parte por el morbo de saber que en unos segundos me tocaría. Aunque fuera por encima de la ropa.
Se agachó a mis pies, sentí cómo subía las manos por mis tobillos. Siempre los he tenido muy sensibles, por eso me arrancó un escalofrío que viajó por mi cuerpo a la velocidad de la luz. Subió por mis piernas, recreándose. Lo supe por la lentitud con la que ascendía, como si hubiera olvidado el verdadero propósito de aquello. Irma y yo no nos conocíamos lo suficiente como para que pudiera garantizar que no iba a entrar a la terminal con nada ilegal, pero aquel cacheo distaba mucho de los otros que había experimentado al viajar.
La mujer abandonó mis piernas para abrazarme por la espalda. Su aliento me hacía cosquillas en el cuello, eché la cabeza hacia atrás por acto reflejo. Irma lo interpretó como la señal que era, pues acto seguido sus manos terminaron justo sobre mis pechos y los acarició sobre la ropa. Ya no quedaba rastro del cacheo rutinario; la forma en que me tocaba era puro deseo y ganas de terminar lo que unos días atrás se quedó a medias.
A pesar de las varias capas de tela que nos separaban, la sentía arder tras de mí. Moví mi trasero contra su entrepierna, animándola a ir más allá. Sentirme atrapada contra la pared me recordó a cuando Emma había estado en la misma posición de Irma y, por un segundo, mi mente se quedó atascada en su recuerdo.
—Quieta… no te muevas —su voz se tornó dura y por cómo jadeó supe que estaba disfrutando de aquello tanto como yo.
De un movimiento rápido, la mujer me dio la vuelta y coló una de sus piernas entre las mías. Conectamos nuestras miradas como si nos mirásemos por primera vez. Sus ojos de color caramelo parecían desesperados. Nos encontramos en un beso a medio camino que, en vez de suavizar las embestidas de su pierna, solo logró que se volvieran más frecuentes y más fuertes. Nuestras lenguas batallaban por el poder, pero ninguna se alzaba ganadora.
El clítoris me ardía bajo las bragas y deseaba con todas mis fuerzas aliviarlo. Solo podía escuchar mi instinto, los gruñidos de Irma, la necesidad imperiosa de terminar…
—¡Martínez! —El apellido de la mujer resonó en toda la estancia y oímos, seguidamente, los pasos de alguien que se acercaba.
Irma y yo nos separamos todo lo posible y me coloqué al lado del escáner. Tomé la bolsa con los zapatos, dispuesta a pasar a la siguiente sala para encontrarme con la misteriosa clienta.
—Sí, jefe. Esta mujer está pasando el control para hacer una entrega al jet privado.
Observaba la conversación como si se tratara de un partido de tenis.
—¿El jet? Acaba de despegar.
Miré la caja de los Celeste de Aquazzura, luego mi reloj, cuyas manecillas me revelaban que en algún momento había perdido la noción del tiempo. Al fin, posé mis ojos en Irma. Desde su posición frente a su superior, intuí un gesto avergonzado que se transformó en una disculpa silenciosa.
Ignoré mi error solo unos instantes y permití que una risa nerviosa me inundara. Salí por donde había entrado. Al mirar hacia la torre de control, un avión pequeño alzaba el vuelo y me pregunté si sería aquel el de la clienta misteriosa a la que no pondría nombre jamás.