Relatos lésbicos

La suite – Relato erótico lésbico

Hay sitios donde quien manda obedece o donde la que lleva los mandos del avión se convierte en azafata… El lugar que ellas han elegido es la suite de un hotel.

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Relatos lésbicos

La suite

Las luces se encienden automáticamente cuando entro en la habitación. Dejo el bolso en un sillón que hay a la entrada y doy una vuelta por la estancia, descubriendo la cama más grande que he visto nunca. Sábanas blancas estiradas. Ni una sola arruga. Frente a ella hay un espejo de cuerpo entero en el que busco mi reflejo inseguro y compruebo mentalmente que llevo todo lo que me has pedido.

Moño informal, hecho.

Falda de tubo, hecho.

Stiletto, hecho.

Todo en orden o eso me parece sentir hasta que oigo cómo se abre la puerta. Me quedo inmóvil y un escalofrío me recorre de norte a sur. Sé que te estás acercando por el sonido de los tacones contra el suelo de madera. Con cada uno de tus pasos, mi corazón late más y más rápido. Cuando llegas frente a mí, me robas el aliento: tú también te has arreglado para la ocasión. No recordaba que la americana te favoreciera tanto ni que esos zapatos ingleses estilizaran tu cuerpo de esta manera.

Trasteo en mi mente con la intención de dar con alguna frase que rompa el silencio y la tensión, pero antes de poder encontrarla tu cuerpo me empuja hacia el espejo. Noto tu busto contra el mío y, de pronto, llevas los dedos a los botones de tu chaqueta y te deshaces de ambos. Tus pechos quedan a la vista. Alargo la mano por acto reflejo, inundada por una fuerte necesidad de tocar tu piel. Pero atrapas mi muñeca, desabrochas tus pantalones y la diriges a aquella zona recién descubierta. En lugar de encontrarme con la tela cálida de tus bragas, me tropiezo con la suavidad de tu sexo y la humedad que lo baña.

Dejo ir un gemido que queda acallado por tus labios y noto en ellos el sabor fuerte del espresso que sé que acabas de tomarte en la cafetería del hotel. Te imagino allí mientras acompañas mi mano en esos movimientos circulares que tanto deseas.

Unos segundos después me obligas a alejarme del calor de tu intimidad, todavía guiando mis movimientos. Mis dedos encuentran tu boca sin previo aviso, aunque tú tenías calculado hasta el más mínimo movimiento. Te pruebas en ellos y veo cómo cierras los ojos recreándote en el morbo de la situación.

Disfrutas del control, aquí y solo aquí, porque ambas sabemos que cuando abandonemos esta suite ya lo habrás perdido.

—¿Las llevas puestas? —dices tras liberar mis dedos, cerca de mis labios. Tu aliento me hace temblar por dentro y, por un momento, me siento desfallecer.

La cuarta condición. Estoy tan nerviosa que casi me había olvidado.

—Sí.

Frunces el ceño ligeramente, pero esbozas una sonrisa socarrona que hace preguntarme qué estás pensando. Deseo con tanta fuerza saber qué ronda por tu cabeza que, presa de la curiosidad y sin pensarlo siquiera, atrapo tus labios con los míos y te sumerjo, bien hondo, en un beso profundo desde el inicio.

—No te creo…

Me empujas hacia la cama de un movimiento brusco y caigo sobre un colchón demasiado mullido. No esperas a que me haga a la nueva posición: te sientas a mi lado y, con suma urgencia, enrollas mi falda hacia arriba, dejándola descansar en mis caderas. Te deshaces de mis bragas con el mismo desdén y te abres paso entre mis piernas. Me gustaría poder decir que vas en dirección a mi placer, pero en lugar de eso buscas mi entrada para asegurarte de que ese hilo de silicona sobresale.

«Te lo dije».

Por si no fuera suficiente, introduces dos de tus dedos en mi interior, y empujas un poco más las bolas chinas. Chocan la una con la otra. Noto ese pequeño zumbido que provoca que me arquee de forma salvaje. Reaccionas a mi movimiento reflejo y, a los pocos segundos, te tengo sobre mí. El peso de tu cuerpo sobre el mío me hace sentir cuánto me deseas…

Te desabrochas los pantalones y haces que desaparezcan de la escena. Lo mismo ocurre con tu chaqueta poco después. Durante unos instantes siento que mi vista se vuelve borrosa mientras trato de observar tu cuerpo. Estás demasiado cerca y, aun así, demasiado lejos. Lames mi escote, que nace en el último botón abrochado de la camisa blanca, y sigues hacia arriba. Tu lengua está ahora en mi cuello, suave y ardiente. En mi mandíbula, deleitándose. En mi mejilla, y un mordisco. En mi oído:

—Echo de menos tu sabor —me confiesas.

—Y yo —digo bajito, como si esta declaración fuera a cambiarlo todo.

En efecto, lo hace. Pone todo del revés. Gateas y te recolocas sobre mí, en esa posición en la que encajamos, incluso con la falda enrollada en mi cintura y los stiletto aún puestos. Mis piernas se separan tan pronto como siento tu índice delineando mi intimidad en sentido ascendente. Cuando quiero darme cuenta, nos descubro a punto de sacar la artillería pesada.

Tu boca en mi sexo, tu sexo en mi boca.

Con el tiempo, nos hemos olvidado de tomárnoslo con calma, de ir despacio, y no estoy segura de que sea algo malo. El primer lametón, lento y preciso, sobre mi clítoris lo confirma y me estremezco. Hago lo mismo en el tuyo, reprimiendo un suspiro cuando te degusto.

Empezamos un juego por ver quién logra que la otra alcance antes el orgasmo y decido no andarme con rodeos: introduzco dos de mis dedos de golpe en tu interior. Solo cuando te oigo abandonar mi entrepierna para gemir interpreto que te has hecho a la invasión y comienzo a moverlos, entrando y saliendo de ti.

De forma paulatina, transformo mis lamidas suaves en otras más contundentes y agresivas, de arriba abajo. Noto cómo mueves las caderas en busca de mi boca, haciéndome sentir dueña de tu placer. Lo tengo en mis manos, te tengo en mis manos. Me detengo un momento para sentir esa falsa sensación de control. Haces lo mismo y dejas de estimular mi centro. Gruño contra la piel de tu muslo, obligada a seguir para que tú sigas, y arqueo los dedos dentro de ti. Golpeo tu clítoris con mi lengua en pequeños toquecitos, hasta que alcanzas tu ansiado orgasmo.

Tus gemidos funcionan como catalizador y mi placer crece exponencialmente. Mientras te estremeces entera, tu lengua sigue al pie del cañón, hasta que lo logro yo también. Siento mis músculos abrazando las bolas chinas en mi interior y los espasmos, cada vez que vuelven a chocar entre ellas. El cansancio, la falta de sueño y el estrés han merecido la pena si esta es la recompensa.

Respiro hondo porque prácticamente había estado conteniendo la respiración desde que has entrado por la puerta.

La batalla silenciosa que hemos librado llega a su fin cuando abandonas esa posición y te tumbas a mi lado. Ladeo la cabeza para encontrarme de frente la imagen tan poderosa de tu pecho desnudo que sube y baja, tratando de recuperar el aliento. Me alzo un poco hasta coincidir con tus ojos y encuentro una mirada un poco menos dura, pero aún autoritaria. Y, de repente, cambia por completo a una ligeramente avergonzada cuando suena la alarma de mi móvil. Sin pensarlo dos veces, me levanto de la cama, me bajo la falda y me pongo las bragas… cuando las encuentro en la esquina de la suite.

—¿Ya te vas?

Asiento desde el baño, retocándome el moño frente al espejo y me lavo la cara. Te pones de lado y me miras desde el colchón, en silencio.

—Nos vemos en el aeropuerto —te digo—. Terminal 2, no llegues tarde.

Ignoro el hormigueo en mi intimidad, el temblor de mis piernas, la humedad de mis bragas y salgo de la habitación con el bolso en la mano. Al mismo tiempo que cruzo el umbral de la puerta, siento de nuevo la autoridad y el control. Mi obediencia se queda en la suite, contigo, y volvemos a ser quienes somos siempre.

Tú, la azafata; yo, la piloto.

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