Esta es la historia de la primera experiencia lésbica como nunca te la han contado. Derrítete en fresca pasión con la elegantísima y excitante narrativa de Thais Duthie.
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Locus amoenus: La primera vez
El timbre sonó a las cuatro en punto y la mayoría de alumnas se apresuró para salir cuanto antes. Era un viernes de primavera, de modo que pasar la tarde en cualquier espacio abierto sería mejor que quedarse dentro de aquel edificio de paredes asépticas y pasillos altos y estrechos. Carla recogía sus cosas con calma, del todo ajena al buen tiempo y a Amelia, Amy, que la observaba desde la última fila de pupitres.
Carla echó a andar con la mochila colgada del hombro, alisándose un poco la camisa y luego la falda. Después de estar sentada tantas horas estaba completamente arrugada. Además, aunque ya hubiera salido de clase tenía que dar buena imagen: cualquiera que viera a una jovencita con aquella falda plisada de cuadros azules y grises sabría que estudiaba en la prestigiosa academia inglesa Wilson.
Salió por la puerta principal, todavía sumida en sus pensamientos. Amelia la seguía, unos pasos por detrás, hasta que empezó a andar un poco más rápido y acortó la distancia que las separaba, para cubrirle los ojos con las manos cuando llegasen a una calle menos transitada.
―¿Amy? ―susurró Carla con inseguridad, palpando las manos de su compañera.
Amelia apartó su cabello rubio, dejó un beso muy sutil sobre su cuello y se apartó mientras Carla se daba la vuelta y la miraba con una leve sonrisa. Le fue imposible no perderse varios segundos en los ojos verdosos que se escondían detrás de sus gafas de pasta y, ahora, parecían más claros por el sol.
―¿Te apetece ir un rato al parque?
Carla ladeó la cabeza y se mordió el labio. Negó un par de veces.
―Tengo que estudiar…
Amelia dejó la mirada en blanco y rio divertida.
―¿El de matemáticas? ―No esperó a que le dijera que sí―: ¡Es el martes!
―Ya sabes que no me gusta dejarlo todo para el último momento, Amy.
Amelia la miró desafiante para luego transformar su rostro en uno de facciones más tiernas, suplicantes.
―Si me miras así no puedo decirte que no ―confesó Carla entre dientes.
***
Habían llegado al parque hacía poco más de una hora. El césped era agradable y ambas se habían descalzado para disfrutar de la sensación de la brisa primaveral. Estaban solas, salvo por una familia que jugaba a la pelota a unos metros de ellas. Carla ojeaba un libro mientras acariciaba el cabello oscuro de Amelia, que tarareaba una canción apoyada en su pecho. El atardecer comenzaba a teñir el cielo de colores cálidos y, al verlo, la más estudiosa se sintió reconfortada y cómoda.
Miró a su alrededor y descubrió que ya no quedaba nadie en el parque. Cerró el libro y lo dejó a un lado, sobre la hierba. Entonces, rodeó a su compañera con los brazos, atrayéndola hacia su propio cuerpo. Se sorprendió a sí misma cuando escondió su rostro en el cuello de la otra y suspiró en su oído.
Amelia sintió su cuerpo temblar por aquel contacto; pues, aunque llevaban unos meses juntas solía ser ella quien daba siempre el paso a la hora de besarse o simplemente acariciarse la una a la otra. Y es que, en el fondo, ninguna de las dos era experta en relaciones y todavía menos en cómo se aman dos mujeres. Además, eran polos opuestos: Amelia era morena, despistada, algo rebelde; mientras que Carla era rubia, responsable y muy estudiosa. Después de una sólida amistad, notitas en medio de clase y miradas furtivas, tiempo atrás decidieron dejarse llevar por sus sentimientos y las mariposas que revoloteaban en sus estómagos…
La morena sonrió al recordar todo aquello brevemente, y se incorporó un poco para poder ver su rostro. Sintió fuego en su interior, como tantas otras veces había sentido en los pasillos del colegio, clase y otros sitios en los que no podía revelar esa pasión. Sus miradas conectaron. Amelia posó su mano en la mejilla de Carla y la acarició, bajando despacio por su cuello. Le estaba costando mucho ―demasiado― ignorar su propio cuerpo, hasta que ya no pudo más: descansó en uno de sus pechos y se mordió el labio al escuchar el suspiro que le regaló la rubia. Amy masajeó su seno por encima de la camisa, hasta que notó cómo su pezón se endurecía. Podía sentirlo a través de la tela. Hizo lo mismo con el otro, solo para cerciorarse de que el cuerpo de su novia definitivamente reaccionaba a ella y no habían sido imaginaciones suyas. La escuchó jadear y pronto su otro pezón también se irguió erecto. Aquella imagen le resultó tan erótica que atacó con fiereza los labios de la chica, haciendo que cayera hacia atrás.
El cuerpo de la morena aprisionaba el de la otra y sus caderas comenzaron a moverse de forma inconsciente mientras se besaban de forma cada vez más húmeda y menos casta. El césped cimbreaba leve cuando las manos de Carla la rodearon, Amelia se detuvo y se apartó ligeramente, como si acabara de recuperar la consciencia.
―Lo siento, Carla ―murmuró sobre sus labios―. Sé que dijimos que iríamos despacio, pero me cuesta mucho controlarme. Te deseo tanto…
La rubia negó y la calló con un beso.
―Sigue, por favor.
Amelia retomó ese rítmico movimiento de caderas y se sorprendió al ver cómo su chica abría las piernas dejando que se acomodara mejor entre ellas. Sus manos comenzaron a desabrochar los botones de la camisa de Carla de forma atropellada, ansiosa. Se oía discutir a una pareja, pero estaba en la lejanía, quizá donde los columpios. Amy no quiso oírlo. Necesitaba sentir cómo era el tacto de su piel y cómo se sentía tocarla. Sus yemas por fin acariciaron la zona que no estaba cubierta por el top crudo que llevaba y se recrearon en ella. No tardó mucho en introducir los dedos bajo la tela y acariciar sus pezones rosados, que estaban del todo erectos.
Esta vez fue Carla quien agarró con fuerza los glúteos de la morena y gimió en su oído ―lo más bajito que le fue posible― al sentir aquellas atenciones en sus pechos. Amelia, con un instinto casi animal, levantó la falda de la chica y presionó los dedos contra su intimidad, arrancándole un nuevo grito gutural que quedó acallado por un beso desesperado.
A medida que pasaba el tiempo a Amelia le resultaba más complicado resistirse. En aquel momento solo podía pensar en cómo complacer a su novia, sin importar dónde estaban y a pesar de que sus manos eran inexpertas y sus movimientos torpes. Era la primera vez que llegaban tan lejos y no tenía del todo claro cuál era el reglamento en estas circunstancias. Por ello, se dejó guiar por su cuerpo y por el de Carla, que se contoneaba sobre la hierba con cada nueva caricia.
Rompió el beso con desgana tan solo para mirar los ojos de la joven y encontrar en ellos la respuesta que buscaba: un «adelante, Amy». En otras circunstancias le habría pedido que lo verbalizara, pero estaba tan excitada por la situación que se conformó con aquella mirada oscurecida y alentadora.
Comenzó a besar su cuello, bajando por él hasta terminar en su pecho. Sus dedos ―temblorosos por los nervios, la inseguridad y la excitación―, apartaron sin miramientos la tela de las bragas de Carla, sumergiéndose en aquella zona que deseaba tocar y satisfacer en concreto. Mordió uno de sus pechos al notar la humedad de su novia y, por un momento, se sintió desfallecer al escuchar aquel nuevo sonido a caballo entre un gemido y un gruñido. Carla quería más, y Amelia estaba dispuesta a dárselo.
―¿Te gusta? ―preguntó cerca de su oído.
Carla asintió un par de veces, no podría haber hecho otra cosa. Era demasiado tímida como para juntar dos letras y decir «¡sí!» con toda seguridad. Pero a Amelia no le importó. Un viento suave empezó a soplar, y entonces encontró el punto exacto donde los gemidos eran más altos y más largos y se quedó justo ahí. Inició una serie de movimientos circulares, alternándolos con leves toquecitos con las yemas de sus dedos. Subió un momento porque creía haber olvidado el sabor de sus labios y suspiró contra ellos cuando notó cómo la rubia correspondía el beso con impaciencia.
Las manos de Carla viajaban sin rumbo fijo por el cuerpo de su compañera, hasta que llegaron a su sexo, que también pedía a gritos algo de atención. Entonces, la joven colocó la palma de su mano sobre él de forma imprevista, haciendo presión, lo cual sobresaltó a una Amelia que, con poco cuidado, introdujo uno de sus dedos dentro de Carla. Tuvo que censurar sus gemidos con un beso intenso donde se exploraron con ferocidad.
Amelia se movió en el interior de la joven de forma caótica y desorganizada, sin ritmo alguno. Pero cada vez lo hacía más rápido y más profundo. Por cómo respondía a aquellas embestidas el cuerpo de Carla parecía que estaba disfrutándolo mucho, aunque ella también se deleitaba con aquella imagen: su chica extasiada sobre la hierba. Nunca le había dado placer a nadie y ahora no dejaba de preguntarse cómo podía haber vivido tanto tiempo sin ello. El rostro extasiado de la rubia fue decisivo a la hora de incorporar un segundo dedo, que se habituó rápido a los movimientos del primero y los imitó.
Entonces, la espalda de su compañera se arqueó por completo y un gemido largo puso punto y aparte a aquel instante. Amelia sintió cómo el interior de su novia abrazaba sus dedos y se contraía. Bombeaba. ¿Latía? Sí. Buscó sus labios porque se moría por saber cómo sería el orgasmo en un beso. Lo descubrió al encontrar su lengua: era esperado, salvaje, extático.
Mantuvo los dedos en el interior de Carla, pero dejó que su cuerpo cayera sobre el de ella. Comenzaba a anochecer. Sus respiraciones se acompasaron durante unos segundos y, todavía dentro de ella, se acercó a su oído y le pidió:
―No te vayas a estudiar a París. ―La voz de Amelia sonaba vulnerable, a pesar de que no había sido ella la víctima del orgasmo―. Por favor.
Ya puedes continuar con la segunda parte aquí: Locus amoenus: La última vez – Relato lésbico