Una moto acuática y dos chicas que fueron pareja son las premisas del último relato de Thais Duthie.
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Formentera: Prueba
El agua de Formentera era cristalina, jamás había visto algo así. Estaba tranquila, no oía ni siquiera el viento que, con mucha suavidad, soplaba cada cierto tiempo. Solo podía percibir el murmullo del motor de la moto acuática en la que nos encontrábamos y la forma en que rompía la superficie del mar. El corazón todavía me martilleaba en el pecho porque era la primera vez que montaba en uno de esos cacharros. Cuando solté la bocanada de aire que retenía en los pulmones, me di cuenta de que agarraba demasiado fuerte a Ayla. Confiaba en ella, sí, pero para darle una copia de las llaves del piso o pedirle que cuidara a mi hijo de cuatro patas. No me imaginaba dejar nuestras vidas en sus manos, y traté de no pensar en ello a medida que nos alejábamos del puerto.
La velocidad del vehículo hacía que sintiera la brisa marina en el rostro. Me permití cerrar los ojos unos instantes para respirar ese aroma a mar, a libertad. Contrastaba con la violencia que se instalaba en mis piernas cada vez que la moto descendía tras coger una ola, y el vuelco que sentía en el estómago. Los nervios no me abandonaban, eso sí, pero comenzaba a acostumbrarme a la sensación de hormigueo en el bajo vientre. Aquella experiencia podía terminar terriblemente mal, caer al agua en movimiento era peligroso y la forma en que tomábamos las olas debía ser cauta y precisa.
—¿Desde cuándo conduces motos acuáticas? —grité, para que Ayla me oyera pese al ruido del motor y el dichoso viento.
—Desde aquel verano que pasé en Malta —gritó, sin despegar la mirada del agua.
Me quedé en silencio mientras recordaba ese agosto de un par de años atrás. Había sido la única época en la que habíamos dejado de hablarnos, y todo por un malentendido. Por suerte, en septiembre logramos arreglarlo y volvimos a ser las de siempre.
—Me alegra que, pese a todo, fuera una experiencia enriquecedora —dije, y noté cómo la velocidad con la que surcábamos las olas empezaba a disminuir paulatinamente hasta que la moto dejó de moverse. Solo nos mecía el mar.
En algún momento, las colchonetas hinchables, los kayaks, las motos acuáticas y los barcos quedaron atrás. Tampoco me di cuenta de lo lejos que habíamos llegado, no había nada más que mar a nuestro alrededor. Frente a nosotras, una cueva que había visto antes en una foto junto al mensaje de WhatsApp que me envió Ayla la semana pasada: «Podemos ir aquí». Observé cómo el agua parecía verdosa por el efecto de la luz bajo las rocas y me sujeté fuerte a la moto cuando inició ese tambaleo. Ayla se había dado la vuelta para quedar sentada frente a mí, recostada sobre el manillar.
—Creo que hubiera sido más enriquecedor quedarme —susurró. Sus ojos se clavaron en mis labios y me apartó un mechón.
Aquel giro en los acontecimientos me dejó helada, a duras penas pude emitir un puñado de palabras.
—Ya sabes lo que pienso, Ayla.
—Que tomé una decisión y tuvo consecuencias —Su dedo índice delineaba mi mandíbula—. Lo sé. Pero ¿es demasiado tarde?
—¿Demasiado tarde para qué?
—Para nosotras.
Miré su rostro, en parte avergonzado y en parte expectante. Parecía que, allí, en medio de la nada y con metros y metros de profundidad debajo de nosotras el asunto era más importante y sus ojos más azules todavía. Sabía la respuesta a su pregunta, por lo menos en la teoría. En la práctica algo seguía revoloteando dentro de mí y quería averiguar de qué se trataba. Ahora no podía ni quería huir.
—Prueba.
Ayla cambió la pulsera con la llave de contacto de su muñeca al tobillo, para después, sostener mi rostro y posar sus labios sobre los míos. Me había besado así otras veces, pero nunca me había sentido como entonces. Sus dejos bajaron por mi cuello, por mis hombros, por el chaleco. Lo aflojó para tener acceso a mi torso y aprovechó para acercarme más a su cuerpo. Nuestras lenguas batallaban por el control y yo ya no tenía fuerzas para impedirle tomarlo. Era el doble de fácil e infinitamente más placentero dejarme llevar por las caricias en mis pechos, por los índices bajando los tirantes del bañador. Cuando moví las caderas, presa del deseo, la moto se tambaleó y abandoné el beso de forma repentina por el susto.
—No podemos movernos mucho —me advirtió al oído y, acto seguido, mordió el lóbulo de mi oreja.
—¿Cómo se supone que vamos a hacer esto sin movernos?
—Prueba —Rio.
Sonreí mientras me dirigía de nuevo a sus labios y llevaba las manos a sus muslos. Subí por la piel húmeda hasta que me tropecé el elástico de su biquini. No lo pensé mucho antes de colarme debajo y acariciar esa zona caliente y resbaladiza. Maldijo por lo bajo, luego buscó venganza apartando la tela de mi bañador. Gemí contra su boca.
Mi boca bajó centímetro a centímetro por su piel tras desabrocharle el chaleco. Me quedé en el hueco que había sobre su hombro, traté de medir los movimientos de mis caderas contra sus dedos. La moto perdía estabilidad a cada minuto que pasaba, pero ni siquiera podía pensar en ello. Ambas estábamos tan mojadas como el agua que nos rodeaba, la situación se había vuelto insostenible. Claro que no era demasiado tarde, y una muestra era la forma en que mi anatomía respondía a su tacto, a su lengua. Sus dedos golpeaban suave mi centro poniéndome a prueba; yo preferí delinear su placer de arriba abajo una vez tras otra. Debía de estar funcionando a juzgar por sus gruñidos acallados por mis labios.
Creí haber encontrado el ritmo ideal para rozarme contra su pulgar cuando el principio de un orgasmo me recorría. Eché la cabeza hacia atrás en un intento por dejarlo fluir cuando todo se dio la vuelta e impacté contra el agua. El clímax se extendía mientras las burbujas del chapuzón me hacían cosquillas y la mano de Ayla me atrapaba el brazo bajo la superficie.