No te pierdas el desenlace de esta excitante historia lésbica, escrita por Thais Duhtie.
Si no lo hiciste, te recomendamos leer antes la primera parte aquí: Placer a domicilio (1): La repartidora
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Placer a domicilio (2): La repartidora
Ada se fijó en la caja que había en mis piernas. Un artilugio púrpura con forma de interrogante se ocultaba en el paquete: parte dildo, parte succionador. Recordé cómo lo presentaban: «un espectacular masajeador sónico de triple acción». Me excité todavía más solo de pensar en utilizarlo. En silencio, lo saqué de su elegante estuche y acaricié la superficie suave. La lámpara de sal se reflejaba en el acabado metálico mate del juguete.
La repartidora lo tocó también y deslizó los dedos por la superficie del masajeador hasta que encontraron los míos. En respuesta, acortó los pocos centímetros que nos separaban y unió nuestros labios. Fue un beso corto pero intenso, más bien un preludio de lo que estaba por venir. Como sellar un pacto, la promesa de que entre las dos había mucho más que entregas. Clavó los ojos en los míos todavía muy cerca de mi boca y, con la voz algo ronca, pidió:
—Enséñame cómo se usa.
A pesar de la urgencia que destilaban sus palabras volví a buscar su boca. Tenía un sabor afrutado, su suavidad se entremezclaba con los vaivenes demandantes de sus labios contra los míos. Todavía sumergidas en aquel beso, dejé que mis yemas se pasearan por el juguete hasta que dieron con los botones, cuya interfaz ya conocía de memoria. Presioné el icono central para que el dispositivo se pusiera en marcha y mantuve la atención de Ada en mi boca con un mordisco en su labio inferior.
Mi mano rodeó uno de los extremos del juguete y pude notar cómo estimulaba de dos maneras. Primero, hacía un suave movimiento de vaivén que me recordó a los dedos más expertos; segundo, vibraba con fuerza. Seguí palpando el juguete hasta que mi índice dio con el orificio del estimulador externo. La boquilla era gentil, de bordes redondeados, y a pesar de que no había contacto directo con la piel parecía despertar cada una de las terminaciones nerviosas con sus ondas sónicas.
Agarré la muñeca de Ada e hice que también tocara el juguete. Como respuesta, emitió un jadeo que acallé con un nuevo beso desesperado. Los tres motores del dispositivo creaban una melodía excitante que, junto a los labios y lo cerca que estaba la repartidora, fueron responsables de que me humedeciera por momentos.
Sentía mucho calor bajo los leggins de polipiel, que incrementó cuando llevé el estimulador externo al cuello de Ada. Me aparté un poco, solo lo suficiente como para dejar de moverme a tientas y pasar la boquilla del juguete por su piel. Vi cómo se erizaba ante el contacto, sobre todo a medida que ascendía. Me detuve tras el lóbulo de su oreja, dejando que el zumbido de las ondas sónicas hiciera su trabajo.
—Estoy muy excitada —murmuró, con los ojos cerrados y la clara intención de recuperar mi boca.
Yo también estaba excitada y mi mente funcionaba al ralentí. Recordé lo que debía hacer primero. Siseé contra sus labios, como pidiéndole silencio, y aparté el juguete antes de decirle:
—Tenemos que lavarlo.
Siguió mis pasos al baño y apagué el juguete para lavarlo antes de usarlo por primera vez. Nuestras miradas se encontraban en el espejo y destellaban deseo, mi cuerpo también respondía moviéndose contra el de Ada, que estaba detrás de mí. Sentía mi centro mucho más sensible, incluso el roce al caminar me resultaba provocador.
Ada se lavó las manos y, acto seguido, comenzó a quitarse el uniforme. Bajo aquellas prendas holgadas se escondían unas caderas anchas, cintura acentuada y senos grandes. Las pecas también bañaban su piel en el resto de su cuerpo, suaves como si las hubieran pintado con pigmento diluido en agua. Cuando se quedó en ropa interior, comenzó a desnudarme a mí.
Lo que estaba sucediendo entre ambas había batido el récord de mis expectativas. Había imaginado a la repartidora tantas veces desprovista de ropa que ahora que la tenía allí de verdad me sobrecogía. Como si pudiera leer mi mente, Ada tomó las riendas y me agarró de las caderas para subirme a la pica del lavabo. Pude acomodarme gracias a la superficie espaciosa que había frente al espejo, pero tan solo un poco antes de que la chica tomara mis bragas burdeos y las deslizara por mis piernas. Hizo lo propio con el sujetador, guiándose por el reflejo para liberar el cierre.
—Sigue… —supliqué.
Me sentía extasiada, y esa sensación se potenció cuando los dedos de Ada se deslizaron por mi cuerpo. Lo hicieron sin prisa, pero sin pausa, hasta que alcanzaron mi sexo. Acarició mi humedad y la esparció de arriba abajo, arrancándome un gemido con cada roce. Llevé el juguete a mi entrada, lo coloqué antes de empujarlo hacia adentro. Estaba sucediendo. Entró con facilidad por lo lubricada que estaba, y luego lo encendí de nuevo. Contuve un grito al sentirlo vibrar dentro, y liberé otro al presionar el botón central y agregarle movimiento.
Las manos de Ada tomaron el mango resplandeciente del juguete y se movieron a tientas para posicionar la boquilla sobre mi clítoris. Hice un pequeño ajuste hasta que estuvo en el lugar apropiado, luego eché la espalda hacia atrás disfrutando de la estimulación simultánea. Era intensa, potente, profunda. La repartidora se agachó sin dejar de sostener el vibrador para lamer y mordisquear mis pezones, alternaba entre uno y otro.
Tenía la impresión de que todas las zonas erógenas de mi cuerpo estaban estimuladas en ese momento. Las caricias de Ada parecían multiplicarse, y los movimientos del juguete en mi interior eran tan precisos que dudaba de que, en realidad, se tratara de dos motores y no de los dedos de la repartidora.
Al poco, el orgasmo llegó sin previo aviso y me sacudió como lo haría una tormenta tropical. Busqué los labios de Ada con impaciencia, gruñí cuando ella empujó el juguete más profundo dentro de mí. Apretó uno de los botones y la intensidad aumentó. Gemí fuerte contra su boca, contra su cuello, y me dejé caer en el espacio que había allí mientras sentía los estragos de un clímax que arrasaba con todo lo que encontraba a su paso.
Todavía en aquella posición, la repartidora tomó mi mano y la guio hacia su intimidad. Le hizo un hueco bajo las bragas y acompañó dos de mis dedos a su interior. Se movió contra ellos con frenesí, pude notar en sus jadeos que ver cómo llegaba al orgasmo había sido el motor del suyo. Lo alcanzó allí, de pie, frente a mí, y tembló por completo. Imaginé que la tormenta también la había atrapado a ella, y rodeé sus caderas con mis piernas para ayudarla a sostenerse tras apagar el dispositivo.
—¿Sabes? Estaba convencida de que en los paquetes había juguetes —pronunció cada palabra de forma entrecortada, todavía sin recuperar el aliento.
—¿Qué te hacía pensarlo?
—Tu cara al abrir la puerta —enmascaró sus palabras en una risa.
Reprimí un repentino «Era porque los traías tú» antes de hacerle una última pregunta, tal vez, la más importante de aquella tarde inesperada.
—¿Quieres quedarte a cenar?