Un encuentro, quizá no tan casual, en el metro y Verano, de Vivaldi, pueden desatar el más caliente de los ardores eróticos.
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Verano (1): La pianista
«¿Sabes tocar Verano de Vivaldi?».
Un par de minutos antes, yo había asentido ante aquella pregunta, confundida, a la chica pelirroja que se me había acercado. ¿Qué pianista decente no conoce una de las obras más famosas de Vivaldi? Estaba en la estación de metro que había al lado del conservatorio y, al ver el piano de cola, no había podido evitar sentarme en el taburete y tocar cualquier cosa para saciar el apetito de mis dedos inquietos. Estaba haciendo escalas para calentar cuando ella apareció y dijo aquello.
Sus palabras seguían resonando en mi mente mientras mis dedos se deslizaban por las teclas del piano. Le bastó con mi leve movimiento de cabeza para ponerse a un lado, quitarse el maletín de la espalda y sacar un violín Stradivarius. El instrumento y la pelirroja competían por mi atención: el primero me interesaba por su rareza y valor sin importar cuántas veces lo viera, la segunda por aquella propuesta que comprendí de inmediato. Quería un dueto.
Llevábamos tan solo una quinta parte de la pieza y me preparé para lo importante: el staccato. Curvé los dedos sobre las teclas, toqué la nota con rapidez y precisión y la solté de inmediato. Repetí el proceso con la siguiente nota al tiempo que oía, igual que un eco, cómo la violinista replicaba aquella técnica musical con las cuerdas de su instrumento.
Recordé algunos hechos curiosos sobre la composición que estábamos interpretando. Verano formaba parte de Las cuatro estaciones, que tenía cuatro movimientos, uno para cada estación. Como buen ejemplo de música programática, trataba de representar imágenes y escenas específicas a través de la música. Aquella era mi parte favorita de la obra de Vivaldi, porque me permitía disfrutar y vivir las cuatro estaciones como si estuvieran emergiendo de mis propias manos.
También caí en algo más: aunque a los pianistas nos encantase tocar Las cuatro estaciones, el ciclo fue compuesto para un violín solista y una orquesta de cuerdas. Yo podría ser muy hábil al piano, pero la violinista brillaría si tenía buena técnica. Y la tenía, de eso estaba segura.
Sin olvidarme de la melodía, la miré de soslayo. El vestido verde estampado con pequeñas flores ondeaba con cada uno de sus movimientos, así como su pelo de fuego. Su cuerpo se fundía con el Stradivarius como si fueran la misma cosa, ya no sabía si temblaban las cuerdas, los dedos de la chica o ambos. Jamás me había sentido así de cautivada por ese color de pelo, ese violín, esa técnica, ese atrevimiento. La mezcla era explosiva y sentía que, entre armonías y disonancias, estallaría de forma inminente.
Tomé aire y me centré en los pedales. Al apretar el derecho, supe que el apagador se levantaba y las cuerdas continuaron vibrando y resonando mientras yo avanzaba con la melodía. Hacía tiempo que no tocaba una composición tan demandante, o tal vez era la situación lo que requería que estuviera a su altura.
Hice un esfuerzo que rozaba lo sobrehumano con aquel pizzicato y me di prisa para acertar con el tempo. Cerré los ojos, me dejé guiar por las notas. A pesar de mi reticencia inicial, se lo agradecía, estaba disfrutando de aquel dueto como no lo había hecho antes. El sonido del piano se entremezclaba con el del violín y recreaban un estío que combinaba calor y tormentas.
Verano se caracterizaba por su intensidad dramática, pasión, vivacidad. Y parecía que había sido compuesto para que aquella violinista en concreto lo interpretara. Tropecé con uno de los grandes intervalos de la pieza y abrí los ojos de golpe. La pelirroja estaba muy cerca de mí y me miró fugazmente antes de volver a las cuerdas.
«Vamos, solo queda lo más importante», parecía que dijera.
La melodía se tornó oscura, hizo acopio de ráfagas de notas, acordes fuertes, ritmos intensos. El sonido que salía del piano se agitaba, y yo con él. Era como si aquella tormenta se hubiera posado justo sobre el espacio que había entre mis piernas al verla de aquel modo. Luego llegó el clímax: las últimas notas. Más contrastes y, por fin, un acorde sostenido en re menor.
Mantuve los pies en los pedales, pero liberé mi mirada de las teclas y la observé. Sus brazos estaban tensos y abrazaban el violín con precisión. Aun así, ella temblaba y su frente, salpicada por pequeñas pecas, brillaba por el esfuerzo. Conectó sus ojos con los míos y sonreímos satisfechas. Sentí que no habían pasado diez minutos, sino tres largos meses de verano, con sus bochornos y sus chubascos.
Me di la vuelta en el taburete y solo entonces fui consciente de lo que habíamos creado a nuestro alrededor. Una multitud de personas había formado un semicírculo frente a nosotras, sus rostros parecían atravesados por el verano igual que ella y yo. Aplaudieron y, como si lo hubiéramos ensayado, nos colocamos una al lado de la otra y nos agachamos para saludar.
Poco después, el gentío se había dispersado y el Stradivarius estaba de vuelta en su estuche. Entre la violinista y yo flotaba una melodía sin instrumentos, compuesta solo por los transeúntes y el sonido de las máquinas que validaban los billetes de metro. Sus facciones afiladas eran imponentes, enseguida se tiñeron de su característica sonrisa burlona.
—Ha estado bien.
—¿Solo bien? No lo hagas más, Ágata.
—¿El qué? ¿Retarte? —La raya gruesa y puntiaguda de sus ojos los hacía verse más grandes. Obligaba a perderse en ese tono caramelo que se fundía por momentos—. Vivo por eso.
—En el conservatorio tú eres la mejor violinista, yo la mejor pianista. No pasa nada, no somos competencia. ¿O es que no puedes soportar que alguien sea igual de buena que tú?
—No puedo soportar que alguien sea mejor músico que yo —admitió. Tomó un mechón de mi pelo y jugueteó con él. Estableció contacto visual, sus ojos quemaban. Escondió el mechón tras mi oreja y, acercándose a mi oído, añadió—: Y tampoco puedo soportar lo cachonda que me pone verte tocar. Me gustaría que me tocaras así a mí.
Ya puedes leer el desenlace aquí: «Verano» (2): La pianista – Relato lésbico