Relatos eróticos

A solas: La ama de llaves – Relato lésbico

Disfruta de este relato de Thais Duthie, donde una ama de llaves se deja llevar por una fantasía con su empleadora.

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A solas: La ama de llaves

Llevaba más de diez años trabajando para los Stirling y siempre esperaba con ansias el mes de julio. Él, serio y estirado; ella, atenta y atractiva. Rondaban los cuarenta y no tenían hijos. Ante la llegada de un calor bochornoso, el matrimonio escocés prefería pasar el verano en su castillo de las Tierras Altas. Un lugar que se les antojaba húmedo e inhabitable el resto del año. Por supuesto que, cuando el clima era más frío, preferían la villa al borde de un acantilado que daba a un enclave paradisíaco escondido en pleno Mediterráneo.

A mí la villa me gustaba todos los días del año, desde la primera hasta la última baldosa que la formaban. Todavía recordaba el vértigo que sentí en mi primer día de trabajo, cuando descubrí el inmueble que sería mi responsabilidad cuidar. Aquella construcción imponía, pero después de una década me había hecho a ella. La conocía como la palma de mi mano: podría encontrar con los ojos cerrados la gotera que había en la bodega, sabía cuándo algo estaba fuera de lugar antes de que nadie más lo percibiera, era capaz de dar los detalles sobre cualquier rincón. Además, había transformado una villa en un hogar para los Stirling, y eso era más de lo que ambos esperaban.

Aquellos meses de verano, mientras la pareja disfrutaba del golf y el whisky, el personal también se iba de vacaciones, excepto yo. Como ama de llaves, debía hacerme cargo de la villa en su ausencia. Hace tiempo habría pensado que acabaría por volverme loca tanto tiempo a solas en un lugar tan grande, pero eso solo fue al inicio.

Los primeros días seguía con mi rutina casi como si ellos continuaran allí. Regaba las plantas, paseaba a los perros, hacía los recados, me aseguraba de que todo estuviera impoluto. Por algún motivo, me sentía menos culpable si esperaba un tiempo de cortesía. Al quinto día, al atardecer, bajé a la bodega y descorché una botella de champán. Me llevé una copa al jardín y bebí mientras disfrutaba de cómo el sol suplicaba por quedarse un poco más desde una tumbona.

El viento soplaba constante pero suave, y en el mar, a lo lejos, se formaban pequeños picos que reflejaban los últimos rayos. Las copas de los árboles se agitaban con cada brisa que se colaba al jardín, las tórtolas acompañaban el espectáculo con su arrullo. Si cerraba los ojos sentía que tocaba el mar con la punta de los dedos. El champán burbujeaba en mi boca mientras mi cuerpo, desprovisto del estado de alerta que lo tenía secuestrado la mayor parte del tiempo, se entregaba a la calma.

Pasé horas bajo el pino piñonero más grande del jardín, y cuando el viento comenzó a refrescar y el sueño a vencerme, entré y me dirigí a la suite sin miramientos. Los Stirling habían cambiado de colchón hacía poco y quería probar cómo se sentía. Me hundí entre los cojines, parecía que flotara. Las sábanas eran de lino, pero no tenían una sola arruga, me aseguraba de ello a diario. Mis dedos se deslizaron a tientas por aquel tejido como si no lo hubieran visto antes, con curiosidad y dejándose sorprender por la ligereza de la tela. Vagaron sin rumbo hasta que dieron con una nueva textura, la de mi vestido de algodón. Era corto y vaporoso, no dejaba mucho a la imaginación, pero no necesitaba más mientras los Stirling no estuvieran por allí. Sorteé la prenda como si fuera un obstáculo que hubiera que esquivar, hasta que toqué mi piel. Estaba caliente y suave, se erizó al tacto. Hacía tanto que nadie me tocaba que me bastaba hacerlo yo misma para despertar una situación similar.

El día a día en la villa era desafiante y no podía permitirme bajar la guardia ni un momento. Pero eso no significaba que no deseara. Aprovechaba cada instante a solas con la señora Stirling para observarla y hacer acopio de todos los detalles que luego articularían mis fantasías. Me rendía a ellas a menudo, siempre en la soledad de mi habitación.

A pesar de que me sacaba diez años y tenía el aspecto de cualquier mujer adinerada de mediana edad, me atraía como nadie lo había hecho. Era atenta, inteligente y hermosa. Su imagen apareció en mi mente de inmediato, como si hubiera estado haciendo cola en el hilo de mis pensamientos. Recordé la última vez que me pidió ayuda para vestirse: estaba preparándose para un evento benéfico y casi podía sentir lo rápido que latía mi corazón mientras le subía la cremallera de un mono negro liso y ajustado.

La luna llena y brillante se colaba por las rendijas de la ventana de la suite y aproveché esa luz para alargar la mano y abrir el cajón de la mesilla de la derecha. A tientas, agarré una prenda de encaje y la acerqué a mi rostro. Olía a su perfume, igual que el resto de la casa. Aunque no estuviera en la villa, me parecía encontrar a la señora Stirling tentándome en cada rincón.

Llevé las bragas bajo mi ropa interior y dejé que el tejido rugoso acariciara mi vello, primero con lentitud. Un escalofrío. La piel de mi cuerpo se erizó mientras imaginaba cómo la dueña de aquella prenda se movía sobre mí. Siempre me había preguntado cómo sería la señora Stirling en la cama, y prácticamente todas esas veces había acabado imaginándome una versión diferente de ella. Separé mis labios más íntimos y el roce del encaje contra mi clítoris me hizo dar un respingo. Aquella noche, en la fantasía, mi acompañante sería fría y dura. Jugaría con mi cordura como si se alimentara de mi desesperación por tenerla.

Me di la vuelta en la cama, hundiendo mi rostro en los almohadones. Mi mano seguía manteniendo las bragas contra mi sexo al tiempo que mis caderas se movían contra ellas. Pensé que la señora Stirling querría tenerme así, sumisa, sin poder mirarla siquiera. Pensé que me susurraría al oído, con su acento escocés, que mi rendimiento había descendido en las últimas semanas. Que bajaría tan solo un poco mi tanga hasta que estuviera en mis rodillas y azotaría mis nalgas sin compasión. Que luego mordería la piel roja y ardiente, antes de separar mis piernas y lamer mi intimidad desde aquella posición comprometida.

Mi humedad calaba las bragas de encaje y la excitación mi autocontrol. El morbo de estar masturbándome en la misma cama en la que dormían los Stirling era un aliciente que impulsó mi placer. Me moví más fuerte contra la ropa interior, luego esquivé el orgasmo, ralenticé el ritmo. Mi corazón latía desbocado, igual que cuando la señora Stirling me miraba a los ojos. Volví a embestir contra la cama, contra las bragas, contra el poco autocontrol que me quedaba hasta que sentí que ya no había marcha atrás. El clímax me alcanzó recorriendo con mi imaginación la silueta de la dueña del encaje, tratando de replicar la sensación de su cuerpo pegado al mío.

Cuando al fin abrí los ojos la luna ya se había marchado de la suite. Sentí el lino arrugado bajo mis dedos y un charco húmedo bajo mis caderas. Las bragas de encaje estaban atrapadas en mi puño, que relajé poco después. Me puse en pie, todavía con los latidos apresurados y la respiración acelerada. Eché un vistazo a la habitación, prometiéndome que al día siguiente me encargaría de dejarla como si nada hubiera sucedido.

Olí de nuevo las bragas, cuyo aroma ahora era una mezcla del perfume de la señora Stirling y mi humedad. Las doblé y, sin pensarlo siquiera, volví a dejarlas en el cajón de la ropa interior. A pesar de todo, deseaba que la señora Stirling tuviera algo de mí como yo lo tenía de ella.