Adéntrate en el final de 7 veranos después, donde Julie «se quita la máscara»…
Si no las leíste, puedes comenzar por las entregas previas aquí o leer la tercera más abajo:
7 veranos después (Parte 1): Julie en Siena
7 veranos después (Parte 2): Julie en el baño
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Julie sin máscara
Todavía podía sentir los vestigios de un orgasmo devastador que me había hecho temblar. Los labios de Jules buscaban los míos, impacientes, y los encontraron tan dispuestos a devolverle el beso como yo a cumplir su última orden. Su «Tócame» seguía haciendo eco en mi mente y cada vez me estaba resultando más difícil no satisfacerla. Quería hacerle esperar un poco más, que me deseara, pero no teníamos demasiado tiempo y nos encontrábamos en un lugar público.
Sin embargo, estaba decidida a seguir con aquello y llegar hasta el final. Quería obtener respuesta para la pregunta que había estado en mi cabeza día tras día: «¿Cómo sería sentirla?». Ahora podría saberlo y pensaba hacerlo de la mejor manera que sabía, entregándome a ella como no me atreví en el pasado.
No le di muchas más vueltas y empujé su cuerpo en dirección a los lavabos. Entre uno y otro había un buen trozo de mármol despejado y le hice un gesto para que se pusiera allí. Cuando lo hizo, separó las piernas casi por inercia, dejándome tan solo la tarea de subir ligeramente su falda de volantes. Pedí permiso a sus ojos antes de agacharme y, tras apartar la tela del tanga, lamí su sexo de forma lenta. Gemí contra su intimidad al probar su sabor y Jules también lo hizo poco después. Regresé con un lengüetazo más breve, pero enseguida lo repetí, dando pequeños toquecitos a su clítoris.
Levanté la mirada para encontrarme con su espalda arqueada y la cabeza echada para atrás. Parecía estar haciendo un gran esfuerzo por no cerrar las piernas por el placer, por lo que dejé que mis manos las mantuvieran separadas. Me entretuve en su centro unos minutos, aunque definitivamente no fue suficiente, tomando en consideración mis ganas de tenerla así.
Entonces, abandoné su entrepierna para besar sus labios de nuevo, pero retomé la estimulación con mis dedos. Me excitó el hecho de que se probara en los míos y supe que a ella también al oír su resuello. Aparté la vista unos segundos y, de casualidad, me encontré mi reflejo en el espejo y me pareció una de las imágenes más excitantes que había visto nunca. Pensé que también podría serlo para Jules, de tal manera que tiré de su cuerpo con cuidado para que quedara de lado. Tomé su barbilla y la dirigí hacia el espejo, para que pudiera verse también, y gimió muy alto al hacerlo.
Pese a ser la primera vez que compartíamos un momento como aquel, supe que estaba cerca. Entré en su interior y seguí acariciando su centro, aumentando la profundidad de las embestidas a medida que sus jadeos se volvían más frecuentes. Trataba de mantener los ojos abiertos para poder verse, pero de vez en cuando los entrecerraba presa del placer. Mordí su cuello observando nuestro reflejo y pensé que podría volver a tener un orgasmo solo con aquella imagen.
Pronto Jules mordió mi hombro en un intento por ser silenciosa mientras se deshacía en mis dedos. Sentí cómo sus músculos se tensaban y de pronto estaba mucho más húmeda. Acaricié la idea de seguir y hacer que alcanzara el clímax de nuevo, pero ver los cubículos del baño en el espejo me hizo volver a ser consciente de dónde nos encontrábamos. No sabía cuánto tiempo llevábamos allí metidas, pero seguro que el grupo nos estaría echando en falta. Además, aquel era el lugar menos indicado para tener sexo.
Besé su frente y le bajé la falda, ensimismada por la forma en que su pecho subía y bajaba tratando de acompasar respiración y latidos. Dejé que mi mano se deslizara por su brazo desnudo en dirección descendiente, hasta que se posó en su regazo. Hacía lo posible por separar los párpados, como si le costara una vida entera y, cuando lo logró, nuestras miradas conectaron. Volvimos a fundirnos en un beso que, tristemente, me supo a despedida. No sabía qué iba a pasar ahora, ni si lo que acabábamos de hacer marcaría un antes y un después. Aun así, sentía que tenía que confesarle, por lo menos, que tenía razón y que me equivoqué.
—Jules, tú también me gustabas a mí —confesé, aunque seguía gustándome—. Y no sé qué soy, pero hetero no.
Estudié su rostro y me sorprendí cuando soltó una carcajada y se recolocó en el mármol para verme mejor.
—¿Qué te parece tan gracioso?
—Siempre lo supe.
Asentí, de acuerdo con sus palabras y, de una vez por todas, solté:
—Me casé con una mujer, pero no nos va bien.
Jules elevó las cejas, fingiendo sorpresa. Desde luego, aquella era la reacción que menos me hubiera esperado. Tal vez algo como «¿Por qué ella sí y yo no?». «¿Qué hice mal?». Había ensayado las respuestas para cualquier pregunta de esa índole, pero no para la que me hizo a continuación:
—¿Eres feliz?
Balbuceé mientras pensaba en una respuesta razonable, pero me di cuenta de que debía ser honesta con ella.
—No, no lo soy.
Se puso en pie y cogió su bolso, que había estado en el suelo todo aquel tiempo. Tras rebuscar en él durante unos segundos que se me hicieron eternos, me tendió una tarjeta. Le di la vuelta al papel y pude ver su nombre junto a su cargo: pedagoga. Al menos, ella había llegado hasta el final.
—Llámame cuando vuelvas a casa —dijo con una sonrisa y se fue, dejándome llena de dudas y de muchas ganas de volver a verla.
Definitivamente, había desaprovechado siete años de mi vida en ser quien no quería ser y estar con quien no quería estar. Ágata y yo habíamos perdido la llama y ya era demasiado tarde para recuperar algo que nunca habíamos tenido.
Al parecer, Siena lo había puesto todo patas arriba.