No te preguntes qué harías con unas bolas tailandesas, un spanker y un conejito vibrador. Simplemente, disfruta con esta nueva entrega de Thais Duthie.
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O, si lo deseas, puedes empezar viajando desde el norte: La rosa de los vientos. Parte 1: Norte. O desde el sur: La rosa de los vientos. Parte 2: Sur
Este – Relato erótico lésbico
Nunca me había sentido tan excitada.
Mientras recorría los pasillos del hotel de vuelta a mi habitación maldecía aquella llamada y lo poco oportuna que había sido. No podía evitar preguntarme qué habría pasado si el teléfono no hubiera sonado, si solo hubiésemos sido ella y yo.
Todavía podía sentir un hormigueo incesante que subía y bajaba por todo mi cuerpo, y me recordaba una vez tras otra lo cerca que había estado de alcanzar mi ansiado orgasmo. Y ahora, ya en mi habitación, le daba vueltas a su “No te corras sin mí”. Debía ser sincera: si Rea no hubiera dicho aquellas palabras, mis manos ya estarían en mis bragas. Sin pensarlo. No me detendría hasta correrme tres o cuatro veces, porque la frustración comenzaba a hacer mella en el sentido común y a alterarme por momentos.
Sin embargo, lo que había dicho lo cambiaba todo, y si lo hacía iba a tener que sentir remordimientos, como mínimo. Sopesé la posibilidad y consideré los pros y los contras, pero enseguida me hice la pregunta definitiva: ¿qué sentido tenía el juego si incumplía las normas?
Siempre me había gustado desafiar a la autoridad, pero en este caso tenía la sensación de que se trataba de otra cosa. Lo que se había creado entre ambas era algo completamente distinto. Autoridad había, seguro. No obstante, al mismo tiempo sentía un profundo respeto hacia ella, que se traducía en una inexplicable necesidad de acatar todas sus órdenes.
Una vez hube llegado a la conclusión de que iba a darle a Rea lo que me había pedido, pensé en cómo podría distraer la mente y bajar el calentón. No por completo, pero lo suficiente como para poder pasar el resto del día tranquila, sin aquella presión concentrada en mi intimidad.
Me di una ducha fría, vi un rato la tele y pedí que me trajeran algo de comer a media tarde. Volví a picar en el restaurante a la hora de cenar, solo para estar lista para la noche que me esperaba. Confiaba en que, por fin, iba a sentir el clímax junto a ella. Me moría por dejarme llevar y tenía la certeza de que, como había dicho la mujer, la espera iba a merecer la pena.
Decidí acercarme al espectáculo nocturno que tendría lugar en el teatro, así me despejaba y dejaba de pensar en Rea y su maletín de instrumentos de placer, por lo menos un rato. No había demasiada gente ―supuse que la mayoría estaban preparándose para la pool party de las doce―, por lo que tomé asiento en una de las primeras filas para poder ver bien el escenario.
Al cabo de unos minutos comenzó a sonar una canción que me recordaba a la música de los años veinte, y una hilera de chicas apareció de entre las bambalinas. Llevaban trajes negros con flecos y lentejuelas doradas y unos zapatos de tacón bajo. Caminaban al ritmo de la melodía que sonaba de fondo y, cuando terminó la parte instrumental se detuvieron, se colocaron formando una fila y empezó la coreografía. Parecía que bailaban charlestón, tal vez swing, con una coordinación que me dejó impactada.
Me resultaba fascinante cómo, pese al esfuerzo, en sus rostros se dibujaban unas sonrisas sinceras cuya intención era únicamente seducirnos a nosotras. Las observé una a una, hasta que llegué al final de la línea y… allí estaba ella, a la derecha. O lo que es lo mismo, al este.
Entonces algo hizo clic.
Rea no era una bollera más que asistía al festival para ligar, sino que formaba parte del grupo de bailarinas del espectáculo de aquella noche. Por eso parecía tan poco involucrada en la fiesta de apertura, no estaba en la clase de yoga y había tenido que irse con esa llamada.
Que estuviera ahí, en medio del grupo, me hizo verla desde una nueva óptica. En el escenario era una más y acataba las órdenes de la bailarina principal que se encontraba en el centro, sin dejar lugar a la desobediencia. Dejé de observar el show en conjunto para fijarme solo en ella.
Pronto, sus pasos comenzaron a parecerme hipnóticos y me perdí en la forma en que sus caderas se contoneaban y sus piernas se movían sin parar.
***
—Conque bailarina —susurré tan pronto como entré en la habitación, un par de horas después.
Tras haberla descubierto en el teatro, sentía que algo había cambiado en la forma en que la percibía. Tal vez había sido la imagen de Rea al interpretar otro rol, pero ahora tenía todavía más ganas de dejarme llevar y conocer lo que tenía preparado para mí. Todavía llevaba aquel vestido, los zapatos y el maquillaje. Y poder verlo de cerca resultaba muy revelador.
—Shhh…
Hice caso de forma inmediata. Me empujó ligeramente y caí sobre la cama. Abrí las piernas por inercia, posición que aprovechó Rea para hacerse un hueco sobre mí. Sus labios encontraron los míos y los sentí cálidos, hambrientos. Noté una cierta complicidad en el beso que antes no estaba, pero definitivamente contribuía a que mi cuerpo comenzara a traicionarme.
Cuando moví las caderas en busca del contacto de la mujer ella se detuvo, me miró a los ojos y sonrió. Llevó una mano a mi entrepierna, que ardía con impaciencia. Sentía que cualquier roce lograría acercarme al orgasmo y pude confirmarlo tan pronto como Rea descubrió mi humedad a través de la tela de mi ropa interior y suspiró.
—Estás lista, ¿o no lo estás?
Asentí un par de veces, como si una no fuera suficiente para confirmarlo o pudiera dar pie a confusiones. Dejé que sus manos me colocaran en la posición que quería y solté un bufido al encontrarme a cuatro patas sobre la cama pocos segundos después. Levantó mi vestido, apartó la tela de mis bragas. Tanteó mi humedad y luego subió un poco hasta llegar a mi ano. Suspiré por el contacto, no recordaba que la estimulación en aquella zona fuera tan placentera.
Entonces recordé su “¿Te gusta el sexo anal?” y mi “He experimentado alguna vez y estuvo bien”, o algo así, sinónimo total de “Estoy dispuesta a que me guste”. Aquellos instantes que dediqué a hacerme a la idea le bastaron a Rea para tomar algo del maletín y luego noté un líquido frío y espeso que me hizo tensarme. Extendió el lubricante y, al instante, noté cómo varias esferas suaves acariciaban mi entrada trasera. Jugueteó con ellas uno momento hasta que las posicionó. Tras hacer algo de presión, entró en mí.
La invasión no fue dolorosa. De hecho, parecía que la bola era bastante pequeña y pude confirmarlo cuando entró la segunda poco después, algo más grande. Rea regresó a mi intimidad para acariciarla en amplios movimientos circulares. La combinación de ese contacto junto a las esferas adaptándose a mi cuerpo me hizo gemir en busca de más. La mujer se dio por aludida y empujó el juguete. Con algo más de dificultad esta vez, entró la tercera bola y contuve el aliento hasta que me acostumbré a ella.
Al rato, las caricias de Rea comenzaban a surtir efecto y me había relajado lo suficiente como para sentir el principio del fin. Ya no importaba que aquella posición no fuera la más cómoda, que el juguete en aquel orificio me resultara extraño, ni siquiera que estaba teniendo un sexo alucinante con una mujer casi desconocida. Solo podía pensar en el clímax, que tocaba con los dedos, cada vez más nítido, cada vez más cerca.
—Voy a correrme —confesé con la respiración entrecortada.
—Espera. —Y, con aquello, frenó en seco la estimulación en mi clítoris—. Un poco más.
Mientras lo decía, se había acercado para morder el lóbulo de mi oreja y volvía a hacer presión en el juguete para introducir otra esfera.
—No puedo con otra…
—Sí puedes, preciosa, es la última —susurró en mi oído, lo cual me provocó un escalofrío que me encendió todavía más.
Acerqué el culo hacia su cuerpo a modo de respuesta, de confirmación silenciosa. Rea puso un poco más de lubricante en la zona y lo empujó, y me arrancó un gemido a caballo entre el placer y el dolor fruto de la penetración. Nunca había entrado nada tan grande por ahí y, de algún modo, era tan tortuoso como alucinante.
—Ya está dentro.
El juguete se quedó inmóvil y contraje los músculos para hacerme a él. Suspiré y Rea retomó las caricias en mi sexo, suaves pero muy precisas. Sin embargo, no tenía suficiente. No tras la invasión de la última esfera, y gruñí frustrada.
—Rea, necesito más —le pedí con voz ronca.
—¿Dentro? —De nuevo, su tono de hielo que me quemaba entera.
—Sí.
Oí cómo algo comenzaba a vibrar y lo colocó en la entrada de mi vagina. Lo movió en círculos antes de introducirlo sin complicación alguna por mi humedad. Enseguida noté cómo algo duro y palpitante golpeaba ligeramente esa región que me hacía temblar, mientras que otro zumbido intenso se posicionaba en mi centro. El traqueteo iba oscilando en ambas zonas, alternaba la intensidad y creaba un patrón que comenzaba a desesperarme. Sin embargo, lo más importante era que volvía a sentirme a las puertas del placer, por enésima vez.
Rea soltó el objeto, que no se movió ni un ápice de su sitio. Se adaptaba perfectamente a mi cuerpo y a sus cavidades. De pronto, un azote cortó el aire e impactó contra mi nalga —no me pareció que fuera ninguno de los objetos que ya conocía, era alargado, plano y ligeramente flexible—. Al arquearme por acto reflejo, pude notar con precisión ambos juguetes en sus respectivos orificios y el orgasmo se catapultó. Contraje los músculos, me arqueé, a lo que la mujer azotó una vez más en la misma nalga y gemí de un modo salvaje. En aquel momento, comenzó a retirar las esferas, una a una, para estimular todas y cada una de las terminaciones nerviosas de la zona.
El clímax me invadió de pies a cabeza, me sacudió por completo y se coló en cada rincón de mi anatomía. Fue uno de los más intensos hasta la fecha: mis ojos se cerraron, mis manos se aferraron a la sábana como si de un salvavidas se tratase, mis dientes atraparon mi labio inferior con fuerza. Todo mi cuerpo temblaba mientras el placer reverberaba por todas partes.
Cuando por fin pude abrir los ojos, Rea retiró el vibrador de mi interior despacio y me dejé caer boca arriba sobre el colchón. Mi respiración seguía descompasada, mis latidos desbocados y mis piernas sin fuerza. Aun así, me las apañé para observar a la mujer, que me miraba con una sonrisa burlona dibujada en los labios.
—Tu turno. —Logré decir en un hilo de voz.
Ya puedes leer la cuarta parte aquí: La rosa de los vientos. Parte 4: Oeste