Vuelve Thais Duthie con una nueva trilogía, que comienza con este relato de suspense con flashbacks, 7 veranos después (Parte 1): Julie en Siena.
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Julie en Siena
Cuarenta grados a la sombra y el vestido corto marinero seguía siendo sinónimo de demasiada ropa. Seguro que Siena era un lugar precioso, pero el calor infernal no ayudaba en absoluto a causar esa impresión. Me puse las gafas de sol, considerando la idea de refugiarme en la oficina de turismo, que parecía más fresquita. Sin embargo, enseguida salió un tipo que, entre bromas que no le hacían gracia a nadie y un ambiente enrarecido por la sensación térmica, se abrió paso entre los que esperábamos en la puerta. ¡Iba a ser una tarde bien agradable! Quizá debería de haberme quedado en el hotel con Ágata.
Me distraje observando la catedral e ignoré del todo al guía. Algo de la UNESCO, no sé qué del Palio y una breve mención a Donatello. Cuando terminó la explicación, agitó el parasol como si le fuera la vida en ello, a caballo entre una invitación imposible de declinar y una orden inmediata. Le seguimos hasta perdernos en las calles laberínticas de la ciudad. Mi cabeza comenzaba a divagar y me dije que aquella visita guiada no valdría la pena, que había perdido el tiempo, que Ágata tenía razón, como siempre. Hasta que oí su voz detrás de mí. No la de Ágata, claro, sino la de… «ella».
Siete años y seguía grabada a fuego en mi mente.
—¡Disculpe! ¿Es el grupo de las doce? —Sonaba exactamente igual.
El guía frenó y, con él, lo hicimos todos. Que sí, que era el grupo de las doce. Que faltaban dos personas, que no le habían salido las cuentas frente a la oficina de turismo y que se quedaran, que acabábamos de empezar y que casi no se habían perdido nada. Durante aquellos dos minutos sentí que me había quedado congelada. No podía hablar ni moverme. No podía huir, pero tampoco dar media vuelta, porque «ella» estaba detrás, y tenía compañía.
Retomamos el camino enseguida hasta llegar a la Piazza del Campo. Como un abanico, la plaza custodiaba el ayuntamiento e invitaba a perderme entre turistas haciendo panorámicas. Tan solo cuando nos paramos y el grupo se dispersó me atreví a esconderme tras una familia y observé a mi alrededor.
Allí estaba Julie, siete inviernos después.
Su estilo de vestir había cambiado mucho, así como la forma en que se peinaba o el color del pelo —que había pasado del castaño al negro—, pero era la misma persona. Derrochaba esa actitud de rompecorazones que me había hecho perder la cabeza desde el principio. Entonces, un hombre joven se acercó y dejó un beso sobre su hombro. Aparté la mirada como si aquella imagen me hubiera quemado en los ojos, y es que la sensación fue la misma.
Aproveché que todos estaban fotografiando la plaza para mezclarme con la gente y me permití respirar hondo. El calor había pasado a ser la última de mis preocupaciones, aunque empezaba a sentir un ligero dolor de cabeza y no tenía muy claro que fuera solo por el sol abrasador.
—¿Valentina? ¿Eres tú?
***
Siete años antes…
—¿Valentina? ¿Eres tú?
—Claro que soy yo, a no ser que tengamos nueva compañera de piso y no me lo hayas dicho —grité desde el recibidor, dejando las bolsas de la compra en el suelo—. En ese caso, espero que sea de ciencias, entre tú y yo estamos servidas de carreras de letras.
—¿Has traído las pilas? —dijo Jules y, prácticamente, corrió a mi encuentro.
—Triple A, como me pediste.
—Eres un sol —susurró, mientras me abrazaba. Se quedó en aquel contacto más tiempo del necesario y temí que pudiera oír los latidos de mi corazón desbocado—. No me preguntes para qué son…
Y, como Michel de Montaigne dijo una vez, “prohibir algo es despertar el deseo”. Abandoné el hueco de su cuello y busqué sus ojos.
—¿Para qué son, Julie?
—¿De verdad quieres saberlo? —preguntó al tiempo que jugaba con uno de mis mechones rebeldes y lo colocaba detrás mi oreja.
Asentí despacio y me fijé en la expresión divertida y juguetona que acababa de adoptar.
—Para el vibrador —susurró demasiado cerca de mis labios. Enseguida la sentí en mi oído y, muy bajito, confesó—: Últimamente pienso mucho en ti.
Pude notar cómo me ruborizaba, porque de pronto mis mejillas ardían. Su boca ahora estaba frente a la mía y temía que fuera a pasar. Pero iba a pasar, lo sabía. Antes de poder apartarme, su mano acompañaba mi nuca en dirección a sus labios.
El primer contacto fue cálido y suave, incluso dulce. Sentí su lengua pidiendo permiso y, tan solo por un segundo, fui débil. La invité a sumergirnos en un beso lento pero apasionado, donde quedaron resumidos más de seis meses de tira y afloja, de miradas, de roces. De algo más.
Sin embargo, algo en mi mente hizo clic justo en ese momento. No estaba bien. No estaba bien y era consciente. No podía haber nada entre nosotras.
—Jules… lo siento, no puedo.
Pese a ello su frente estaba apoyada en la mía y podía notar el miedo por la forma en que sus ojos se clavaban en los míos, como si buscaran una explicación.
—Sabes que soy hetero.
***
Hace 7 años era hetero, pero desde entonces habían ocurrido muchas cosas. Durante aquel tiempo habían cambiado muchas cosas: había dejado Pedagogía por Bellas Artes, me había ido a vivir a Luxemburgo y, contra todo pronóstico, me había casado una mujer, Ágata.
Pero allí nos habíamos reencontrado, frente a lo que el guía había llamado la Torre del Mangia, y ahora no podía esconderme ni huir. Quizá, después de tanto correr, tampoco quería.
—Jules —dije, después de mucho tiempo sin atreverme a pronunciar su apodo.
Ella conectó sus ojos con los míos y pude jurar que en su mirada había el mismo deseo que vi aquella tarde, cuando sus labios encajaron en los míos. Cuando me desarmó, cuando todo cambió por completo en el marco de la puerta del recibidor.
—Val… —Mi nombre sonaba igual, con la dosis justa de cariño y de admiración que solía transmitirme entonces, y lo supe: la excursión a la joya de la Toscana iba a merecer la pena.
Ya puedes leer la segunda parte aquí: 7 veranos después (Parte 2): Julie en el baño – Relato erótico lésbico