—No me imaginaba que un laboratorio de investigación fuera así —digo, y mis palabras se esconden tras una carcajada y mi mirada en Irene, que cierra la puerta tan pronto como ambas entramos en aquel cubículo. Ha decidido cambiar los conjuntos formales de nuestras citas anteriores por uno más casual, unos tejanos ajustados y un jersey verde oscuro que combina con sus ojos. El pantalón parece diseñado a medida para adaptarse a cada curva de su cuerpo, tanto es así que mi mente se transporta a la intimidad abrasadora de nuestra última cita.
Sin embargo, el resto de los elementos que captan mis ojos es mucho menos agradable de mirar e infinitamente más frío: un entorno aséptico con paredes blancas y una mesa metálica en la que descansa un ordenador de sobremesa. La estancia es pequeña y no tiene ventanas, tan solo está presidida por un sillón negro de cuero que sospecho que pronto será mi trono.
—¿Y cómo te lo esperabas? —pregunta. Enciende el ordenador y extrae un maletín mediano de uno de los cajones de la mesa.
—Mucho más acogedor. Tal vez un cuadro, algún póster con la anatomía del cerebro… qué sé yo.
Irene se vuelve hacia mí y pone los ojos en blanco. Disfruto la forma en que finge molestarse por mis comentarios, y cómo su faceta profesional se apodera de la chica divertida y amable de las tres citas anteriores. Esta es la cuarta y a ella le tocaba proponer plan. Lo que no imaginaba era que nuestro encuentro tendría lugar en un laboratorio del Departamento de Psicología de la universidad cuando la facultad ya había echado el cierre para que la ayudara con un estudio que se traía entre manos.
—Serían estímulos distractorios que podrían alterar los resultados del experimento. Y hoy venimos a trabajar, ¿recuerdas?
—Claro, claro… —aseguro, y sigo la dirección de su mano, que lleva al sillón—. Algo sobre la motivación, ¿no?
Mientras me acomodo, veo cómo asiente, luego agarra una bata blanca que está colgada detrás de la puerta y se la pone. La imagen es una de las más poderosas que he visto nunca, pero me recuerdo que debo permanecer tranquila, como Irene me ha dicho justo antes de entrar en la sala. Me concentro en sus movimientos: en cómo trastea en la mesa, sacando cables del maletín y un aparato que no he visto en la vida. Luego se vuelve hacia mí y clava su mirada en la mía con una seriedad admirable.
—¿Nerviosa? No lo estés. —Su voz es suave y, como cada vez que habla, logra hechizarme—. Voy a ponerte un dispositivo. Se llama GRS y mide la respuesta fisiológica de tu cuerpo ante distintos estímulos. No te dolerá ni sentirás nada, solo debo colocarte estas cintas en los dedos —explica mientras las señala— y esta otra en tu muñeca.
—Vale, venga, vamos a ello.
Inhalo profundo y permito que sus manos cálidas tomen la mía. Acarician el dorso, la giran, dejando la palma hacia arriba. Entrelaza nuestros dedos y una punzada de placer me recuerda dónde y cómo estábamos la última vez que nuestras manos adoptaron esa postura. Siento que me ruborizo y carraspeo, esquivando la mirada de Irene. Ella me coloca, primero, una de las cintas en el dedo índice. La otra, en el corazón, como si fueran anillos. Siento que sus movimientos son lentos y lánguidos, que se recrea en el momento. Que, a pesar de lo que me ha mostrado hasta ahora, le gusta tener el control. Ante esta revelación, siento que mi corazón se acelera y redirijo mi atención a otra parte. Así no puedo mantenerme serena.
—¿Y cómo mide esa respuesta?
—Las cintas de tus dedos llevan un electrodo cada una. Yo te mostraré algunos estímulos, algo que debes mirar. Cuando tiene lugar lo que llamamos arousal o activación del sistema nervioso, la corriente eléctrica de la superficie de la piel aumenta y este aparatito lo registra. Nos aporta información objetiva que usamos para varios experimentos, como para medir el estrés emocional o el nivel de ansiedad, las preferencias e incluso…
—¿Incluso qué?
—Incluso es capaz de detectar las mentiras. Asumiendo que una persona tenga respuestas fisiológicas relacionadas con la ansiedad al mentir, claro está.
—O sea que con esto puesto no puedo esconderte nada —susurro, más para mí que para Irene. Sin embargo, mi voz es lo suficientemente audible como para que lo escuche. Su mirada se suaviza y siento que está a punto de tocarme de nuevo. Mi piel se eriza, todavía recuerda el último beso que compartimos, dos días atrás, y me pregunto si esa activación de la que habla Irene no se ha producido ya.
—No, no puedes… —No me toca, pero su voz se vuelve sugerente por momentos. Me observa con más detalle, como si no lo hubiera hecho hasta entonces. Como si su trabajo le hubiera impedido mirarme con los ojos de amante con los que suele abrasarme cada vez que me observa. Pero enseguida recupera la compostura y se da la vuelta para teclear algo en el ordenador, y su voz vuelve a ser tan seria como antes—. Primero calibraremos el dispositivo con tu estado emocional base.
Respiro hondo de nuevo, aunque siento cómo mi corazón martillea mi pecho. La pantalla del ordenador cambia; veo una gráfica de líneas que suben y bajan a medida que avanzan los segundos.
—¿Dónde tengo que mirar?
—De momento, adonde quieras.
Después de un par de minutos de silencio que se me hacen eternos mientras Irene mira la pantalla y mueve el ratón, asiente y me dice:
—Ya está calibrado —murmura—. Ahora podemos comenzar con los estímulos. ¿Estás lista?
¿Lista? Para lo que sea si es con ella. Creo entrever, en el tono de su pregunta, segundas intenciones. Pero recuerdo que estamos allí por un experimento, que Irene me había pedido ayuda y que esa cita tan solo tiene fines profesionales. Tal vez ni siquiera termine en cita. Por lo menos, mientras permanezcamos en el laboratorio. Aun así, cuando saca su móvil y empieza a sonar una música sugerente al tiempo que se pone frente a mí y su expresión cambia, me pregunto si realmente es así.
Irene empieza a contonearse al ritmo de la melodía, y lo hace durante varios segundos ante mi expresión atónita. Cautiva por la imagen, veo cómo sus manos se acercan peligrosamente a la cinturilla de su pantalón. ¿Estos son los estímulos que debo observar? Siento que mi corazón pasa de cero a cien y mi respiración se desboca, e Irene también puede verlo gracias a la pantalla. Sus labios se curvan en una sonrisa burlona antes de decir:
—Tiempo de latencia: dos segundos. Es el intervalo de tiempo que transcurre entre la presentación del estímulo y el inicio de la respuesta fisiológica. ¿Ves el pico? —Señala la pantalla y, cuando la miro y asiento y sigue hablando—. La amplitud es muy alta… diría que demasiado.
Me remuevo en el sillón y dejo que la escena que Irene ha creado para mí me envuelva por completo. Decido guiarme por el improvisado experimento, olvidándome de las cintas negras que rodean mis dedos, de la pulsera de mi mano derecha, y llevo la izquierda debajo de mi falda. Me acaricio la cara interna de los muslos ante la mirada de mi cita, hasta que mis dedos se extravían en mi centro. Es entonces cuando ella se acerca, todavía moviéndose sinuosa con la música, y se quita la cremallera frente a mí, a la altura de mis ojos. Observo cómo se deshace del pantalón y, sin el más mínimo atisbo de duda, se sienta a horcajadas sobre mí.
—Hagamos que te actives de verdad —susurra contra mis labios, y luego me besa igual que la primera vez. Siento cómo su deseo me envuelve al tiempo que sus caderas comienzan a moverse ya no al ritmo de la música, sino al ritmo de mi excitación.
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