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Una escapada de ensueño (1): La recepcionista
Nunca la había visto sin el uniforme y aquel moño del que no se escapaba ni un mechón, pero aun así la reconocí de inmediato. Caminaba con paso firme y seguro, y los rayos de sol se adherían a su piel de color canela como si no hubiera ningún otro lugar en el que posarse. Su pelo serpenteaba, libre. Aquella tarde llevaba un bañador celeste que dejaba poco lugar a la imaginación. Suspiré ante aquella imagen tan provocadora. Se detuvo frente a una tumbona, dejó la toalla y se dirigió a las escaleras de la piscina. Sus uñas rojas brillaban igual que lo habían hecho todos los días de aquella semana sobre el mostrador de recepción.
Cerré los ojos y dejé que el agua de la cascada cayera con fuerza en mis hombros. Olía a cloro y un poco a eucalipto por la sauna que había al fondo, pero sobre todo olía a despedida. A decir adiós a una escapada de ensueño a los Alpes alemanes. Olía a vuelta a la realidad. A no volver a verla más. Metí la cabeza bajo la superficie, acariciando el recuerdo del último juego de miradas que habíamos compartido. El ruido sordo del agua durante unos segundos me aclaró las ideas y emergí sabiendo exactamente lo que debía hacer. Cómo debía pasar mi última noche o, más bien, con quién.
La recepcionista estaba sentada al borde de la piscina interior. Movía las piernas en el agua, despreocupada, con la mirada perdida en algún punto del horizonte. Ese lugar parecía un invernadero: las paredes eran cristaleras transparentes infinitas. A través de ellas, se veían las montañas cubiertas de un manto de nieve. Eran imponentes, casi tanto como la mujer. Su sonrisa al acercarme fue idéntica a la que me había regalado cada tarde de mi estancia cuando regresaba tras una larga jornada de esquí.
—¿Te dejan estar aquí? —Mi voz sonó más ronca de lo habitual, tal vez por la impresión que me causó verla tan cerca, tan descubierta.
Debía confesar que el uniforme le quedaba muy bien, sobre todo porque aquella cadena hotelera cuidaba hasta el mínimo de los detalles y todo su personal llevaba una indumentaria que me recordaba a la del crupier de un casino. También la recepcionista solía atarse al cuello una pajarita del verde corporativo del hotel, que era idéntico al de los abetos que había en la zona.
—Siempre y cuando haya terminado de trabajar. Ventajas de ser empleada de este hotel. —Ladeó la cabeza y clavó sus ojos en los míos. Movió los pies, amagando con tocarme, y una oleada de satisfacción me invadió al encontrar más pistas de su interés por mí—. No suelo venir mucho, pero hoy tenía que hacerlo.
Arqueé una ceja y fingí que mi muslo rozaba su pie sin querer. Fue un contacto breve pero electrizante que me aceleró la respiración y aguzó mis sentidos. La cascada ya se había vuelto ruido de fondo, como si en aquel lugar solo estuviéramos ella y yo. Su sonrisa ladina, la misma que puso cuando un día le pregunté por un bar de ambiente en la ciudad más cercana.
—¿Un día muy estresante? —bromeé. Quería tantear el terreno solo un poco más, lo suficiente para estar segura de que quería lo mismo que yo.
Apoyó las manos en el borde de la piscina y, de un movimiento rápido, se hundió en el agua. Se le humedecieron las puntas de los rizos y un par de gotas salpicaron en sus mejillas. Se quedó muy cerca de mí, tanto que di un paso atrás para alejarme, pero su mano me detuvo. A la luz del sol del atardecer sus ojos se tornaban verdes y me sentí hipnotizada por ellos unos instantes. Por su forma de mirarme y también de tocarme.
—Es muy estresante saber que es tu última noche. —Lo ronroneó. Nunca me había hablado de aquel modo y tuvo un efecto devastador en las resistencias de mi mente. Por supuesto que quería lo mismo que yo, y no pensaba abandonar aquel hotel sin dárselo—. Y yo tengo tantas cosas que hacer, Cora. Es muy estresante saber que te quedan solo unas horas y…
—¿Y qué?
Fui directa, pero toda la seguridad que impregnaban mis palabras fue fingida. La recepcionista me hizo caminar hacia atrás mientras sostenía mi cuerpo, con cada paso que daba, más rápido me latía el corazón. Más nerviosa estaba. ¿Cómo podía descender aquellas pistas tan inclinadas con un par de esquís y ahora no sabía qué hacer?
—Y que tengo que organizarme para aprovechar cada minuto.
Dejé ir la respiración contenida, que casi sonó como un gemido. Ella prácticamente lo atrapó con su boca, y nos sumergió en un beso impaciente. Me había pasado la semana entera imaginando cómo besaría, y lo hacía mucho mejor que en cualquiera de las proyecciones de mi mente. Besaba de un modo en que nadie me había besado antes, contenida pero demandante. Parecía que lo hubiéramos hecho cientos de veces antes, tenía un cariz familiar, pero al mismo tiempo la novedad lo teñía todo. Las pocas ganas que tenía de irme de aquel resort de montaña acabaron por diluirse en aquella piscina de azulejos blancos, atrapada entre un chorro de agua y aquella mujer que no tenía ni la más mínima intención de dejarme ir.
—¿Ves la hora? Detrás de mí.
Llevé la mirada a un reloj digital de números rojos, integrado en la única pared de la zona de aguas. Parpadeaba a cada segundo que pasaba, como recordándome que nos quedaba muy poco tiempo. Murmuré un «ajá», ansiosa.
Mi humedad se confundía con la del agua, pero estaba convencida de que lo que la recepcionista despertaba en mi cuerpo era algo inédito. ¿Sentirme así por una desconocida? Jamás había experimentado una atracción tan inexplicable como la que sentía por la recepcionista. Apenas la conocía, solo la había visto unas pocas veces y sí, habíamos hablado, pero nada sobre ella y yo, solo sobre las pistas, los horarios del desayuno y algún que otro consejo para disfrutar más de la estancia. ¿Cómo podía mi cuerpo responder de aquel modo ante ella?
—No habrá nadie hasta en punto, es lo que tarda la chica de la zona de aguas en preparar la cabina para los masajes. Siempre lo hace a la misma hora. ¿Te gustaría…?
Antes de que pudiera terminar la frase, asentí.