El viaje llega a su fin. Thais Duthie nos conduce al oeste del BDSM más sensual.
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O, si lo deseas, puedes empezar viajando desde el norte: La rosa de los vientos. Parte 1: Norte. Desde el sur: La rosa de los vientos. Parte 2: Sur O desde el este: La rosa de los vientos. Parte 3: Este
Oeste – Relato erótico lésbico
La mirada que me dedicó Rea tenía una gran dosis de sorpresa. Como si de algún modo no hubiera esperado aquel “Tu turno”. Lo cierto es que yo apenas era capaz de moverme, aún podía sentir los últimos coletazos de un orgasmo devastador por todo mi cuerpo. Ni siquiera habían dejado de temblar mis piernas ni parecía haber recuperado el control de mi cuerpo.
Rea se acercó a mí con decisión y atrapó mis labios en un beso firme, apasionado, menos brusco que los anteriores. Encontré en él cierto agradecimiento, como si Rea no contara con la reciprocidad que le ofrecía. No tenía claro si se debía a que yo siempre había sido así por pura generosidad o bien porque imaginar cómo se corría me excitaba demasiado como para dejarlo pasar.
La mujer se colocó sobre mí y sentí cómo una corriente eléctrica me atravesaba. Inició un movimiento errático de caderas que logró que me activara de nuevo. Pude descubrir en aquel vaivén la necesidad y la excitación que parecía haber acumulado a lo largo de los dos días que llevábamos viéndonos.
Su vestido era la única barrera que quedaba entre nosotras, en todos los sentidos, así que decidí tomarlo y deslizarlo hacia arriba, hasta que se quedó en ropa interior. Encontré sus pechos enmarcados por un body negro que se pegaba a sus curvas como si fuera un guante y acentuaba su silueta. Deslicé los dedos por su espalda en busca de un cierre que me permitiera deshacerme de aquella prenda y sentir el calor de su cuerpo directamente.
Sin embargo, Rea se adelantó y, tras tomar las copas de la parte superior del body, las bajó par dejar sus pechos al descubierto. Rodé con ella hasta que quedé de lado y, cuando estuve a la altura apropiada, me introduje uno de sus pezones en la boca y lo estimulé con mi lengua.
La mujer enterró los dedos en mi pelo y tiró de él con fuerza. A medida que profundizaba la estimulación su respuesta se volvía más demandante. Abrí los ojos para poder observar su rostro y, en la periferia de mi campo de visión, vi el maletín, que seguía abierto sobre la mesa de cristal. Me incorporé ligeramente y pregunté:
—¿Puedo usar algo de ahí? —Señalé la caja y, tan pronto como asintió para darme luz verde, me lancé sobre sus labios en un beso fugaz antes de acercarme para ver qué juguete podía usar.
Lo hice de forma torpe, por suerte el maletín no estaba demasiado lejos de la cama. Me dolían los músculos por el esfuerzo y la tensión acumulada y me sentía débil. Sería bueno ayudarme de los artilugios que escondía aquel cofre del tesoro. Cuando lo tuve cerca pude fijarme por primera vez en los detalles: el interior de madera, los resortes para cada objeto, el acabado de lujo y el tacto suave de todos sus componentes al pasar la mano por ellos. Traté de dividirlos en dos grupos: los que había probado y los que no. Había tan solo tres en este último y no supe exactamente cómo se usaba cada uno.
—¿Por qué tardas tanto? —murmuró Rea desde la cama.
Cuando la miré me di cuenta de que se había soltado los botones inferiores del body y se lo había subido hasta la cintura. Una de sus manos se había extraviado entre sus piernas.
—¿Qué haces? —dije mientras tomaba unas esferas metálicas sin pensarlo demasiado y volví a la cama—. Ahora mando yo.
—No, todavía mando yo.
Y, por si no me había quedado claro, Rea me dedicó una mirada fría que fue suficiente para relegarme al rol que había interpretado desde el inicio. Era su marioneta y dejar de serlo había sido simplemente un espejismo, una ilusión. Por fin lo comprendía: dejarse hacer era parte de su juego, pero eso no significaba que yo fuera a tener el control. Seguía teniéndolo ella, lo había tenido desde el principio y sería así hasta el final.
Me quitó las bolas entre las manos y, de un movimiento ágil e inesperado, se hizo un hueco entre mis piernas. Noté la superficie fría contra mi entrada y, conectando su mirada con la mía, empujó el juguete hasta que ambas estuvieron en mi interior. Gemí por la invasión, el contacto gélido de lo que parecía acero y el leve choque que se produjo entre las dos esferas al mover las caderas.
—Acércame el plug.
Obedecí de inmediato y, camino a la mesa de cristal, notaba con cada paso cómo mis músculos vaginales se contraían y hacían que las bolas se golpearan la una contra la otra. Aquel leve repiqueteo me causaba una especie de vibración que comenzaba a activarme de nuevo, como si no hubiera tenido suficiente. Como si mi anatomía no siguiera devastada por el placer.
Le tendí el plug a Rea, junto al lubricante, y observé arrodillada sobre el colchón cómo, todavía de lado, vertía un poco de líquido sobre el juguete y se lo introducía despacio en el ano. Cerró los ojos mientras ocurría e hizo esa mueca que me obligó a colocar mi mano en su muñeca y acompañarla con la penetración. Al notarme ahí retiró su mano y me permitió seguir con la tarea. Rodeé la base esférica con los dedos para poder sacar el juguete unos centímetros y meterlo un poco más. Me fijé en cómo su cuerpo se arqueaba, señal de que había acertado con aquello, de modo que repetí la jugada varias veces hasta que lo introduje de una vez, despacio, pero con precisión.
La respiración de la mujer se había acelerado y supe, por la forma en que me miraba, que quería que siguiera. Y pensaba hacerlo, aunque no fuera con mis manos —cuyos brazos todavía sufrían la ausencia de cualquier atisbo de fuerza—. Gateé hasta el final del colchón y tomé el último juguete sin usar. Me sorprendí al ver aquella forma de hacha, incapaz de adivinar qué uso se le podría dar.
—¿Cómo coño se usa esto? —susurré antes de presionar uno de los botones de la base, que hizo que comenzara a vibrar con una potencia increíble.
El mango de aquel artilugio era el mismo que el del resto: aquella bola metálica con patrones muy detallados y unos pulsadores negros. Todavía lo observaba cuando la mujer tomó el vibrador y lo posicionó entre sus piernas, con el mango hacia arriba. La imagen me impresionó y me encendió al mismo tiempo.
—Mételo.
Separó las piernas, como si se tratara de la segunda parte de la orden, y tomé el juguete del mango. Moví la punta por su sexo para empaparlo de su humedad y, solo al ver la desesperación en su rostro, empecé a introducirlo a una velocidad tortuosa. Tal vez no tenía poder, ni control alguno sobre Rea, pero sí podía decidir el ritmo y la forma en que me ocupaba de darle placer.
Pese a que la inserción fue lenta, pronto embestí hondo hasta que la parte del juguete con forma de elipse quedó sobre su clítoris. La mujer jadeó ante el contacto, lo cual me alentó a iniciar aquel movimiento para salir y entrar de su interior, bien profundo. Cada vez que llegaba a aquel punto su cuerpo se tensaba y su rostro adoptaba una expresión que me volvía loca.
Aquel espectáculo era, definitivamente, mejor que el de hacía unas horas. Sin brillo, sin vestido de lentejuelas. Solo Rea, desnuda, bailando para mí.
Me resultaba tan intenso que me senté sobre su muslo y me acerqué lo suficiente como para que el juguete vibrara también sobre mi clítoris. Junto al estímulo visual y las esferas en mi interior mi anatomía se descontroló. Me movía frenéticamente contra el hacha al tiempo que hacía lo propio con mi mano para que Rea también disfrutara de la sensación.
Ella se incorporó levemente y buscó mis labios. Los mordió sin compasión, gimió en el beso, y luego ladeó la cabeza mientras el orgasmo comenzaba a hacer estragos. En la parte trasera de su cuello pude ver de nuevo ese tatuaje de la rosa de los vientos que había llamado mi atención el primer día. Mordí aquel pedazo de piel y succioné con fuerza mientras los gemidos de la mujer hacían eco en mi cabeza y me dejé llevar. Me corrí por segunda vez en la noche, y clavé los dientes fuerte mientras lo hacía.
Caí sobre su cuerpo, aunque ambas disfrutábamos todavía de los efectos secundarios del clímax. Cuando por fin abrí los ojos vi que Rea se había colocado de lado en la cama. Su pecho subía y bajaba y la parte trasera de su cuello estaba ligeramente enrojecida. Me acerqué un poco y acaricié el tatuaje con las yemas de mis dedos, y descubrí uno de mis colmillos clavado justo encima del oeste.
***
La última vez que la vi fue en la recepción del hotel, cuando salía del ascensor con paso igual de firme que al llegar. Ya no me sorprendía la seguridad que desprendía y me había acostumbrado a su olor. Salía por la puerta rotatoria del hotel con la maleta en la mano, aquella me había hecho disfrutar tanto.
A punto de cruzar el umbral, se dio la vuelta y, en lugar de dedicarme esa expresión suya que me recordaba al hielo, me regaló una sonrisa de despedida, cálida y cercana.
Algo así como un “qué bien lo hemos pasado” en lenguaje no verbal.