Relatos lésbicos

Chambord: Non, je ne regrette rien – Relato lésbico

Hoy, Thais nos lleva a Francia en su serie de Sexo por el mundo.

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Chambord: Non, je ne regrette rien

Aquello no fue, ni de lejos, como había imaginado. Ni la experiencia increíble ni la oportunidad única que me habían prometido mis padres cuando me apuntaron a aquel programa de inmersión lingüística en Francia. Hubiera preferido París, Lyon o incluso Burdeos, ¿pero Blois? Ni siquiera sabía de su existencia hasta que recibí el email con la dirección donde viviría los próximos tres meses.

La llegada al hogar de los Fontaine tampoco fue lo que esperaba: un matrimonio anticuado, toque de queda y una habitación minúscula con un crucifijo sobre la cama. Todavía tengo grabada la frase de bienvenida de la señora Fontaine: «En esta casa tu idioma no te servirá para nada». Lo que yo no sabía en ese momento era hasta qué punto se equivocaba.

Bérénice, la hija de los Fointaine, tenía mi edad y me dijo que si la llamaba solo Bere podríamos hablar en inglés cuando sus padres no estuvieran presentes. Eso hizo los trayectos al instituto y los paseos por el barrio mucho más llevaderos, aunque también me permitió conocer a Bere infinitamente mejor. A la semana y media ya estaba obsesionada con ella: su trenza morena, cómo le quedaba la falda de cuadros del uniforme, la forma en que fruncía el ceño cuando se concentraba. Algunas noches me escapaba de mi dormitorio para hacerle una visita, otras, venía ella. Compartíamos confesiones de adolescentes y unas ganas inmensas de romper las reglas, pero no pudimos hacerlo hasta que fuimos de excursión al Castillo de Chambord.

El señor Fontaine conducía despacio y la señora Fontaine se limaba las uñas en el asiento del copiloto de camino a nuestro destino. Creían que una visita guiada al castillo más grande de Loira estimularía nuestras jóvenes mentes sedientas de aventuras, pero nosotras buscábamos otro tipo de entretenimiento. Por eso, cuando todo el grupo de visitantes nos encontrábamos en los aposentos de Luis XIV, decidimos hacer algo con el aburrimiento. Oíamos a la guía de fondo con su cantinela:

—Este castillo fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco a principios de los ochenta…

No iba a mentir: descubrir el castillo después de haber atravesado el bosque fue espectacular. En aquellos jardines daban ganas de jugar al escondite, ¿y qué decir de la arquitectura? Se respiraba lujo y siglos de historia. Bere y yo nos escabullimos aprovechando el movimiento en uno de los pasillos, y nos perdimos por las entrañas de aquel edificio en el que habían vivido los reyes más importantes de Francia.

—Por aquí, a la escalera de doble hélice —me dijo mientras señalaba una esquina.

No entendí a qué se refería hasta que la vimos: una escalera impresionante que parecía de caracol se alzaba frente a nosotras.

—La diseñó Leonardo Da Vinci, es mágica. Si dos personas están pasando al mismo tiempo no van a encontrarse en ningún momento.

Permanecí en silencio mientras la observaba, hasta que oímos algo de jaleo y Bere tiró de mi brazo. La seguí por el interior de aquel monumento durante un par de minutos, luego llegó a una habitación que alojaba una cama y metió la mano sobre la chimenea. Una puerta se abrió a nuestra izquierda.

—Vamos.

Entramos. Bere la cerró desde dentro mientras ambas recuperábamos el aliento. Parecía que estábamos en un pasadizo secreto del castillo.

—Qué pasada… —susurré.

—Hace cinco o seis años vine con el colegio y me perdí. Acabé aquí. Seguro que mis padres no nos encuentran, tranquila.

No había más luz que la de un foco medio fundido que nos iluminaba con timidez, tampoco parecía que hubiera nada que ver.

—¿Y qué hacemos ahora?

Apenas había terminado de preguntar cuando las manos de Bere sostuvieron mis mejillas y sus labios se dejaron caer sobre los míos. Primero fue un roce, luego entró en mi boca invitándome a seguirle el juego. La besé con las ganas acumuladas de dos o tres semanas, incluso tuve que contenerme para no llevar las manos a su trasero. Debió de advertir mis intenciones, porque las tomó de su baja espalda y las llevó allí.

Sentí que en lugar de en un pasillo secreto habíamos entrado en otra dimensión. Mientras mi cuerpo se frotaba contra el suyo y rodeadas por toneladas de piedra del Renacimiento me imaginé que aquel momento tendría a Édith Piaf como banda sonora. Con la letra de «La Vie en Rose» como guía desabotoné los tejanos de Bere y dirigí mis dedos más hábiles bajo sus bragas. No sabía cuánto tiempo teníamos, pero tampoco habría podido recrearme mucho. La excitación y la espera habían hecho de mí un animal hambriento. Devoré sus labios, que habían dejado de moverse al contacto y solo emitían sonidos de placer;  golpeé suave su clítoris. Pronto pude pasear las yemas por sus pliegues mojados.

Dijo algo en francés que no entendí, pero sí comprendí su cuerpo. Lo oía suplicar, moverse con ansia y con ganas de más. Sostuve la velocidad con la que movía los dedos, derretí besos por la piel de su mandíbula hasta que me atasqué en su cuello.

—¿Te gusta? —dije a medias al tiempo que mordisqueaba el cartílago de su oreja.

—Sí, sí, no pares. Por favor.

Ella se quedaba sin aliento y yo sin cordura. En algún momento fue suficiente: Bere se agarró fuerte a mí y se quedó muy callada mientras se corría. Trató de incorporarse enseguida, pero mantuve mi mano en su humedad. Me recreé con la sensación todo el tiempo que pude hasta que oímos cómo la puerta se abría y uno de los guardias de seguridad que habíamos visto a la entrada nos enfocaba con una linterna.

—¡Están aquí, señores Fontaine!

Todavía con Édith Piaf resonando en mi mente, puse las manos en alto a ambos lados de mi cabeza, como si estuviera detenida, y dije la única frase entera que sabía en francés:

Non, je ne regrette rien!

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