Relatos eróticos

Acuario: Peligro de extinción – Relato lésbico

Su signo zodiacal es Acuario y está buscando a un leopardo de las nieves en el Himalaya. ¿Es posible desarrollar una historia erótica en ese contexto? Sí.

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Acuario: Peligro de extinción

La nieve amortiguaba los pasos de Cloe en plena noche. Miró atrás para asegurarse de que nadie se hubiera dado cuenta de mi escabullida a la tienda de la campaña que compartía con el equipo de expedición. No se veía a nadie. Aprovechó que todos estaban profundamente dormidos gracias a que unas horas antes habían usado una botella de Smirnoff para sellar una decisión. Abortaban la misión, el desafío era mayor de lo que imaginaban. La veterinaria no estaba de acuerdo, por supuesto, de ahí que hubiera decidido seguir por su cuenta.

Apenas había avanzado cincuenta metros cuando una parte de sí misma le gritó que aquello era una locura. La ventisca le arañaba la piel a pesar de la ropa térmica y el mono, el frío le calaba los huesos, el cansancio era insostenible por mucho que quisiera convencerse de lo contrario.

—¿Qué coño haces aquí sola?

Por un momento pensó que su mente le había asignado a su conciencia la misma voz que tenía la experta en supervivencia que acompañaba al grupo. Sin embargo, cuando notó un peso en su hombro fue inequívoco. Se dio la vuelta para encontrar a Sara frente a ella con esa expresión que usaba casi todo el tiempo y que le había parecido demasiado divertida desde el principio.

—Me voy al refugio, no pienso abandonar la misión —aseguró la veterinaria.

—¿Pero qué dices? Mañana empezamos el descenso. ¿Pensabas irte sola? —Aunque su mirada era dulce, el tono con el que hablaba sonaba a bronca.

—No voy a dejarlo. Estamos muy cerca, Sara, no podemos abandonar ahora. Si los demás no quieren seguir, me da igual.

—¿Vas a arriesgar tu vida por un animal?

—Se te olvida que pasé las pruebas físicas necesarias. Solo es un poco de frío.

—Son veinte grados bajo cero a tres mil metros de altura en el Himalaya.

—Lo que sea —sentenció Cloe—. Y no es un animal, es la única hembra de leopardo de las nieves que hemos podido localizar en toda la cordillera, y está a punto de dar a luz. La última señal del radiotransmisor indicaba que estaba cerca del refugio y hace horas que la hemos perdido, tenemos que llegar allí lo antes posible.

—Estaría bien hacerlo sin poner tu vida en peligro.

—Lo que está en peligro es el felino. No quedan más de cinco mil ejemplares en todo el mundo, esto es importante. Si nadie quiere venir conmigo, entonces iré sola.

—Acuario tenías que ser; tu orden de prioridades en la vida merece un estudio. Iré contigo, pero si después de explorar los exteriores del refugio no encontramos a la gata, nos vamos.

Aquel acuerdo las mantuvo en ruta alrededor de un día. Faltaban tan solo quinientos metros para llegar a las coordenadas en las que detectaron la señal por última vez, pero el temporal y la inclinación dificultaban el ascenso. Mientras estuvieron con el resto del equipo, habían hablado con frecuencia porque eran las únicas dos mujeres de la expedición y aquel tiempo a solas definitivamente las hizo acercarse. Sara había descubierto en la veterinaria que, pese a la superficialidad que aparentaba, tenía una gran vida interior. Era leal, sincera y tenía algo magnético —emocional y físicamente— que impidió que regresara con el resto del grupo para el descenso aquella noche. Cada vez que intercambiaban alguna palabra conseguía contagiarse más del espíritu idealista y cuidador que la caracterizaba. No había querido decírselo, pero, de pronto, encontrar a la hembra de leopardo de las nieves le parecía lo más sensato.

Cuando llegaron al refugio, estaba a punto de anochecer y todavía no había señal del felino. A Sara le costó convencer a Cloe para que esperaran a la salida del sol para comenzar con el rastreo del animal, pero logró que la veterinaria abandonara momentáneamente esa idea. Se dio cuenta de que, si la miraba de cierta manera, era más probable que accediera.

La cabaña no tenía más que un par de catres de madera sobre los que colocaron los sacos de dormir. Parecía construida hacía décadas y no estaba aislada del todo, pero sería mejor que pasar otra noche en la intemperie. Debido a su tamaño reducido, el pequeño calefactor que alguien había dejado allí logró calentar el espacio en poco tiempo. Aprovecharon la tregua que les daba el frío para asearse y, ante la luz que proyectaba el trasto, la experta en supervivencia observó cómo se desvestía. Por mucho que lo intentó, no pudo apartar la mirada de ella. Se dio cuenta de que tenía un rasguño que le cruzaba el hombro y se acercó a ella por la espalda para verlo mejor.

—¿Cómo te has hecho esto? Déjame ver —Sara pasó sus dedos por la herida casi cicatrizada muy despacio.

—Fue al salir de la cabaña de madrugada, no sé con qué me di.

—¿Te duele?

La veterinaria rio y negó.

—Es agradable sentir algo cálido contra mi piel después de tantos días —dijo a media voz.

—¿Así?

Los dedos de Sara abandonaron los restos de la rozadura y se deslizaron por su espalda desnuda. Pensó que era tan suave como parecía bajo aquella luz tenue. Dejó caer las yemas por toda su columna en un roce casi imperceptible que hizo que la piel de la veterinaria se erizara. Para ser experta en supervivencia se olvidó de lo importante que era interpretar las señales y creyó que el suspiro que Cloe acababa de liberar era inofensivo. Sin embargo, era igual de peligroso que cuando el leopardo de las nieves caminaba muy cerca del suelo. Solo significaba una cosa: estaba cerca de su presa.

Y así, desprevenida, Sara acabó contra la madera de la cabaña. Los labios de su compañera presionaron los suyos y, hasta ese momento, no fue consciente de que ella también había echado de menos el contacto.

Como el felino cuando cazaba a los marjores[1], la inmovilizó y no permitió que hiciera movimiento alguno. Atacó su cuello y, con un mordisco en su yugular, logró hacerse con el control. Sus cuerpos acortaron toda distancia como por inercia y los gemidos de una y otra inundaron la cabaña. A pesar del cansancio, ni siquiera se dejaron caer al suelo. La veterinaria sostuvo las muñecas de su compañera con una sola mano y, con la otra, le recorrió la piel que tenía a su alcance con fiereza y sin un ápice de cuidado. Cualquiera diría que aquellos mismos dedos estaban entrenados para sostener cachorros recién nacidos.

Ambas se deshicieron de las últimas prendas de ropa térmica que cubrían su cuerpo. Cualquier material que no fuera pura piel sobraba en aquellos quince metros cuadrados y, tras la abstinencia y la insensibilidad que les habían provocado varios días en la nieve, cada caricia se multiplicaba. No era una mano, parecían cuatro las que arañaban el abdomen de Sara. No eran treinta y pico grados los de los labios de Cloe, parecían cien.

A lo largo de su profesión, Sara había visto a decenas de seres vivos como depredadores, y esa misma mirada que tenían cuando estaban a punto de hacerse con su presa pudo verla en los ojos de Cloe. Entonces sí pudo adivinar cuál sería su siguiente movimiento y, de algún modo, sus cuerpos encajaron como las últimas dos piezas de un puzle. La pierna de una entre las de la otra. Un movimiento suave pero constante desencadenó réplicas más intensas. Sus caderas imitaban las escarpadas montañas que formaban la cordillera del Himalaya en las que se encontraban.

Las anatomías de ambas estaban más receptivas de lo habitual, pero fue la veterinaria quien sintió la desesperación cuando su compañera hizo amago de recolocarse. La retuvo de nuevo porque estaba tan cerca y se sentía tan intenso que parecía que había llegado al punto de no retorno.

—Un poco más… —le suplicó, al oído.

Y Sara, que nunca había sido demasiado complaciente, se rindió ante aquel tono. Era la primera vez que lo escuchaba en toda la expedición. Puso condiciones en silencio, eso sí, porque se zafó de su agarre y puso ambas palmas en las nalgas de la mujer. Acompañó el movimiento hasta que sintió cómo los músculos de la veterinaria se tensaban. Luego le clavó las uñas, como lo haría una presa tratando de deshacerse de su atacante, y así llegó su clímax. Nunca había sentido aquella zona tan receptiva, tan sensible, tan desnuda, y el contacto con la intimidad de Cloe había hecho que todo saltara por los aires.

Observó cómo las facciones de ella estaban teñidas por el placer y dejó que apoyara el rostro en el hueco de su cuello. Se sentía embriagada por la sensación. Apenas habían logrado que sus respiraciones volvieran a su estado normal cuando un pitido las hizo sobresaltarse a ambas.

El radiotransmisor volvía a detectar señal.

[1] El marjor es una especie de cabra originaria de las regiones montañosas de Asia central y del Himalaya.