Relatos eróticos

En la piel (2): La tatuadora – Relato lésbico

—¿Y si te pones encima? ¿Sería más fácil?

Las mejillas de Freja se tiñeron de rojo por tan poco tiempo que creí haberlo imaginado. También la sonrisa socarrona que duró milésimas de segundo en su rostro antes de transformarse en una más profesional que acompañó su:

—Es posible, sí. Si no te importa, claro.

—No me importa.

Porque ¿cómo me iba a importar? Si la tenía a medio metro y solo la quería más y más cerca. Nunca confié en conocer a las amigas de mis amigas, pero Freja… Freja era todo lo que no sabía que quería. Se ajustaba a mi idea de mujer perfecta y lo que transmitían sus gestos y sus manos me cautivaba más con cada minuto que pasaba con ella.

Con mucho cuidado, la tatuadora subió a la camilla aprovechando los huecos y se recostó en la mitad derecha de mi cuerpo. Pude sentir su calor, pero también la forma de sus senos y de sus caderas. Con la misma delicadeza, alzó sus manos y posicionó de nuevo la aguja sobre mi hombro. Su antebrazo ahora rozaba mi cuello, seguro que podía notar mis pulsaciones contra su piel. Cerré los ojos y me preparé mentalmente para una nueva ronda de pinchazos… solo que no resultaron tan insoportables como antes.

El cuerpo de la tatuadora parecía hacer de cortafuegos ante el dolor, y las molestias que sentía se entremezclaban con el placer de notar a Freja sobre mí. Todavía con los ojos cerrados, empecé a disfrutar del momento. La aguja entraba y salía sin piedad, pero ella latía en medio de mi pecho y olía tan bien que, pronto, lo único que pude liberar fue un pequeño gemido. Ambas lo ignoramos, pero cuando me removí debajo y su pelvis golpeó mi pubis, dejé ir otro mucho más audible.

—Lo siento…

—No pasa nada —dijo Freja, muy segura.

Su voz sonaba tan suave como siempre y habría pensado que tan solo estaba siendo amable hasta que fue ella la que se frotó contra mi sexo. Lo hizo de nuevo y la excitación empezaba a llenarlo todo de tal forma que no me di cuenta de que había parado la máquina. El zumbido se había extinguido y solo estábamos ella, yo y las notas de una canción de blues que sonaba de fondo.

Freja dejó la pistola de tatuar en la bandeja, junto a un montón de gasas y un frasco que rezaba «clorhexidina». También se quitó los guantes. Solo entonces, conectó su mirada con los míos y habría podido jurar que aquellas esferas azules me traspasaban. A la intensidad de aquel momento se le sumó un pequeño vaivén que, como un terremoto que está a punto de sacudir una ciudad, tiembla antes de forma furtiva. Me besó al mismo tiempo que sus caderas encontraban las mías, arrancándome un grito que quedó amortiguado por su boca.

Luego ambas perdimos el control y lo que tanto habíamos anhelado se volvió una vorágine de besos, caricias, jadeos y embestidas. Las dos últimas noches me había preguntado cómo besaría la tatuadora y, a juzgar por su apariencia amable y tranquila, di por hecho que lo haría con intensidad y mucha calma. Sin embargo, ahora que su pierna se hacía hueco entre las mías y mordía mi cuello para arrancarme un gemido me di cuenta de lo equivocada que estaba.

Tuvo cuidado para una sola cosa: evitar la zona recién tatuada. Bajó la tira con cautela y luego se deshizo de mi sujetador de un movimiento. Masajeó mis senos, los mismos en los que había estado apoyada, y murmuró que era preciosa mientras bajaba por mi abdomen con un camino de besos que alternaban mordiscos. Se peleó brevemente con la cinturilla de mi pantalón, pero enseguida se deshizo del botón y empezó a bajarlo. Hice un amago de ayudarla antes de que sus manos bloquearan mis muñecas.

—Tienes que quedarte muy quieta, el tatuaje… —explicó.

Tenía serias dudas sobre cuánto impedía mi movilidad un tatuaje a medio hacer, pero aquel rol pasivo también me excitaba. Había deseado ocuparlo prácticamente desde que la había visto al llegar al estudio, convencida de que la habilidad de Freja no se limitaba solo a la tinta, sino también a descubrir los placeres del cuerpo. Lo demostró con fiereza, con unos ojos que ahora se parecían a los de una pantera al acecho. Acarició cada centímetro de piel que quedaba descubierta hasta que solo restaban mis bragas.

Mis gemidos se fundían con la música, mis dedos con el pelo de Freja. Descubrí que tenía unas pequeñas runas tatuadas tras las orejas y en la nuca. Traté de quedarme con la imagen para buscar su significado más tarde, como si pudiera ayudarme a descifrar el enigma que suponía aquella chica.

Sentía las bragas mojadas y un calor que emanaba de mi entrepierna. La tatuadora se deleitaba con otras zonas que requerían menos atención, como mis muslos o mis caderas. Un mordisco culminó aquella sesión exploratoria, porque su siguiente movimiento consistió en liberarme de la opresión de mi sexo. Me quedé desnuda, completamente, y observé el rostro de Freja mientras miraba mi humedad, como si también quisiera grabarse esa imagen a fuego en su memoria. Verla verme de ese modo catapultó mi excitación y abracé sus caderas con mis piernas para atraerla hacia mí. Acto seguido, sentí el contacto eléctrico de la piel de sus dedos, que serpenteaban con un destino evidente: mi entrepierna. Separé los muslos, dándole más acceso y visión, y dejé que hundiera los dedos en mi humedad. Primero jugueteó en mi entrada, acarició mi clítoris con vehemencia y pellizcó mis labios íntimos. Cuando mi cuerpo se retorció en busca de más, llevó índice y corazón a mi interior con lentitud y firmeza. Recorrió el camino igual que si lo hubiera hecho cientos de veces antes hasta que la sentí tan profundo como era posible, y curvó los dedos en un movimiento delicioso que me hizo gritar.

A partir de ese punto, me fue imposible controlar el orgasmo. Era inminente y, cada vez que Freja se movía dentro de mí, mil terminaciones nerviosas me arrastraban más y más cerca. También debió de serlo para ella, que usó su mano libre para bajarse los tejanos y las bragas hasta la mitad de los muslos y se colocó contra su mano. Los movimientos que hacía para mí reverberaban en ella y debían de ser igual de placenteros, porque comenzó a jadear bajito sin tregua.

El R&B nos acompañó lo poco que nos quedaba hasta llegar al clímax. Primero fui yo, luego ella y otra vez yo, esa vez concentrada en su rostro atravesado por el placer y en el gemido que le puso punto final. El orgasmo se extendió por todo mi cuerpo, casi gimoteé cuando pareció alcanzar mi hombro. Freja se dejó caer sobre mí y sentí los latidos de su corazón resonando en mi pecho, como si no hubiera otro lugar mejor para guardarlos.

Parecía que nuestras respiraciones se acompasaban y Morfeo se paseaba a mi alrededor cuando ella se incorporó y agarró mis mejillas para darme un beso lento. Se colocó mejor sobre mí, casi a regañadientes, y buscó mi oído para decirme:

—Vamos a seguir con el trabajo… no puedo dejarte dos veces con un tatuaje inacabado —susurró—. Aunque volvamos a caer y terminemos en una semana.

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